Llegó un día en que los refuerzos enviados por su hermano, pagados a precio de oro por Víctor, llegaron por fin a la Casa. Una comitiva de jinetes armados que aparecieron en el camino, entre las brumas de esa tarde, convocados desde la cercana frontera de Cantabria. Y estaba claro que no era el pequeño ejército que el Señor esperaba, aunque su sentido de lo práctico le hiciera mirar el vaso medio lleno.
¿Cómo fue el viaje? Bienvenidos a los Campos Palentinos y bienvenidos a mi casa.
Los recién llegados desmontaron y su jefe se adelantó, para saludarle con aire marcial. Que siendo pocos, por lo menos, lo que enviaba su hermano eran soldados de verdad.
Encargaos de los caballos y dad de comer a estos hombres. Que no les falte de nada, ordenó. Son gente de mi hermano y han hecho un largo camino desde el Norte. Venid por aquí, amigos, que Eugenio os guiará a los baños. Os veré a la hora de cenar.
Y le hizo un gesto a su mensajero, que venía entre los soldados, y que le acompañó mientras la tropa seguía su camino hacia los baños. Pero el corto trayecto entre la entrada y el despacho se le hizo eterno, al Señor de la Casa, pues su enfado era imposible de disimular cuando cerró la puerta. Y quedó a solas con ese hombre de confianza, su emisario principal, que se sentó frente a la mesa delante de él.
He de suponer que no sois la avanzadilla de ningún ejército, ¿no es cierto? ¿Esto es todo lo que puede mandarme mi hermano o acaso tú no le informaste bien?
Tú lo has dicho, Señor. Tu hermano no puede enviar ninguna ayuda fuera de estos soldados que has visto: las cosas tampoco están nada fáciles allá arriba. ¡Si nada es seguro, imagínate, esas bárbaras montañas lo son mucho menos! A fin de cuentas, su cuartel es lo que es y no da para más…
¿Y acaso le importa más su condenado cuartel, a ese descastado, que la mismísima Casa de sus padres? ¡Esos hombres que traes apenas bastan para escoltar a un pastor! ¡Joder! ¿Es que se le ha olvidado la fortuna que llevo gastada para auparle y mantenerle en su puesto?
Su hombre de confianza se encogió de hombros.
Señor: si me permites opinar, creo que no ha tenido elección. Recibió con pesar tu petición de refuerzos, aunque dijo que la esperaba hace tiempo. En el Ejército son menos ajenos que nadie a cómo andan las cosas, pero por eso mismo no puede moverse de donde está. Las minas de Cantabria están a su espalda y si queda algo de romano, entre las Montañas y el Mar, es Julióbriga y la solitaria Cohorte de tu hermano. Todo lo demás en derredor no es sino un hatajo de salvajes que no reconocen ninguna autoridad, sino que esperan que los romanos nos demos la vuelta para apuñalarnos por la espalda. Y hasta donde sé, mi Señor, todavía puede ser que lo hagan. Por eso tu hermano precisa hasta del último hombre y los que te envía son a costa de un gran esfuerzo por su parte. Después de todo, no son suyos, sino del César. Y tiene por encima al Prefecto.
¡Sí, pero el último dinero que le di era para sobornarle, joder! En fin… Menos es nada, supongo. Y esos hombres: ¿qué saben ellos de por qué están aquí?
No mucho, en verdad, aunque sí lo imaginan. Saben que eres hermano de su Capitán y se suponen a qué les ha mandado. No hay tanta diferencia entre unas bagaudas u otras y tampoco están descontentos. Visto el lujo de esta casa, te lo aseguro: no echarán en falta el cuartel del que vienen ni los bárbaros que allá les rodeaban.
Bárbaros, nunca faltan, pero haremos que se sientan como en casa. Y fue una jugada muy hábil el enviarles con sus familias, desde luego: eso ayudará, pues de este modo no echarán a correr si la cosa se pone fea. Que sean pocos, sí, pero que al menos que se mantengan fieles.
Conociendo a tu hermano, Señor, nadie espera que contradigan una orden suya. ¡Si se les ocurre desertar y les encuentra, qué te voy a contar! Envidiarían la suerte de esos cántabros que crucifica a diario.
Su mensajero llevaba razón, pero el hecho era que seguían siendo pocos soldados para cuidar una hacienda tan grande. Y es que ni siquiera se fiaba de lo que tenía en Casa, sus hombres de toda la vida, pues uno nunca sabe lo que puede pasar cuando llega la temida hora de la derrota. El sálvese quien pueda de la anarquía, siempre tan temida por los que mandan. Por los que tienen mucho que perder. ¿Y si se volvían todos contra él y si le traicionaban, para robarle y abandonarle? Las noticias que llegaban por los caminos eran peores cada día: rumores cada vez más ciertos de que un gran derrumbe se avecinaba, en los Pirineos, por lo que ejércitos enemigos podían cruzar esa barrera en cualquier momento. Ejércitos formados por bárbaros, además, con todo lo que eso conllevaba.
