El Patrón de la Casa intentaba olvidarse del susto de esa tarde, de todas sus preocupaciones, antes de reunirse con sus amigos para celebrar la vida. La regalada vida de patricios que se pegaban, cada día del año, por gracia de Dios o de los Dioses, pero esto no significaba que no se vieran también alcanzados por la pena. Esa misma mañana, sin ir más lejos, con una punzada de dolor, Víctor había encontrado un extraviado juguete de su hijo que reconoció enseguida. La pérdida de un hijo era terrible y marcaba no solo a las madres, sino también a los hombres que tenían la mala suerte de enterrar vástagos que se iban antes de tiempo. Un castigo de los dioses que Víctor había sentido en sus carnes por varias veces hasta que un día también su mujer, la oficial, murió sin haberle dejado descendencia. De eso hacía ya varios años, pero no era la sucesión lo que más le preocupaba, asegurada por la progenie de su hermano menor. Lo que le quitaba el sueño era el hecho de haber llegado a los treinta sin tener una familia creada por él a su alrededor. Y era una carencia de la que ningún placer del mundo podía consolarle, aunque ya estaba en vías de ponerle remedio al asunto con la favorita del harén.
¿Cuándo engendraría nuevos hijos o, mejor dicho, reconocería en público los que tuviere? No era improbable que cualquiera otra le entregase un heredero, mucho antes, debido a su imparable frenesí sexual, que Serena le reprochaba casi a diario. Una situación que también generaba inevitables tensiones con el servicio y los colonos, con cuyas amadas hijas o novias se acostaba y cuya mansedumbre tenía un final no tan fácil de adivinar. ¿Hasta qué punto tolerarían los escarceos amorosos de su patrón quienes se afanaban de sol a sol para mantenerlo en su trono? Y a Serena le daba miedo que un buen día se tomasen venganza en ella misma, puesto que su hermano era viudo y a nadie en el mundo quería más que a ella.
Un día de éstos me cobrarán en mis carnes lo que haces tú con las tuyas, hermano, pero a ti sólo te importa pasarlo bien.
Y Víctor callaba ante estos argumentos, claro, pues en verdad que poco se podía reponer. De hecho, sospechaba cada vez más si no estaría llevando en el pecado la penitencia, pues había enterrado a varios vástagos cuando apenas empezó a amarlos.
A veces me pregunto si Serena no tendrá razón y al final, como castigo por mis faltas, su Dios me está castigando donde más puede doler. Si así fuera, ¿quién dudaría que es un Patrón muy eficaz, que sabe elegir bien las debilidades de sus inferiores?
De cara a los demás, sin embargo, Víctor no se permitía dar ninguna imagen de debilidad. Y así es que fingía que las desdichas familiares no le afectaban, entregado sin límites a la caza y el sexo, aunque no conseguía encontrar su plena satisfacción en ningún entretenimiento y entonces le invadía una gran sensación de soledad. De hecho, sin ir más lejos, algunas concubinas o amantes ocasionales fingían placer cuando yacían con él en la cama, para agradarle, pero Víctor se daba cuenta y rechazaba estos comportamientos tan serviles. Por regla general, no le gustaba que le dorasen la píldora y mucho menos en esa situación: después de todo, no hay nada peor en la vida que la falsedad y, además, para él no tenía sentido.
¿De qué sirven los tabúes y las lisonjas sino para engañarse a uno mismo y dejarse engañar? La verdad es lo único que tenemos.
Esto sí que lo aprendió muy bien de su padre, hombre pragmático donde los hubiera. Y es que al viejo Asturio no le importaba en absoluto que lo halagasen, para qué, si eso no te saca de ningún peligro en la batalla. Lo que él apreciaba y su hijo también, en cualquier hombre o mujer a su servicio, era su propia valía personal. Que la gente a su cargo cumpliera con su cometido sin esperar tanto la medalla o el castigo, sino que fueran ellos mismos y diesen lo mejor de sí mismos. Pero era muy difícil evitar ese tipo de comportamientos cortesanos cuando Víctor o su padre se constituían en auténticos emperadores. Nadie les iba a reprochar nunca ninguna decisión que tomasen dentro de sus propios dominios y tenían potestad para matar a cualquiera en cualquier momento, pero no dejaban de ser hombres de carne y hueso.
En la cama no se debe fingir, ¿entiendes o no? Además, en todo caso, soy yo el que debe disfrutarlo, así que está de más el teatrillo.
Esto recordaba siempre Víctor a toda moza que tuviera ocasión de compartir con él esos momentos, pero a la hora de la verdad resultaba una debilidad bastante lógica. Porque no debía ser nada fácil negarle nada a alguien tan poderoso.
Esto es una falta tan grave que se merecería unos buenos azotes, pero no con la vara: con la mano bastará, explicaba Víctor, a estas mujeres, aun con una sonrisa tranquilizadora. Pero que no vuelva a ocurrir, ¿de acuerdo?
Sin embargo, algunas de estas concubinas se atrevían a replicarle:
¿También debo disimular cuando me lo esté pasando bien y poner cara de disgusto?
Eso ya lo sé adivinar yo, no te preocupes.
Pero era inútil insistir. Sus cortesanos se empeñaban en consentirle todo hasta extremos demasiado serviles. También en otro momento que le daba incluso más rabia, si cabe: cuando se dejaban ganar a cualquier juego de mesa. Pero esto ya era lo último y sus broncas de represalia hacían retumbar la casa.
Pero, Patrón, le replicó uno un día. Tampoco es fácil ganar contra quien tiene a cientos de hombres armados a su servicio.
¡Pues si tienen los mismos cojones que tú no deberías preocuparte! ¡Me estás tomando por tonto y no creo que eso sea la mejor manera de complacerme! ¿No crees?
