Comisaría de Perugia
Por más que diera vueltas a las fotos de ese cadáver, extendido bajo el sol de la Toscana y sobre un campo de flores, la inspiración divina no le iluminaba sobre posibles vías de resolución. Al contrario que en el caso de Meredith, lo ocurrido con Ludmila era un ejemplo de trabajo criminal bien hecho. No por nada se llamaba crimen organizado. Y era muy difícil trabajar en un caso así por la escasez de vínculos directos entre la víctima y sus verdugos, puesto que la suya era una relación laboral muy inconexa y sin contrato de trabajo. Sin pasaportes sellados ni amigos de la víctima que deseasen colaborar.
Y luego estaba ese maldito carnicero del Este: un terrible capo de la trata y del narco a quien su propia gente llamaba el Ganadero (Bagëtinë), tal vez por su forma de tratar a las chicas que caían en sus garras. Un auténtico animal cuya no tan larga estancia en el país, para sus víctimas, se había hecho demasiado larga. También sus víctimas eran en su mayor parte extranjeros sin arraigo en la Unión Europea y, sobre todo, mujeres forzadas a ejercer la prostitución para él. Chicas de hogares pobres del Este que creían encontrar una salida a su miseria, con las falsas promesas de trabajo de este tipo de organizaciones, que les ofrecían contratos de trabajo y permisos de residencia como reclamos, pero ya antes de poner el pie en Italia venía el encuentro con la realidad, pues eran violadas y golpeadas como primer contacto con su nueva situación. Muchas veces, incluso, a bordo de los barcos en las que eran traídas como auténtica mercancía humana. Y esto sólo era un adelanto, por supuesto, de lo que iba a sucederles si no obedecían en cada momento, por lo que no era fácil que personas tan sometidas y aterrorizadas pudieran hablar y mucho menos en una situación así, aunque a veces ocurrieran milagros. De pronto, como sucedía en no pocas ocasiones, alguna evidencia les podía caer del cielo como el maná y así fue en este caso.
Hay novedades, Canessa, le dijo su joven ayudante. Nos mandan esto del “Correo de Perugia” y parece que tiene que ver con Ludmila. Como es lógico, no van a publicar nada, aunque les he prometido que nos portaríamos bien con ellos.
¿En serio? Habrá que traducir, afirmó el inspector, ya con la misiva entre sus manos. Un breve texto escrito a mano, con renglones derramados a toda prisa sobre el arrugado papel, que revelaban que podía ser una fuente tan directa como asustada. Una persona anónima, que casi con toda seguridad era compañera de trabajo de Tatiana, y que había dejado esa breve pero contundente nota en el buzón del periódico local. Una pequeña redacción en la que se habrían asustado bastante con el tema, seguro, pues no era habitual que llegasen noticias directas de ese submundo terrible. ¿Sería una carta de Lidia, la amiga de Tatiana, a la que tanto parecía haberla afectado su muerte? Se trataba de una sencilla misiva, escrita con toda probabilidad por una mujer, que esa persona anónima pretendía que publicasen y en la cual se daban datos importantes. Quién era la víctima y qué había podido pasar. Y se señalaba incluso a los culpables, pero esos periodistas se habían acojonado y con razón. En todo caso, como era lógico, lo primero era poner el asunto en manos de la Policía.
La carta estaba escrita a duras penas, en una mezcla penosa de italiano y rumano, por lo que se requirió la cooperación de una traductora de confianza para la Policía. En ella se explicaba que la víctima atendía a sus clientes en ese mismo campo de flores, pero que no había sido un asesinato casual. El gran pecado de la chica, como era de suponer desde el principio, fue querer escapar de las garras de sus albaneses proxenetas. Y sus movimientos fueron pronto detectados, lo que supuso una condena a muerte sumarísima, pues se alegaba que no había pagado aún la impagable deuda contraída con esa organización. Una deuda cuyo origen era el presunto traslado a España desde su país, con un contrato de trabajo en la limpieza de viviendas, pero que al llegar se transformó en prostitución callejera y saqueo constante de sus ganancias. Y sin indicaciones de que la pretendida deuda se fuera a terminar de pagar en la vida, por supuesto, puesto que no había quien quisiera llevar la cuenta de ese tema.
También se hablaba de un ajuste de cuentas que tuvo lugar poco antes de la desaparición y muerte de esta chica. Un conflicto entre bandas rivales de proxenetas que culminó con el secuestro y violación de varias de las chicas de otro clan, en un bosque cercano, donde esos cafres las abandonaron a continuación. Y así fueron recogidas por sus raptores iniciales, en el frío otoño de Umbría, semidesnudas y sin dinero. Con el temor de que fueran a matarlas en cualquier momento, unos u otros, pero sería absurdo cuando tanto dinero extraían de ellas. En realidad, no era tan frecuente que esos psicópatas se decidieran a acabar con sus esclavas.