¿Qué se comenta por ahí fuera de nuestro tema?
Nada bueno, Señor. El hijo del Usurpador ha cruzado los Pirineos con un gran ejército y han arrestado a los dos hermanos[1], a los que han enviado cautivos a la Galia. Y no se sabe qué ha sido de ellos. Y este ejército invasor, al parecer… Es impresionante. Tienen un gran contingente de mercenarios germanos y han venido para quedarse porque, además, le urge la prisa por derrotarnos: el Usurpador tiene miedo de que los teodosianos le hagamos una pinza y que le cerremos entre las fuerzas del César en Italia y las nuestras, desde los Pirineos, por lo que está muy dispuesto a golpearnos él primero. De ahí su prisa por avanzar.
Sí que son malas nuevas, sí. Si el Usurpador consigue entrar en Pamplona, se acabó. Lo íbamos a tener más que complicado.
Así es. Si cae Pamplona, que es nuestro gran baluarte en el Norte, nada les impediría invadir toda España. El César estaría acabado, al menos, en España, y desde luego que nosotros con él. Antes que él.
A Víctor no le hacía falta consultar el mapa de España que presidía ese despacho: una vez cruzados los Pirineos, el enemigo tardaría muy pocas jornadas en presentarse por allí. Los Campos Palentinos se encontraban a mitad de camino para ir a todas partes y la Casa era uno de sus premios más golosos.
¿Qué opina mi hermano? ¿Te ha mandado algún recado al respecto, sobre lo que he de hacer?
Lo que ya sabíamos, Señor: es preciso perseverar en la gran alianza de todos los teodosianos y de los que no lo son, también, pues si entra el Usurpador con su hueste de bárbaros… Todos pagaremos las consecuencias. Y el Ejército no está en condiciones de ayudarnos: si se alejan de sus cuarteles en el Norte, astures y cántabros se rebelarían en el acto. Y tendríamos guerra por delante, con Usurpador, y con estos salvajes por la espalda. Y las bagaudas bajarán de sus montes para saquearnos, por supuesto: los Campos Palentinos son la presa mayor de todos, y todos tienen puestos sus ojos en nosotros.
El Usurpador con sus bárbaros por el Este… Los cántabros y astures por el Norte… Y de remate, cómo no, las bagaudas de nuestro propio territorio…
Y la peor amenaza es el Usurpador, por supuesto.
Sí, lo sé. Pero estamos movilizando un gran ejército, privado, entre todos los señores de España. Y los teodosianos iremos al frente, cómo no. Si nos vencen, al final, no será porque no lo hayamos intentado.
Ir a la guerra se le antojaba a Víctor, rico y calculador como era, como un suplicio en el que además podía perderlo todo. Él no era del talante de acción y batalla de su padre, el glorioso General Asturio. Ni siquiera de la cuerda de su hermano menor, Oficial del Ejército y acostumbrado, como su buen padre, a guerrear de continuo. Pero lo más parecido a una batalla que había vivido Víctor en muchos años eran las cacerías humanas contra las bagaudas. Nunca había servido en el Ejército y su padre, que lo tachaba de flojo, no dudaba en abroncarlo ante toda la Casa.
Eres débil y todo es culpa de tu madre, porque ese preceptor tuyo te está haciendo débil y amanerado. ¡Tanto leer sólo sirve para eso, pero en la próxima campaña te vendrás conmigo! ¿Te queda claro? Prefiero que te mate un cántabro antes que permitir que te sigas ablandando como un maricón. ¡Ya está bien de tanta permisividad! ¡Que yo mismo me ocuparé de azotarte como al último de mis soldados hasta que aprendas!
Y así fue cómo Asturio se lo llevó a varias campañas, a lo largo y ancho de la carretera de Legión, y Víctor pudo probarse como soldado y matar a su primer hombre en combate. Porque era cierto que una cosa era matar a un enemigo en la guerra y otra distinta era hacerlo a sangre fría y en tu propia casa, como ya había ordenado a otros, pero Asturio se mostró exultante con este hecho tan importante para él, que demostraba que su hijo ya estaba listo para la vida y una vida de patrones. Y celebró esta hazaña con la tropa, en el corazón de Cantabria, como si hubieran capturado el botín más suculento. Todo ello mientras descargaban la ansiedad de la batalla con las cautivas, a las que harían a la fuerza nuevas familias: nuevas remesas de servidores para trabajar a destajo en sus tierras y no para destruirlas, como solían hacer esas tribus salvajes, que habitaban en tales territorios, si no se les imponía a ellos mismos un castigo ejemplar.