¡Una cosa es adularme y otra ser el único hombre libre entre tantos esclavos! ¡Y eso que luego os gastáis muy mala leche a la hora de criticarme por los pasillos, desgraciados, que no soy ningún tonto!
Eso sí que era lo peor de todo. Y si se atrevían a hacerlo era porque ignoraban hasta qué punto contaba con información privilegiada en cada rincón del servicio y hasta del campo circundante. Pero Víctor prefería no castigar tan de frente a estos desleales, para no levantar tanto la liebre, sino fustigarles con comentarios que parecía que no venían a cuento, pero que eran para que ellos los escuchasen.
Algo que hizo mucho tiempo, por ejemplo, con una sirvienta poco agraciada a la que nunca llevó a su cuarto para nada, pero que se atrevió a comentar por ahí ciertas cosas sobre sus atributos masculinos, los cuales nunca jamás vio. Y era por eso que siempre que aparecía ella por algún sitio, aunque no viniera cuento, Víctor se apresuraba en comentar frases de este estilo:
Discúlpame si no voy a cazar contigo, pero es que mi lanza es tan corta que volvería sin remedio con las manos vacías.
Y ella bajaba la cabeza y se sonrojaba, como confirmación de su delito, pero al Patrón no le costaba perdonar estas cosas. Después de todo, era inútil, pues la mitad del servicio y en especial el femenino conocía perfectamente cómo era el cuerpo de su patrón.
Y a otro servidor que presumía de poder gobernar la Casa mucho mejor, si hubiera nacido en su cuna, lo castigaba con constantes preguntas sobre éste o aquel asunto, pero ignorando siempre sus respuestas o dándole la razón como a los tontos.
Y era por eso que prefería a Cazador sobre todos los demás: el hijo de una esclava que, sin embargo, era de los pocos en la Casa que tenía las agallas de ser honesto con él y contestarle lo que pensaba. Un valor que también demostraba en hechos tan claros como la cacería de esa mañana, en la cual estuvo a punto de perder algo más que la pieza o el caballo. Porque Mayordomo también era otro verso suelto que se atrevía a replicarle, pero ni mucho menos con la misma sabiduría que el otro. Un simple capataz que era necesario para ejecutar un trabajo desagradable y al que había que controlar muy de cerca, a la vez, para evitar que desatase el mismo una verdadera rebelión. La cuestión era hacerse a respetar y que no lo tomasen a uno por tonto, pero con cuidado de recurrir al castigo físico lo menos posible. En especial cuando había mala cosecha y los estómagos menos llenos daban más alas al temperamento de los humildes.
Conmigo tenéis orden y pan, les recordaba, tan a menudo como surgiera la ocasión. Y si hay quien se queja a mis espaldas, allá ellos, pero no os dejéis confundir: aquí se practica la justicia y sólo se es duro con quien pide dureza. Lo que quieren esos bandidos es engañar a más gente para que se pierdan todos juntos en una huida sin final por el monte, pero en esta casa no engañamos a nadie. El que quiera trabajar, tendrá trabajo. Y tierra de sobra para él y su familia. Y el que quiera palo, tendrá palo. Y no hay más.
Grandes aplausos solían seguir a estas palabras, casi siempre iniciados por los mismos incondicionales, pero que luego imitaban todos. Pero si algo admiraba Eugenio de su Patrón era esa capacidad política de prometer a esos desheredados lo que nunca podía darles. Ni más ni menos que tierra en abundancia, parecía una broma, pues si acaso la daba sólo en alquiler o cobrando una protección que era en todo caso muy alta. Pero es que los Próculos no regalaban nada y menos tierras, sino que ellos sólo recibían las de los demás.
Os aseguro que todos esos desleales y bandidos, que viven a costa del sudor de los demás, pagarán con su sangre la sangre por ellos derramada.
Y esto lo dice quien apenas ha sudado nunca, pensaba Eugenio, eso sí, fuera del esfuerzo que le supone el tirarse a todas las muchachas que se le ponen por delante.
Pero a él mismo no le dejaba esperanza alguna de hacer lo propio con su hermana, Serena, a la que Eugenio también quería más que a nada en el mundo.
A Eugenio no se le escapaba nada de lo que sucedía entre esos muros que lo vieron nacer y criarse, junto a su hermanastro, mezclados y también revueltos con la aristocracia de los Próculos. Personas de carne y hueso, al fin, cuyas debilidades y preocupaciones conocía bien el Cazador. Para él era evidente, por ejemplo, que el General Asturio no tenía por predilecto a Víctor ni mucho menos. Si lo escogió para prepararlo como heredero, más que por ser hombre, fue por el temor que en el fondo le inspiraban las admirables virtudes de su hija superviviente. Porque Serena podía igualar en valor a Cesaro y en templanza a Víctor, pero tenía el defecto de que también y sobre todo era justa. Una auténtica justiciera. Y eso es lo que no se puede permitir nunca en un cacique que tiene que gobernar a los suyos como si no los conociera de nada. Pero el amor y la sincera lealtad que inspiraba en la gente resultaba para el General, en términos sucesorios, una verdadera amenaza, porque creía capaz a Serena de iniciar ella misma y por otros medios la misma revolución los descontentos en general y los bagaudas perseguían desde hacía tanto tiempo.
En cierta ocasión, por ejemplo, mientras Eugenio ayudaba a Serena a atender a los más necesitados de los contornos, inclusive en la curación de personas que no eran ya útiles para el trabajo más duro, en General no pudo contener una carcajada.