En la perspectiva de tratante de reses del Ganadero, de la gente de su calaña, actuar de esa manera sería como darse un tiro en el pie. Como sacrificar a una vaca joven que da muchos litros de leche y nada más que porque un día te ha dado una coz. Y tampoco tenía mucho sentido hacer lo mismo con el ganado ajeno si se podía llegar a un acuerdo con el propietario. Aunque fuera en el curso de una negociación tan dura como la que se narraba en la carta.
Al final de todo, en la nota se aclaraba que en el entorno de la chica no se la había echado tanto de menos porque se sabía que se quería marchar. Era algo que había comentado con sus compañeras de confianza y a nadie le extrañaba, claro, cuando todas ellas estaban allí contra su voluntad. Y aunque no se daban nombres, sobre los posibles autores del asesinato, sí se señalaba una frase muy significativa al final:
La mataron por el Kanún.
Un presunto motivo que ya imaginaban, pensó Canessa. El Kanún era una antigua ley popular albanesa cuya persistencia en esa cultura había sido y seguía siendo fundamental para las presentes generaciones de bandidos, ya que sus atávicas normas preveían castigos severísimos y hasta el deber de venganza en los asuntos familiares. Y se trataba de clanes muy cerrados de delincuentes, con orígenes albaneses en su núcleo fundamental, que se apropiaban de sus trabajadores en el plan más feudal imaginable y cobraban sus deudas y traiciones con sangre.
Con esto tampoco tenemos mucho, reconoció Canessa. Y la carta tampoco serviría de tanto, a la hora de identificar a la autora, puesto que si había escrito un anónimo era porque no se atrevía a dar la cara y contarlo en persona. De este modo, tratar de localizarla sería poner a una persona en peligro para nada. Ni siquiera valía la pena, reflexionaba, aunque en su fuero interno compartía la frustración de su compañero.
Pero algo se podrá hacer, dijo este joven aprendiz, que descubría apenas ahora la triste realidad del trabajo de campo: si nadie salía al paso para contar alguna cosa, lo que era improbable en ese mundillo de la mafia, seguirían en el punto cero en el que se encontraban desde un principio. Sin posibilidad de identificar siquiera a la víctima.
La estampa del icono era casi lo único que había quedado de la pobre chica. Como si no hubiera ni pasado jamás por el mundo. Y a Canessa le recordó a la referencia que se podía leer en algunas tumbas de soldados caídos en Malvinas: soldado argentino sólo conocido por Dios. Lo había visto en un documental, en su día, y no dejaba de pensar en esa frase desde que descubrieron el cuerpo de la muchacha.
Ya viste la información que pudimos sacar de esas chicas, amigo: están aterrorizadas y con razón. Esta gentuza hace lo que quiere con su gente, ya ves, pero te aseguro que no van a irse de rositas. No esta vez.
El tema del icono le recordaba bastante a su madre, que era la típica católica italiana de toda la vida, siempre resignada a la voluntad del Altísimo. Y bastante frustrada por el escepticismo de su agnóstico o pasota hijo, por cierto, una circunstancia en la que Canessa no había podido agradarla nunca. Y es que Dios, por su parte, tampoco le daba ninguna pista al no menos frustrado inspector, como no había querido evitar antes la salvaje muerte de una pobre chica. Por lo tanto, era difícil creer en Dios en tales circunstancias
Me pregunto qué pensaría mamá sobre Dios si estuviera viendo esto, se dijo, mientras contemplaba el dossier de fotos de esa última víctima. Y antes que ella hubo otras, claro, igualmente difíciles de identificar y no digamos de vengar, de alguna manera, cuando luchaban contra un enemigo tan ladino. Tan celoso del silencio generalizado. Pero eso era lo único que se podía hacer ya con respecto a esa pobre muchacha: vengarla. Aunque fuera con un recurso tan inútil, para los mafiosos del Este, como meterles en la cárcel unos cuantos años. Porque para ellos, la cárcel no era un castigo, no, sino un sitio aparte en el que aprender y seguir haciendo contactos. Una especie de reformatorio para adultos en el que ser visitados por sus amantes y descansar de su violento frenesí. Y tampoco le tenían tanto miedo a la muerte, que daban prácticamente por garantizada, desde el primer día que se involucraban en una organización de tales características. La verdad era que no se trataba de personas normales que se rigieran por criterios normales. La verdad era que se podía esperar de ellos cualquier cosa y estaban satisfechos de demostrarlo.