¡Es hora de enseñar a esta gentuza a respetar a los romanos y al César y hay que empezar por sus mujeres! Hay que domar bien a las bestias para que sean dóciles y, en especial, si son de raza montañesa. Ahora tendrán hijos que nos serán leales a nosotros.
Así se lo explicaba Asturio a sus hijos, pues Cesaro sí era más aficionado que Víctor a acompañar a su padre en estas salidas.Al viejo General no le importaba que sus hijas se hubieran hecho cristianas, pues hasta lo veía conveniente de cara a la mayoría cristiana del personal. Pero otra cosa eran ellos, sin embargo, sus hijos varones destinados a regir con mano de hierro esa casa, puesto que a ellos no se les consentían debilidades de ningún tipo.
El que conduce no debe mostrar sus debilidades, se recordó, al plantearse que ya era bastante que él se preocupase por la política. Por la guerra que tenían en marcha y que no había empezado bien, luego tampoco le entusiasmaba la idea de que su diligente mensajero contase por la Casa lo comentado: ese hombre sabía demasiado y aquello era la huerta de los rumores. Y decía Séneca con razón que, si quieres que tu secreto sea guardado, guárdalo tú mismo. Pues aunque se fiaba mucho de ese empleado de confianza, y de ahí que le delegarse tan delicadas misiones, un líder no puede permitirse el lujo de correr riesgos innecesarios. Y habría otra solución que no pasara por matar al mensajero.
Ahora tengo otro encargo para ti. Ya sé que estás cansado, pero se trata de un viaje mucho más corto y tranquilo. Es una bobada después del que acabas de hacer y luego podrás reponerte cuanto quieras, sin ninguna prisa por hacer nada. La cuestión es ésta: irás ahora mismo a Legión[2] y con los dineros que te voy a dar quiero que prepares una casa espaciosa, adentro de las murallas, para alojarnos allí si llega el momento. Lo único que habrás de hacer es esperar y eso harás, pase lo que pase. Y no importa qué noticias de los Campos lleguen hasta allí, porque tú me esperarás. ¿Has entendido?
Así lo haré, Señor.
Muy bien. Aquí tienes lo necesario para alquilar una buena casa y sustentarte, sin necesidad de trabajar, hasta que te dé nuevas órdenes. Y tu madre nos acompañará cuando vayamos a tu encuentro, si fuera el caso. No debes preocuparte por eso.
Pero sí de jugármela, con la fortuna que te voy a confiar, pensó, si es que quieres volver a verla. Y con este último pensamiento, entregó un dinero a su empleado y le despidió, con un afectuoso apretón de manos.
No te asustes de lo que veas en la ciudad, amigo. Ya sabes lo que le pasó a Tucio, ¿no?
Tucio, un muerto de hambre[3], se dirigía a Roma procedente de España.
Le llegaron las habladurías sobre las espórtulas.
Se volvió desde el puente Milvio.
Su hombre de confianza se echó a reír. Algo había visto de eso, en sus misiones fuera de la Casa, y sabía a qué se refería su Señor: siempre había bolsillos corruptos que rellenar, luego era mejor no atraer demasiado la atención de los funcionarios. Aves rapaces donde las hubiera y siempre dados a hacer negocios, eso sí, con el dinero de los demás,
He visto ya demasiada corrupción como para asustarme, mi Señor, no te preocupes. Seré discreto.
Lo sé. Buen viaje.
El mensajero marchó y el Mayordomo pasó entonces a esa salita, cuyo tamaño no representaba la importancia de un despacho como aquél, con su biblioteca. Grandes decisiones se tomaban aquí con frecuencia y más aún en esos tiempos revueltos.
Acompáñale a los baños y asegúrate de que no habla con nadie que no sean los soldados. No tengo ganas de que este agonías se desahogue con el servicio y me revuelva el gallinero, como comprenderás. Y envíame a Cazador, anda. Tengo que hablar con él.
Víctor mató la espera en la contemplación de sus libros, un callado pero importante tesoro de la casa. Páginas llenas de historias, sobre la Casa y un Imperio inabarcable. Ése que siempre parecía a punto de romperse y morir, repartido entre bárbaros y tiranos, pero que en el último momento siempre se salvaba.
Sólo los romanos pueden vender a los romanos. ¡Ése es nuestro sino! Al final, han hecho suyo eso que se decía sobre los antiguos españoles: “cuando no tienen un enemigo afuera, lo buscan en casa”.
Como siempre, hacía falta nuevos héroes. Nuevos generales, hombres de Estado, que salvasen la situación. Como Teodosio o su propio padre, el General Asturio. Y por allí andaban sus memorias, escritas a última hora por encargo de su padre. Pues se dio cuenta de que el mosaico no podía contar toda su historia, sino sólo reflejar su grandeza.