¡Mirad esto! Dad las gracias a los dioses de que tenemos a mi hija y su ayudante para salvarnos a todos con sus buenas obras, no está mal, si al final de todo ellos tienen razón y resulta que nos vamos a encontrar con un Dios tan justo.
Casi todos sus acompañantes rieron, pero la Serena no le importaban tanto estas situaciones humillantes y seguía a lo suyo como si nada. Siempre fiel a lo que ella creía que era su deber y demostrando ese verdadero carácter de un líder que no necesita la aprobación de nadie.
Otra vez ocurrió que su padre, el todopoderoso General, escogió a una chica muy joven del servicio y la quiso convertir en su amante. Pero algo debió notar Serena en la actitud de la muchacha cuando la hizo desaparecer de la Casa, con una excusa tonta y poniendo ella misma los medios para alejarla sin remedio y para siempre de las tentaciones paternas. Y el mismo Eugenio actuó para hacer posible este traslado, de forma segura y efectiva, sin que los omnipresentes ojos y oídos de Asturio pudieran advertir nada a tiempo. Pero ahí sí que el General montó en cólera y maltrato en público a su hija, hasta el límite que le permitía el amor tan profundo que la tenía. Y el servicio contempló admirado la entereza de una frágil muchacha que, sin embargo, las tenía mejor puestas que el más valeroso de los soldados de su padre. Porque nadie se había atrevido jamás a oponerse a los mandatos de tan fiero Señor y sólo el Cazador se atrevió a menearse cuando la abofetearon enfrente de tantos. Y uno de los guardias lo tuvo que enganchar por el cuello, justo a tiempo, cuando el valedor de Serena ya daba algún paso al frente:
¡Quieto ahí, hombre! ¿Quieres que te maten o qué?
No iba desencaminado. También él mismo tuvo que compadecer, ante el temible tribunal, como él mismo se temía después de la azarosa maniobra.
Pensaba que no hacía falta poner un cartel en cada pasillo, Cazador, pero es a mí a quién tienes que obedecer y no a nadie más. ¿Te enteras o no?
Pero yo no te he desobedecido, Señor. Hacer semejante cosa sería una locura.
Y, ¿cómo le llamas tú a ayudar a la señorita Serena a sacar de la casa a una criada? ¿Acaso no es eso desobediencia y traición?
Yo he hecho lo de siempre: escoltar a la gente honrada que pasa por estas tierras y asegurarme de que no hay emboscadas por el camino. ¡Si eso es ser desobediente!
¡No seas atrevido! Aquí las cosas son o no son según te las digamos nosotros, continuó el sumiller, pero el General no le dejó seguir.
Déjalo tranquilo ya, dijo el Señor. A fin de cuentas, ya sé quién es la responsable, que es tu verdadera patrona. ¡La jefa de todos vosotros, los rebeldes! Hala, ya puedes irte a seguir con tus cometidos.
Eugenio se marchó, pero quedaron en la sala oídos fieles que luego le contaron la siguiente conversación, habida entre el Patrón y su Mayordomo.
Creo que lo mejor es que te deshagas de este aprendiz de perro de presa, mi Señor, antes de que te pueda demostrar todas sus habilidades.
Tal vez tengas razón, nunca se sabe, pero algo me dice que actuar así sería un gran error. Después de todo, si empiezo a quitarme hombres por ser demasiado habilidosos, ¿con quién me voy a quedar al final? ¿Con el batallón de los torpes?
Ésta era, tal vez, la gran virtud del viejo General. Su practicidad de soldado. Lo que le valiera para ganar la guerra era bueno y lo contrario, como los aduladores y cantamañanas, eran despedidos de su lado con bastante facilidad. ¿Habría llegado ahora el momento en que su hijo, un Señor no menos práctico y más unido a él, lo encumbraría adonde Eugenio se sabía merecedor?
Claro que sí: tu hora ha llegado, le susurró Serena, abrazada con discreción a su espalda. Nuestra hora.
Eugenio apuró el último trago de cerveza, elixir de los humildes, antes de encaminarse hacia el salón. Y no más como empleado, para cualquiera cometido trivial, sino como invitado de honor en el banquete, aunque el mayor privilegio de todos lo tenía asegurado como consentido de la Patrona.
Veremos qué pasa, Serena. Tú eres demasiado optimista.
¿Después de lo que has hecho? ¡Podría pasar cualquier cosa! Tal vez todo cambie esta noche si Dios quiere, ¿no crees?
Eugenio se encogió de hombros. Había crecido en una sociedad de castas y no se hacía tantas ilusiones, en verdad, sobre cambios tan radicales. Serena era la hermana de su Señor y, por tanto, igual a éste en dignidad, aunque el poder allí lo ejercían los hombres. Casi siempre era así. Y eso que Eugenio siempre miraba adelante y así apareció en el salón, decidido, vestido como un príncipe con su nueva túnica, que contrastaba con sus ojos y piel oscura. Y entonces, cosa inaudita, Víctor se levantó y pidió silencio a los presentes, nada menos que para anunciar a un inferior como él.
Hoy ha sido un día para la amistad y el disfrute, pero también para las hazañas y algunas buenas lecciones. Así lo fue, al menos, para mí. Y si no es habitual que la palma se la lleve un batidor, como sabéis, porque un hombre no es igual a otro por nacimiento, también es verdad que hay cazadores mejores y peores. Y el valor no entiende de oficios, amigos, como tampoco la lealtad.
Y con una seña, hizo venir a Mayordomo, que portaba un hato de lino que Víctor desenvolvió ante todos. Un momento en que las miradas de los dos servidores se evitaron y Cazador empuñó el regalo, que resultó ser una hermosa espada.
Es costumbre en los ejércitos que el General reparta armas entre sus hombres mejores y premie las honrosas heridas con collares. Y en los tiempos que corren, un General no puede permitirse dejar sin recompensa al soldado que la merezca. Cuanto más escasea la virtud, con más razón debiéramos agradecerla. Y los tiempos de escasez, como son los que vivimos, no pueden servir de excusa para la ingratitud. Para dejar sin premio las conductas valerosas. Toma, por tanto, esta espada, Eugenio el Cazador, con tu nombre inscrito en ella. Por este día, por todos los días, te doy las gracias.
Víctor posó el arma entre sus manos. Toda una escena épica que recordaba a cuando el anterior Patrón, el temible General Asturio, regresaba de sus victoriosas campañas contras los vecinos astures y cántabros. Y solía condecorar a sus mejores hombres allí mismo, a la vista de todos, para estimular el valor en los demás, aunque a Eugenio no le gustaba acordarse tanto de aquello. Más prefería, sin duda, la presencia cercana de Serena, que fue quien se acercó entonces.
Eugenio: te entrego este collar como premio a tu lealtad, le dijo. Y rodeó su cuello con una dorada gargantilla. Que sea esa lealtad la única cadena que te una a nosotros. Y siga siendo la protección de nuestra gente el primero de tus deberes. Gracias por salvar a mi hermano.
Gracias, Señora, dijo él, arrobado ante tantos honores. Señor.
Más de una vez, los potentados lo habían llamado para compartir con ellos sus cenas, a fin de debatir con él aspectos de un oficio que a todos entusiasmaba. Porque en la caza, como en el sexo, todos los hombres querían sobresalir, pero era él antes que muchos un verdadero maestro. Y ese día en cambio era distinto y se le había reservado un lugar de honor entre los invitados, que no eran sino auténticos potentados de los contornos. Por ejemplo, el vecino terrateniente, Cornelio, de riqueza comparable a los Próculos y amigo de Víctor, aunque de una soberbia mucho mayor. O el mismísimo Obispo de Palencia, cada día más influyente, pues el número de los cristianos no dejaba de aumentar por todas partes.
¡Quién tuviera un siervo como Eugenio! No sólo es el mejor cazador de toda la comarca, sino que encima te salva el pellejo, decía Cornelio. ¡Y arriesgando el suyo en el empeño! Otro en su lugar se hubiera sentado a mirar, a una prudente distancia, mientras el jabalí te despedazaba. ¿Qué más se puede pedir?
Bueno. Es hermoso, según dicen, aunque me placería más si fuese Eugenia y no Eugenio, bromeó Víctor, que causó la hilaridad de todos. La verdad es que estamos contentos con él, Cornelio. Siempre lo hemos estado.
¡Si fuera Eugenia, Víctor, este banquete sería el de tu entierro! Pero es de bien nacidos ser agradecidos y a todos nos complace que se premie a un empleado como Eugenio. Y por eso alzo mi copa, también: por unos señores tan honorables como generosos, ¡hurra por Víctor y Serena!
¡Hurra!
Aún no he terminado, dijo Víctor. Porque he decidido que Eugenio será del todo libre desde hoy. Y no precisara de mi permiso para casarse y tendrá la mujer que desee.
Era el momento tan deseado, desde hacía tiempo, y los ojos de Serena chocaron con los suyos. ¿La mujer que deseara?
Gracias, mi Señor. Por de pronto, seguiré siendo fiel a esta casa, desde ahora como liberto tuyo.
Pero Víctor no daba puntada sin hilo, Eugenio lo sabía bien. Y si le hacía semejante homenaje, estaba claro, cualquier servidor se dejaría apuñalar en adelante con tal de merecerlo. Pues era éste un derecho que incluía, para empezar. el que ese servidor no tuviera que compartir a su mujer con el Patrón, como pasaba tan a menudo, dentro y fuera de la Casa. Pero estaba en juego una guerra ya inminente, contra varios enemigos a la vez, en la que el propio Víctor estaba empeñado hasta las cejas. Porque el Ejército del César se encontraba dividido y era obvio que se avecinaba una guerra civil, mientras que por todo el país se multiplicaban como setas las bagaudas. Las luchas internas, también, entre patronos y servidores, como le pasaba al mismo César con su familia y generales. Un tiempo confuso que precisaba de servidores de confianza.
Está claro que me necesita, pensaba Eugenio. Necesita como nunca rodearse de fieles lugartenientes y no sólo de Mayordomo, que es tan odiado por el servicio.
Era una jugada hábil, desde luego. Y al compadrear con el Obispo ante la concurrencia, ante un servicio que ya era en su mayoría cristiano, daba la impresión a todos de ser bendecido por éste. Aunque no hiciera ni caso de ninguna norma impuesta por el cristianismo, pero era todo política al final. Y es que la visita más celebrada de la jornada, de hecho, había sido la del Obispo. Las casas ilustres se habían convertido en auténticas islas de paganismo, los últimos rebeldes en el ya extenso océano de los fieles a Cristo, pero una gran parte del servicio se habían bautizado en secreto. Más bien a espaldas al Señor, para no contrariarle demasiado, aunque éste lo toleraba sin problema. Porque le daba lo mismo, en realidad. Y mientras, otros, los menos, se confiaban a la protección de su piadosa Dueña, Serena, o se mostraban en libertad como eran. Aun a sabiendas de que esta circunstancia les alejaba un tanto de recibir cargos y premios, por parte de su pagano Señor. De hecho, el Obispo se sentía con suficiente fuerza como para reprocharle a Víctor, en su propia Casa, que tuviera tantas concubinas.