Y, ¿qué diría sobre mí mismo, se preguntó Víctor, si un día me decido a escribir mi parte? Pocas páginas va a tener eso: banqueteó, cazó y folló cuanto pudo, como un oso en sus montañas, antes de que le llegase la hora. Ni siquiera pudo derrotar a la bagauda de los contornos, mientras que su padre peleó con todos los bárbaros del Norte a la vez y los humilló. ¿Será esta guerra la ocasión de enmendar eso?
Eugenio llamó a la puerta y le extrajo, de golpe, de tan profundos pensamientos. Era su criado de más confianza, junto al Mayordomo, en los cuales delegaba responsabilidades y confianza. Más que nada porque ninguno de ambos podría soñar con una vida semejante, fuera de la Casa, aunque en el caso de Eugenio se unía el haber crecido juntos. Toda una vida de fidelidad mutua que le convertía en su verdadero Patroclo[4], pero sin sexo. Ése que con mucho gusto sí le daría Serena y Eugenio a ella, cómo no.
Eugenio: tengo un problema. Voy a la guerra y he reservado demasiado vino bueno en mis bodegas, por tantos años, que no pienso dejar atrás para que cualquiera se pueda aprovechar si no vuelvo. ¿Qué podemos hacer?
No lo sé, pero espero que no me ordenes bebérmelo todo contigo en esta noche, Señor. ¡Es demasiado para los dos!
Pues ya sabes lo que decía Marcial:
“No es amigo quien no sirve para una juerga.
Abstemio y sobrio es Apro. ¿A mí, qué?
Así elogio yo al esclavo, no al amigo”.
Eso también es cierto, pero hay que guardar mucho más vino para tu retorno. Para celebrar lo bien que va a ir todo, ¿no crees?
¡Los dioses te oigan! He bebido un poco esta tarde, amigo, perdóname, y se me ha soltado la lengua poética. De hecho, quería preguntarte algo:
Pudiendo uno acostarse con Gala por dos monedas de oro y más que acostarse, si se añade otro tanto.
¿Por qué a ti, Esquilo, te cobra diez? Por chuparla no cobra Gala tanto.
¿Por qué, entonces?
Por callar, terminó Eugenio, puesto que conocía también ese otro viejo poema de Marcial. También el silencio se paga, en efecto. Pero ya sabes que yo me lo callo todo, Patrón, como si fuera la puta más veterana.
Lo sé. Por eso no me supone ningún problema reconocerte que se avecinan días difíciles. Y sabes que cuento contigo para altas responsabilidades. Es casi seguro que tendré que ausentarme unos días y llevarme conmigo a muchos hombres. Demasiados. En mi ausencia, junto a Mayordomo, te encargarás de todo y cuando digo todo me refiero… Sabes lo que está Casa significa para mí, así como lo que contiene. Y en especial, está mi hermana…
Esto último lo dijo de tal manera que se notaba que era un lazo, pero Eugenio era un trampero experimentado y lo ignoró.
No vayas, Señor. Recuerda a Epícteto: “puedes ser invencible si nunca emprendes combate de cuyo regreso no estés seguro y te lanzas sólo cuando sepas que está en tu mano la victoria”. ¿Qué se te ha perdido en las guerras de otros?
Debo ir, no hay alternativa. Recuerda que nos estamos defendiendo y nada menos que de todo un César, al final, aunque lo sea por usurpación. Y sólo podemos hacerlo unidos o resignarnos a caer separados, uno tras otro. Además, por si fuera poco, esas tropas bárbaras tendrán un ansia de botín desenfrenado. ¡Pobres de nosotros, si perdemos! Toda España será arrasada y nosotros, como te puedes imaginar, seremos de los primeros.
No quiero ponerme en lo peor, pero, ¿quién defenderá la Casa si fracasáis?
Tú lo harás.
¿Yo? Te recuerdo que soy cazador, no Julio César. Y entiendo que llevarás contigo a los mejores.
Si algo invitaba a confiar en Eugenio era su desprecio de cargos, dinero u honores, pero es que además siempre decía lo que pensaba. Un más que extraño atrevimiento en una Casa tan jerarquizada, donde todo giraba en torno a su Señor.
Es por esto que confío en ti para esta tarea. No puedo pensar en nadie mejor para ejercer el mando en mi ausencia, o si algo malo pasara, ¡qué te voy a contar! Y seré tan franco como eres tú conmigo: no puedo dejar de pensar que se avecina un gran desastre y necesito disponer de una retaguardia confiable. Mi hermana quedará a cargo de la Casa y tú serás su brazo armado. Mayordomo te ayudará a mantener el orden.