Una concubina, no más. Esto os concedo, decía el Obispo, a sabiendas de que los señores nunca se aplacarían con una esposa de conveniencia. Y Víctor no dejaba de escucharle, por complacer a la mayoría cristiana de su Casa y a su hermana, aunque se mantuviera tan pagano redomado como su padre, el temible General Asturio. Un pagano mucho más convencido y que tan malos recuerdos le traía a Eugenio.
Una concubina, sólo, repitió Víctor. ¿Cómo tus sacerdotes? Pero no sabría con cuál quedarme y la verdad, querido Obispo, las necesito a todas. Tengo una por cada desafuero que me causan mis siervos.
Más bien, creo que tienes un desafuero por cada mujer que arrebatas a su legítimo dueño, me temo, por muy esclavo que sea.
Eso que has dicho suena subversivo, respondió Víctor. Y en venganza, te diré que seguiré siendo pagano, porque Júpiter o Mitra no me resultan tan insidiosos. Y ellos sí me dejan tener varias concubinas.
Es inútil, Padre, decía Serena: se obstinan en ofender a Dios con sus pecados, pero no saben lo que hacen. ¡Tenemos que rezar mucho por sus almas!
Eugenio estaba de acuerdo con eso. Los Próculos y sus amigos más próximos eran paganos redomados, anclados por lo general en una manera de pensar arcaica como era pretender vivir en Roma, pero sin Roma. Y así pretendían vivir en su propia Roma. Disfrutar de la civilización, sí, pero lejos de cualquier ciudad. Para que nadie molestase su tiranía local ni cuestionase sus decisiones. Y se justificaban en que los gobiernos de las ciudades eran corruptos, que lo eran, pero es que ellos no tenían ninguna necesidad de corromperse. Porque ya eran ellos los que mandaban, en esas haciendas y palacios, los cuales eran grandes como colonias[1]. Y hacían lo que les daba la gana hasta el punto de que sólo el miedo a la ira popular les contenía de celebrar, como en los viejos tiempos, combates de gladiadores y fieras, llevados a cabo a costa de su propia servidumbre. De hecho, trataban el asunto de las bagaudas como si fuera una plaga del campo más que atajar. Sin miramientos. Pero siempre mediaba ese miedo a que cualquier exceso o error, cometidos ante su propio servicio, prendiera en sus haciendas la siempre temida rebelión.
Eres demasiado perfecta, Serena. Virtuosa y bella, ¡una esposa ideal! Pero tuviste que ser cristiana, se quejó Cornelio.
Luego mejor esposa seré. ¿Quién mejor que una esposa creyente para fundar un buen hogar? Y los empleados trabajan mejor cuando se sienten protegidos y en paz, por más que vosotros os empeñéis en el palo.
El palo es necesario, dijo Cornelio. Ser cristiano, al final, es renunciar a todo lo que es bueno y saludable. ¡Es tan aburrido! Repudiáis todos los placeres, reconócelo, hasta el amor y el vino. ¿Qué vida es esa?
Pero es por vuestro propio interés que deberíais convertiros. Dios os ofrece la Vida Eterna, morar con Él en el Cielo, mientras que Júpiter os condena al Infierno después de esta corta vida. A un vagar subterráneo sin esperanzas. Y así ha de ser con él siempre, claro, puesto que el tal Júpiter no es otro que el mismo Demonio.
¡La vida sin concubinas ya es un Infierno! ¿Para qué esperar al Cielo, si ya sufriremos esa penitencia en la Tierra? Yo no sé vivir sin mis mujeres, Serena, me pasa como a tu hermano, aunque estoy dispuesto a cambiar por una hembra virtuosa como la que comentabas.
La vida dura un tiempo, Cornelio. ¿Qué esperas después? Adonde tú vas, ninguna mujer puede seguirte. Si te mueres, se acabó: se te fue tu mejor amigo. En cambio, si sigues a Cristo, Él nunca te abandonará. Vivirás para siempre, piénsalo.
Pero al joven Patrón no le convencieron estas palabras.
Acuérdate de Flavia, hermanita. A ella no le salvó su fe, dijo Víctor. Se refería a esa inolvidable hermana de ambos, a quien Eugenio tanto amase también, que murió hacía ya años. Arrancada muy joven y en vida aún de su padre. Y era obvio que una flecha se había clavado en el corazón de Serena, al escuchar el nombre de su nunca olvidada hermana. Tan obvio como que algunas heridas estaban demasiado recientes como para haber cerrado ni apenas un poco.
No os preocupéis, que estoy bien, afirmó, al reponerse y secarse las lágrimas. La nostalgia no es tan mala si podemos revivir lo bueno que hemos pasado.
Pero un torrente de lágrimas seguía derramándose, sobre su copa y hasta por su muñeca, al intentar contenerlo sin éxito. ¿Cuándo sanarían las viejas heridas, se preguntaba, si Dios mismo no lo permitía? Tampoco era ningún secreto que Víctor tenía las suyas propias.
Y tu Dios tampoco salvó a mi mujer, que la tierra le sea leve. Porque tu Dios es como los míos, Serena: no puede salvarnos de la muerte. Así de limitado es su poder.
Eso es lo que tú crees, puesto que eres incapaz de apartar tus ojos de la carne, pero tras la carne está la verdadera vida. Y en esa otra vida me encontraré con Flavia y todo volverá a ser como antes. Para siempre.
Cornelio aprovechaba la tesitura para lanzarle sus tientos a Serena, de la que no era un secreto que se sentía atraído. Un influjo que no se limitaba a la dote que podía ofrecer la moza, puesto que la hermana de su Señor era bella y de un carácter tan interesante como poco común.
Es un hermoso anhelo, Serena: volver a ver a los nuestros en la otra orilla. ¿Lo crees realmente?
Sí, lo creo.
Pues te admiro por ello. Yo sería incapaz. Y ahora, dime una cosa, Obispo. Dicen que ese Dios vuestro es el Dios de los pobres, pues que no reconoce vasallaje sino a sí mismo y a su Iglesia. Pero, siendo así, ¿qué hay de los esclavos? Muchos ciudadanos con patrimonio, al convertirse, liberan a su gente. Y con este mal ejemplo, otros servidores se envalentonan, porque se creen con derecho a lo mismo. ¡Ése y no otro es el verdadero origen de las bagaudas!
Es muy loable por su parte que los señores confíen en sus hombres y les den la libertad. Y muchos se quedan al lado de sus dueños tras ser emancipados, como Eugenio ha afirmado. Ambos son signos de amor fraterno entre los hombres y agradan mucho al Señor.
Y tú, Serena: ¿qué harías tú si mandases esta casa?
La pregunta de Cornelio venía envenenada y ella dudó un momento. Y dirigió su mirada al Obispo, en busca de apoyo, mientras pensaba qué decir.
Habla con libertad, hija mía: si te preguntan, debes contestar.
Mi hermano es quien manda esta Casa. Y yo rezaré porque siga haciéndolo con salud y por muchos años.
Una buena respuesta, reconoció Cornelio.
La tenemos bien enseñada, dijo Víctor. ¿Qué te creías?
Bueno. Conociéndola, yo esperaba una respuesta más franca.
Ya lo he dicho muchas veces, alegó ella: a los ojos de Dios todos somos libres, no importa cómo hayamos nacido. Y si no hemos de liberarles, al menos deberíamos tratar bien a nuestros empleados. Con justicia.
¿Justicia? Si trabajan tienen un plato de comida y lumbre para dormir. Si no, reciben varazos o un jergón en la puta calle. Eso es justicia, afirmó Víctor.
La justicia de la que yo hablo no requiere de crueldad.
A Eugenio le maravillaba que unas mujeres tan sublimes como Serena o Flavia, que en paz descansara, hubieran salido de la misma materia que unas bestias sin entrañas. Ni más ni menos que de Asturio, el antiguo Señor, que era el padre de los actuales y que fue un auténtico ogro. Y el heredero de su látigo y su furor, Mayordomo, odiaba con razón a Eugenio. Porque le consideraba un rival en el favor de sus dueños, cuánto más después de esa tarde. Y es que Mayordomo era libre de nacimiento y guardaba esperanzas, por tanto, en su corazón, de llegar a ser algo más que un empleado en esa Casa.
¿Qué opinas tú, Eugenio? ¿Crees que se os trata con crueldad, en esta casa?
Los ojos de Víctor se clavaron en los suyos y Eugenio buscó, en su mente, la respuesta más sabia y creíble.
Crueldad no, mi Señor. Yo más diría severidad, cuando las cosas no se hacen bien, pero tampoco estás en posición de ser un blandengue.
¿Dirías que tu hazaña de hoy, con el jabalí, fue una intervención divina?
No lo sé, Obispo. Yo diría que a buen seguro fue porcina, contestó, y se desató un coro de risas, pero el chiste de Eugenio no agradó a Serena.
Y hablando de cerdos y revoltosos: ¿qué se oye del Usurpador[2]? Dicen que su hijo sigue intentando forzar los Pirineos, pero esos dos hermanos[3] le tienen bloqueado allí. Y, por cierto: ese hijo de puta antes era monje, por cierto, pero el cabrón de Usurpador le sacó del monasterio para hacerle su General. ¿Qué piensas tú de eso?
Pues que no se ha de quitar a Dios lo que es de Dios, por más que sea su padre, respondió el Obispo. Y eso lleva su castigo, claro, como cuando otros le quitan a un hombre su esposa.
¡Estupendo! Ojalá sea pronto, para que esos dos hermanos puedan descansar, dijo Cornelio, que ignoró esa última pulla del Obispo. Todos los veranos reciben acometidas desde la Galia, para forzar los Pirineos, pero ellos siempre los rechazan. ¡Se merecen un gran premio del César, esos valientes!
Lo que se merecen es más hombres, dijo Víctor. ¡No puede ser que dos señores salven a toda España a sus expensas, como si los Pirineos fueran su finca particular! Las cosas no son así. Y todos los potentados deberíamos tomárnoslo más en serio, mandarles más recursos a esos hermanos, antes de que su defensa heroica se venga abajo y nos toque ir a nosotros.
¿Enviar más hombres? ¡Si les hemos enviado medio centenar, entre los dos, sólo este año!
Pues no es suficiente, parece. Nunca lo es. Y el César tiene las manos atadas, con el Usurpador haciéndose fuerte en la Galia. Pero los teodosianos tenemos el deber de defender España, como hubiera hecho mi buen padre, y los Pirineos son el lugar indicado para hacerlo. El único lugar. Si los hermanos caen, olvídate: el Usurpador podría…
No terminó la frase. Víctor sabía que su servicio, que todos sus criados y trabajadores, estaban hambrientos de ese tipo de noticias, y no era bueno que estuvieran tan informados. Después de todo, para tomar las decisiones estaban ellos, y la camarera que les servía tenía la oreja tan puesta como el guarda de la puerta o el cocinero. Y las malas nuevas lo único que conseguían era desmoralizar y soliviantar al personal.
Lo que hace falta es otro Asturio. Otro gran General como mi padre, dijo Víctor, que aplaste a los bárbaros y nos traiga la paz.
Ya tuvimos a Estilicón[4], pero nuestro paranoico César decidió ejecutarlo. Y ahora llora, cómo no, pues se ve rodeado de verdaderos enemigos. Pero joderse toca.