No se esperaba ningún gesto de desacuerdo en Eugenio, disciplinado como era, aunque Víctor conocía de sobra sus diferencias con el Mayordomo, pero resultaba obvio que de eso se trataba: divide y vencerás. De hecho, así se lo confesó, sin ambages, en ese aleccionamiento acelerado.
Nuestros guardias cobran bien: en eso se basa su lealtad. Con nosotros, tienen Casa y paga aseguradas y, con respecto a los colonos, tienen tierra que trabajar y una buena protección. Pero no debemos permitir nunca que estén todos unidos, Eugenio, si no es en torno a nosotros. ¿De acuerdo? Es la primera cosa que todo Señor o Mayordomo debe aprender: el arte de la división. Porque es la única manera de que los mandados obedezcan.
Lo sé, Señor. Me he fijado en cómo lo hacías: Mayordomo es el perro feroz, tú el justiciero y Serena, cómo no, la abogada de los pobres.
Así es, rió Víctor, sorprendido de escuchar una trama tan obvia. Pero no quiero que te llames a engaño: delego en ti porque gozas de mi entera confianza, aunque espero que me seas leal hasta extremos que no se esperan ni del mejor perro guardián. No sé si entiendes lo que te digo.
Lo entiendo, Señor. Pero sabes que soy de esta Casa hasta la muerte.
¿De verdad? Y, ¿qué harías si un día agarramos a tu hermanito? Porque sabes que tarde o temprano eso pasará y lo que haremos con él, si cae esa breva.
Es una buena pregunta, Señor. Lo que está claro es que él se lo está buscando, está claro, aunque sí te imploraría por su vida.
Es una buena respuesta, como siempre. Por lo menos, eres sincero.
Sabes que soy de tu Casa hasta la muerte, repitió Cazador, mientras Víctor lo taladraba con la mirada.
Demasiado eres, diría yo, pero espero que consigas vencer a las tentaciones. Después de todo, ése es el ideal de los cristianos, ¿no es cierto? Te lo digo porque ya mi hermana te habrá dado sus buenas catequesis, como intenta a diario conmigo. Y ya sabes que un buen Señor tiene ojos por doquiera y que soy como Dios, porque uno se entera de todo. Aunque no esté presente. Por eso te digo lo mismo que a mi esposa, que la tierra le sea leve: ¿verdad que no vas a traicionarme?
Puedes marchar tranquilo. Tendrás mucho que pensar en estos días.
El Señor se atusó el cabello, tan serio como era de esperar, pero siempre sin mostrar debilidades. Porque un conductor no puede tenerlas, delante de sus hombres, aunque gozaran de tanta confianza como Eugenio.
¿Qué te puedo decir, Eugenio? Ir a la guerra es mucho más que aceptar el riesgo de morir, ¿no te parece? Más bien, es aceptar la propia muerte. ¡Ahora entiendo a Aquiles, cuando se escondió en ese harén de la isla aquélla, suspiró!
Pues no quiero ser agorero, Señor, pero mira cómo acabó. Porque puede ser tentador ir a la guerra, sobre todo, cuando uno tiene algo que defender. Pero piensa que Aquiles fue engañado, también, al soplar sus compañeros esas trompetas de combate y arrojar Ulises ese escudo, por delante de él, para que lo empuñase y él mismo se delatara. Porque no se puede escapar de uno mismo y de lo que es uno mismo.
La trampa ideada por Ulises, en efecto, consiguió que el gran héroe saliese del harén del rey aquél. Que se diera a conocer como quien era, al igual que pasaba con Víctor, por la irresistible tentación de ser lo que uno es de verdad: Aquiles era un guerrero y Víctor, lejos de parecérsele tanto, no dejaba de ser todo un Señor.
Olvídate, Eugenio: mis compañeros teodosianos jamás permitirían que ninguno de nosotros nos ausentáramos. Ni en el lecho de muerte nos dejarían, aunque tampoco yo dejaría que partieran sin mí. Porque somos un Clan, ¿entiendes? Y eso significa que cuando vamos a la guerra, por nuestro César, vamos todos a una. De lo contrario, además, podrían ocupar nuestras tierras como si fueran del enemigo. Así es como funcionan las cosas.
Los ojos de Víctor brillaban, al contarle todo esto. Estaba claro que el hombre sabía lo que hacía y que nadie le obligaba, a la fuerza, salvo su propio sentido del honor y del deber. De su propia supervivencia como miembro de una casta privilegiada, sí, pero que se atenía también a normas ineludibles. Esa responsabilidad que lo había atado a la Casa desde muy joven, para gobernarla, y por tanto apenas se aventuró tan lejos por los caminos. Mucho menos para arriesgar tanto el pellejo. Y se cumplía a rajatabla lo que decía el Filósofo[5]: necesitamos la vida entera para aprender a vivir y también, cosa sorprendente, para aprender a morir.