*Mapa del Norte de España y en concreto, la región aludida en el relato. La ciudad cántabra de Julióbriga (1), donde sirve el hermano de los señores (Cesaro). Y Lacóbriga (2), el actual Carrión de los Condes, población muy próxima a la Casa, junto a la estratégica carretera hacia las Galias. Una ruta que enlazaría la actual León, que aquí es nombrada como entonces, Legión (3), con Pamplona (3). En Legión, se acuartelaba la Legión VII Gémina. Y Pamplona estaría cerca de los pasos pirenaicos donde resisten los dos hermanos teodosianos. Al otro lado, en el Sur de la Galia, estarían ya los pueblos bárbaros y las tropas de Usurpador. Y toda la zona mostrada estaría bajo el rango de acción de las bagaudas o guerrillas. Señalo también el emplazamiento de Castro Urdiales (5), cerca ya de Bilbao, para situar al lector.*
Los Próculos pertenecían al llamado Clan Teodosiano: una parte de la aristocracia hispana que había apoyado a Teodosio o tenía parentesco con él, el último gran César y tan español como una gran parte de la élite que le puso en el trono. Como el actual César, Honorio, que era el primogénito de Teodosio. Y los Próculos mantenían aún su papel en eso, en apoyar a la Dinastía Teodosiana, incluso con grandes hombres de acción como había sido Asturio: un poderoso General que se había dedicado a proteger las minas de esa región. Un hombre fuerte en el Estado al que ahora Víctor intentaba emular, con la armada ayuda de su hermano menor, al que había aupado al liderazgo de una Cohorte en Cantabria. Pero a nadie se le ocultaba que faltaba brío, en la nueva generación teodosiana, y esto se notaba más en el propio César, cuyo poder estaba en más que franca decadencia.
Confiemos en el César, aunque cueste, dijo Víctor, aun sin mucha convicción. Ha prometido emplearse a fondo con todos los forajidos y lo hará, por su propio interés, en cuando tenga la ocasión. En cuanto haya acabado con Usurpador. También con los bagaudas.
¿Cómo lo llevas tú Víctor? Lo de las bagaudas, dijo el Obispo, preocupado también por esos rebeldes. No en vano el César era cristiano e hijo de un auténtico cruzado, como fue Teodosio, y defendía las fronteras de enemigos tan declarados como las bagaudas.
Por ahora, no me puedo quejar, dijo Víctor. Mi gente se mantiene leal y apenas hay deserciones. No en vano se les da un trato justo y comen todos los días, lo que es mucho decir hoy en día.
Eugenio disimuló, como su Señor, pues sabía que todos los terratenientes pasaban verdaderos apuros con tales enemigos, pero el Obispo insistía con sus pullas. Le interesaba que Víctor reconociera que se encontraba asediado, entre las bagaudas y el número creciente de sus empleados bautizados, pero el Señor sabía que el Obispo también tenía sus problemas.
Por lo que tengo entendido, estamos como vosotros con el asunto de los herejes, le contestó, siempre presto a una defensa adelantada.
Eso ha dolido, respondió el Obispo, con una sonrisa. Pues grandes eran los problemas de la Iglesia en la candente cuestión de una peligrosa herejía, el priscilianismo, que se extendía como un incendio por todas partes desde Galicia. Y es que eso sí que preocupaba más que los propios bagaudas, muchos de los cuales no dejaban de ser cristianos, rebeldes porque sus paganos señores los perseguían por su religión. Pero ya sabemos por nuestros antepasados que el Norte de España es dado a toda clase de rebeldías. Nada nuevo bajo el sol.
Así es. Ellos son los rebeldes y nosotros lo que tenemos que poner orden, ¿no es así? Los cristianos defendéis la existencia de un solo Señor y nosotros también: un Señor en cada parcela, explicó Víctor, siempre diplomático.
Pero sabes que no es lo mismo, respondió el Obispo, consciente de que el poder de la Iglesia se había acrecentado por generaciones, pero que necesitaban todavía de llevarse bien con paganos como eran esos terratenientes. No en vano habían crecido tanto los cristianos que su verdadera amenaza venía del surgimiento de un auténtico iluminado de entre ellos, un gallego llamado Prisciliano, cuya predicación había hecho tambalear los cimientos de toda la Iglesia universal. Y el resultado final era que unos y otros precisaban de hacer alianzas, porque ahí estaba el problema mayor de los bárbaros de la frontera. ¿Qué iba a ser de España, de todo el Imperio, si consiguieran cruzar en gran número? Pase lo que pase, amigos, debemos capear todos los temporales juntos. Por nuestro propio bien y el del pueblo
Por ahora tenemos paz, aunque las tierras de Víctor se ven menos afectadas que las mías por los bagaudas, dijo Cornelio. Por esto pienso que algo tendrá que ver tu Mayordomo en este milagro y que él también se merece un homenaje.
Desde que sirvo de Mayordomo, ningún siervo de mi Patrón ha escapado de esta Casa, afirmó el capataz, henchido de orgullo. No vivo, matizó, orgulloso como estaba de su brutal eficacia.
Bueno… Hubo uno que sí lo logró, ¡mal rayo lo parta! Aunque siendo como era, tan retorcido, no guardo esperanzas para él, dijo Víctor, que se refería a un famoso rebelde de la Casa. Pero cualquier día de éstos, espero, cualquier otro le dará su merecido, y sus huesos terminarán al borde del camino. No se puede vivir en el monte eternamente y mucho menos a costa de joder a los demás.
Se hizo un silencio incómodo, a continuación, cuando Víctor pareció recordar algo: que ese rebelde no era otro que el medio hermano de Eugenio. Su invitado de honor, al que debía su vida, pero que estaba vinculado de por vida a ese odiado forajido llamado Liberato. Un medio hermano de ambos, en realidad, cuando su más que probable padre era el viejo Señor. Ni más ni menos que el General Asturio, lo que constituía un vínculo extraño que unía a Víctor y Serena con Eugenio, cosa curiosa, por medio de este hermanastro que compartían los tres. Pero el muchacho salió demasiado rebelde para asumir que cualquiera Señor le doblegase, luego mucho menos un hermano mayor como Víctor. Y mucho menos para servirle como un vulgar criado, él, que era de la mismísima pata del Señor. El hijo ilegítimo de su favorita. Por eso hacía tiempo que se fugó de la Hacienda para nunca volver, claro estaba, salvo para tentar a otros empleados a la rebelión y la fuga. Y así seguía desde hacía años.
Por cierto, Víctor, hablando de desaparecidos. ¿Qué hay de tu hermano?
Se referían al hermano legítimo de Víctor y Serena, Cesaro, que era el menor de todos y que hacía ya tiempo que salió de la Casa.
Pobre hermano mío, se quejó Serena. Ése está todavía más perdido que vosotros, puesto que vive en ese país sin sol. Ese infierno montañoso, Cantabria, poblado por salvajes, que ni hablan nuestra lengua ni han oído hablar de Dios.
Así es. Cesaro sigue en el Norte, en Julióbriga[5], dijo Víctor. Merece la confianza de su Prefecto y manda más de cien hombres allí.
No hacía falta ser adivino para darse cuenta de que Víctor sentía su pecho colmado de orgullo por su hermanito. Un joven fatuo al que había encauzado en la vida tras la muerte de su padre, hacía años ya, cuando ambos eran jóvenes aún.
Salió bueno, pues, dijo Cornelio.
Salió valiente, más que nada. Ya le conoces. No ha cambiado mucho, en verdad, pero lo que tiene de arrojado y leal lo pierde por osado. Si fuera más disciplinado, más dócil, llegaría a General, pero Cesaro siempre fue un cabrón indolente. Ése es su problema.
¡Dale tiempo, hombre, que aún es joven! Seguro que hace carrera y acaba siendo como su padre: ¡otro General Asturio, joder, que es lo que hace falta! Pero, ¿por qué no le dices que nos mande más gente de allá, para trabajar en nuestras haciendas?
De los cántabros[6], sólo valen sus caballos y sus mujeres, porque ellos son un auténtico tormento. Si les metes en casa, es muy probable que acabes degollado en tu propio baño, pero con ellas es diferente. Son mujeres hacendosas, un tanto oscas tal vez, pero yo las prefiero así. Y son muy fértiles. Cesaro me ha enviado alguna remesa más, salteada con los caballos de esa raza de ellos, y estamos muy contentos con los resultados.
En ese momento, como era habitual cuando salía este tema, Serena pidió permiso para marcharse. Y pidió a Eugenio que le acompañase, cosa que los dos potentados agradecieron, puesto que así podían hablar sin tapujos de sus cosas.
¡Y te lamentabas de que Cesaro se llevase a tu favorita!
Sí, mi hermanito se llevó a la mejor y aún me duelo por ella. ¡En fin! Decía Marcial que las riquezas que entregues a otros, serán las únicas que realmente poseerás siempre, luego, cuánto más si es tu hermano.
¡No llores tanto! También te envía caballos y mujeres de Cantabria, para tus colonos y para la Casa.
Y yo le envío sus buenos dineros, también, pues la soldada se le va tan pronto le es entregada. ¡En fin! Es lo que tiene que sea el consentido de esta Casa, ¿no? Lo fue con mi padre y lo sigue siendo con nosotros, dijo Víctor, no sin un brillo de orgullo por ese hermano que medio crió.
La verdad, se le extrañaba hoy en la montería, dijo Cornelio.
Ahora es cazador de hombres.

*Cesaro era el hermano menor de Víctor y Serena. Tribuno de una Cohorte acuartelada no lejos de la Casa, en Julióbriga (Cantabria), Víctor soñaba con que hiciera una carrera brillante en el Ejército. Como el padre de ambos, el General Asturio. Y Cesaro enviaba a la Casa remesas de caballos, sal y cautivos, que su hermano le compraba a buen precio. En el retrato, nos aparece siendo aún un niño, mientras que en el otro mosaico (externo a la Casa, del yacimiento italiano de Casale) aparecen soldados de caballería como él.*
[1] Ciudades militares tipo Legión (León) o César Augusta (Zaragoza).
[2] Le llamo así al General Constantino, que se rebeló en Britania contra el César de entonces. No confundir con el Constantino que legalizó el Cristianismo, un siglo antes.
[3] Dídimo y Veriniano: dos jóvenes hermanos emparentados con el César de entonces, Honorio, a quien apoyaban en un sitio fundamental. Los Pirineos. Y defendieron esos pasos montañosos con fuerzas privadas, ante la debilidad de las tropas imperiales en España, formando un tapón que impedía la entrada en la Península del Usurpador (el General Constantino) y su hijo.
[4] En realidad, Estilicón sería ejecutado al año siguiente, precisamente por no tomar demasiadas medidas contra el Usurpador (el General Constantino).
[5] Una antigua ciudad fortificada, fundada por Augusto a la vista de la actual Reinosa. El emplazamiento era estratégico para controlar la entrada a Cantabria desde el Sur. Y un historiador romano dijo de ella que de las ciudades de Cantabria, sólo se reseña Julióbriga.
[6] Que a nosotros, que nacimos de celtas y de iberos, no nos cause vergüenza, sino satisfacción agradecida, hacer sonar en nuestros versos los broncos nombres de la tierra nuestra. Marcial.