Y ahora, Cazador: ¿hay algo más que quieras decirme?
Víctor le taladró con esos ojos suyos, verdes cuales piedras del río, pero no tan redondeados e inocentes. Porque eran incisivos como lanzas de bronce que el óxido ha tocado, con su verdor, aunque siempre capaces de matar.
Sí, Señor. Sí hay algo. Porque temo que traman algo contra ti y otros potentados, en la próxima cacería, aunque lo pueden intentar en cualquier momento. Y habría que prevenir a Cornelio en primer lugar, para que no se exponga tanto en sus venidas, sino que venga menos o con una escolta mayor.
¿Más grande aún? Víctor se echó a reír, a sabiendas de que ese informe favorecía al propio Eugenio. Eso sería como decirle a Cornelio que no venga más, puesto que trae un verdadero ejército consigo, pero gracias por la información. Aunque sé que es en vano preguntarte por tu fuente.
Eugenio se encogió de hombros.
Las cosas me llegan porque la gente se fía de mí, Patrón. Porque me ven entre vosotros y el servicio, por más que mi lealtad sea sólo tuya.
Lo sé y no te preocupes, que no te voy a preguntar más sobre quién te ha informado mientras me sigas informando a mí de todo. Y, por cierto: tengo otra misión para ti, para que entretengas la espera hasta mi ausencia: quiero que vayas a Legión y lleves allí un dinero, que no te ocultaré que es una pequeña fortuna, pero es que no pienso jugármelo todo a esta Casa. ¿Comprendes? Irás con mi mensajero a Legión y depositaréis este dinero en un banco, pero ni siquiera él debe saber lo que lleváis. Recuerda el lema de esta Casa: en esta vida no puedes fiarte de nadie.
Pero tú sí confías en mí.
¡Pues claro! Pero porque no me queda más remedio, ¿no crees? ¿En quién si no? Te he confiado mi vida, la de mi hermana y hasta la Casa entera. Y, además, es por ella que sé que volverás. Porque la amas, ¿no es cierto?
Eugenio se puso en guardia. Tanta sinceridad por su parte le exponía a caer en los hábiles lazos de Víctor, pero nadie sabía de trampas como el Cazador: hacerse el tonto equivaldría a perder de golpe toda esa confianza que le otorgaban.
Por supuesto que sí, Señor. La quiero más que a mi propia vida.
¿Lo ves? Sólo un hombre de fiar se atrevería a ser tan honesto y, de todos modos, de nada te serviría negarlo. Y ahora que voy a estar fuera, podría asaltarte la tentación de hacer demasiado caso a mi hermana. Pero el Señor aquí soy yo, por más que todos la llaméis Señora. Recuérdalo. Y ahora una última pregunta, Cazador: ¿has pensado en fugarte con ella?
Los ojos de Víctor le taladraron, pero Eugenio respiró tranquilo. No había hecho nada tan malo. Todavía. Y si algo había prohibido era mentir.
Pocas cosas hay que se te puedan ocultar entre estas paredes, Señor. Y yo la quiero, tú lo sabes, pero no creo que haya que incendiar Italia para llegar a Roma.
Bueno. Aníbal no lo hizo y fue el mejor General que ha dado España, dijo el Señor, sin duda complacido con su honestidad. Y ahora, ve a los baños, anda, que ahí verás a tu compañero de viaje. Ya es hora de que conozcas mundo, ¿no?
Eugenio recibió en sus manos un cofre lleno de joyas y adornos valiosos, que Víctor había recopilado para salvarlos. Era un compendio de toda la Casa y de un Imperio, ahora en peligro, cuando había ahí objetos de medio Mundo. Y algunos tan caros como los cimientos de la propia Casa, atesorados por la familia en el transcurso de generaciones. Compras de joyas a capricho, de tan ricos señores, y premios que el propio César y las ciudades les había hecho llegar, por su lealtad demostrada a la Dinastía y a la Patria. Como el propio Teodosio en persona y su tan débil hijo, que era el César actual, pero al que más que nunca apoyaban.
¿Recuerdas cuando nuestro preceptor nos contaba lo que sucedió en Pompeya? ¿Cómo imaginábamos lo que debió ser aquello?
Claro, respondió Eugenio. ¿Cómo no recordarlo?
Pues creo que ahora sé lo que se siente, rió, con esa carcajada que a Eugenio le resultaba tan contagiosa. Y un detalle curioso, por si no te acuerdas: fueron los pobres los que salvaron el pellejo, más que nada, mientras que los ricos y sus esclavos murieron. ¿Sabes por qué?
Eugenio lo pensó un momento, antes de contestar, aunque la solución era bastante evidente.
Porque a los ricos les costaba más escapar, supongo. Dejarlo todo atrás. Y retuvieron consigo a los esclavos, que se quedaron por fidelidad mientras los pobres, en cambio, no tenían tanto que perder.
Víctor asintió y Eugenio se dio la vuelta, listo para abandonar el despacho. Y ya estaba con un pie en el dintel cuando Víctor le soltó, de perdida, uno de sus habituales venablos.
Tienes un futuro prometedor en esta Casa, Eugenio. No lo jodas por una mujer.
Las reuniones en la Casa no habían terminado. Y antes de cenar con los soldados de su hermano, quedaba pendiente otro tema. Esta vez, con su hermana. Y no era una conversación agradable, aunque sí necesaria para el futuro de la Casa. Y es que ya lo decían los criados, por los corredores:
¿Me preguntas, Fabulo, por qué no tiene esposa el Señor?
Porque tiene hermana[6].
Y es que nadie mejor que ella para cogobernar ese pequeño reino, que precisaba también de una cara amable. Y ahora la necesitaba, desde otra perspectiva, para unirse a Cornelio y fortalecer los cimientos de la Casa. Y a poder ser para poner, de paso, en la propia Casa de Cornelio, un huevo de cuco que ampliase un día el poder familiar. Aunque ella estaba más interesada en otros menesteres que nada tenían que ver con el poder, ni con la Casa, ni con siquiera nada que tuviera que ver con la vida en la tierra. En ese momento, por ejemplo, en la lectura de los hechos de los mártires, que le servían para darse ánimos y enseñar con más autoridad a cuantos quisieran escucharla.
¡Oh, inveterado olvido de la antigüedad callada! Esto mismo se nos envidia, y se extingue la misma fama, leía, rodeada de algunos servidores, que descansaban junto a ella en el patio. El blasfemo perseguidor nos arrebató hace tiempo las Actas para que los siglos no esparcieran en los oídos de los venideros, con sus lenguas dulces, el orden, el tiempo y el modo indicado del martirio. El ceñudo tirano urgía con la espada la libre creencia que, manteniéndose firme e íntegra en el amor de Cristo, solicitaba los azotes, las segures y las uñas de doble gancho. La cárcel oprime con duras cadenas los cuellos amarrados, el verdugo atormenta por toda la plaza, la acusación corre como si fuera verdad, la voz verídica se condena. La virtud herida golpeó el triste suelo con la espada y, arrojada sobre las tristes piras, absorbió las llamas con su aliento. Dulce cosa parece a los santos el ser quemados. Dulce ser atravesados por el hierro.
Los servidores y forasteros que escuchaban a Serena, mientras leía esos testimonios de los valientes cristianos mártires, se maravillaban de que pudieran ser dulces tales castigos. Y es que esos pobrecitos pertenecían, en su mayoría, a una casta mayoritaria de parias, que no conocían otra vida que el duro trabajo y el temor a ser castigados.
Sucedió entonces que el cruel emperador del mundo ordenó que todos los cristianos se llegaran a los altares a sacrificar a los negros ídolos y dejaran a Cristo. Pero los soldados que quiso Cristo para sí, Emeterio y Celedonio, no habían llevado antes una vida desconocedora del duro trabajo: el valor, en la guerra acostumbrado y en las armas, luchaba ahora en pugnas sagradas. “Oh, tribunos: quitadnos los collares de oro, premios de honrosas heridas: ya nos solicitan las gloriosas condecoraciones de los ángeles. Allí Cristo dirige las blanquísimas cohortes y, reinando desde su alto trono, condena a los infames dioses y a vosotros, que tenéis por tales los monstruos más grotescos”. Y en ésas estaban cuando el anillo de Emeterio, símbolo de fe, se elevó por las nubes en tanto el pañuelo que al cuello llevaba prendido Celedonio le es arrebatado, también, para perderse en las alturas. Y esto lo vio la multitud que estaba presente y lo vio también el verdugo. Un hombre vacilante que contuvo su mano y palideció de pavor, pero, con todo, descargó el golpe para que no faltase la gloria.
Varios presentes elevaron un clamor ingenuo y admirado de emoción, ante el espectáculo que debió suponer semejante alarde de fe y de testículos. Un ejemplo demasiado cercano en el tiempo y el espacio cuando esos dos santos, legionarios del César, habían sido ejecutados en la cercana Calahorra, no hacía tanto, por lo que su recuerdo aún permanecía en las gentes con toda intensidad. Sobre todo, en esa carretera mágica, la que unía Galicia con la Galia y por la cual parecían transitar tantos sueños como caminantes. Y su éxtasis era tal que no pocos de ellos se asustaron al ver llegar, de pronto, a Mayordomo, que hizo un gesto a la Señora para que se acercase. Para que fuera a reunirse con su hermano, en el próximo despacho, con lo que esa catequesis improvisada tocó de pronto a su fin. Y ella entregó el libro del Peristephanon[7], del coetáneo Prudencio, a otro hermano de fe, que a duras penas pudo proseguir la lectura donde la dejó: las enseñanzas de Serena se limitaban, al cabo, a muy pocos empleados y por muy escasas horas, por lo que el avance de éstos era lento en todo. No así el ímpetu de su hermano a la hora de tramar, de espaldas a ella, el futuro de ese palacio y de su reina, aunque fuera a costa de su misma libertad.
Serena: quería decirte que ya está acordado lo tuyo con Cornelio. Serás su esposa y el matrimonio se celebrará en estos días. Ya sabes que tenemos una guerra pendiente y es mejor atar las cosas cuanto antes.
Víctor no esperó a que su hermana reaccionase, sino que planteó cuanto antes sus razones. El deber hacia la Casa y hasta la Patria, sí, razones que ella entendía, pero que no podía aceptar en su carne. En someterse a un hombre que no fuera el que ella había elegido.
Siempre he respetado tu decisión sobre mantenerte soltera en tu juventud, pero el tiempo pasa y es tu hora de dar un paso adelante. Y tu familia te necesita, igual que exige de mí: ya sabes que me tocará ir a la guerra junto a Cornelio, porque aquí todos tenemos que bregar. Desde el último colono a los que mandamos, que somos los primeros que tenemos que dar ejemplo.
Supongo que es mi deber, razonó ella, con gesto resignado.Y se hizo un silencio que retumbaba, en la reducida sala, como fuertes serían los latidos de ese corazón, pero Víctor sabía que nunca las tenía todas consigo en lo referente a Serena. Al igual que su padre, de quien fue tan consentida, acostumbraba a salirse con la suya sí o sí. Y al igual que su amante imposible, Cazador, solía sortear con habilidad todas las trampas que le salían a su paso.
Vivimos tiempos difíciles y no debemos llamarnos a engaño: se avecinan peores, me temo, dijo Víctor, con tono lúgubre. Las fronteras ya no son seguras, las bagaudas campan a sus anchas, luego es cuestión de tiempo que ocurra una catástrofe. Y cuando llegue esa hora, los ricos nos contaremos entre las primeras presas. ¿Entiendes? Vivimos tiempos peligrosos.
¿Tú crees?
Si estuviera aquí Cesaro, él mismo te lo diría: ni el César ni el Ejército protegen ya a su pueblo. Sólo contamos con nuestras propias fuerzas y sólo en nuestros iguales podemos confiar, explicó Víctor. Por eso es necesario que afiancemos nuestros lazos con otras casas, con otras familias de posición. Y los Cornelios no son extraños para nosotros. Navegamos en un mismo barco y es vital que estemos más unidos que nunca.
Sí, hermano. Entiendo que no hay otro remedio.
Ojalá lo hubiera, hermanita. Así y todo, sólo accedo porque sé que estarás bien. Cornelio te tratará como a una reina y, si así no fuese, tú me lo harás saber.
Por lo menos, la Casa de Cornelio no queda lejos, dijo ella, que se secó las lágrimas con resignación. Pero os voy a extrañar, así y todo.
Puedes llevarte a los sirvientes que desees, ¿de acuerdo? Ellos servirán como dote. Después de todo, la idea de casarse ha salido de él, así que no hará falta que esos servidores nuestros sean numerosos[8].
Para no estar sola me basta con uno. Ya sabes quién.
Víctor resopló, poco convencido, pero tampoco le agradaba la idea de oponerse a su hermana.
No te ofendas por esto que voy a decir, hermana, pero algo me dice que permitir tal cosa sería un error.
Eso es que no me conoces, replicó ella, ofendida por la insinuación. Eugenio es mi amigo y le necesito. Además, temo por su seguridad si se quedase contigo. Ese Mayordomo tuyo se la tiene jurada, lo sabes tan bien como yo. Y marcho sola a una casa que es extraña para mí. Será un gran consuelo tenerle a mi lado y también me dará confianza. Él haría cualquier cosa por mi bienestar. Por mi protección. Siempre lo ha demostrado. Además, ya que le diste la libertad, creo que debería ser él quien elija.
Víctor sonrió ahora. Como buen cazador, guardaba siempre más flechas y no dudaba en usarlas.
En eso tienes razón: le di la libertad. Pero para que fuera mi primer Mayordomo, por encima de todos. Y se quedará conmigo, espero, y me ayudará a gobernar la Casa. Así evitamos las tentaciones, ¿no crees? Y no le cederé a tu prometido un sabueso de tanta valía, que excede el valor de una docena de buenos colonos. Eso ni pensarlo.
La cuestión es que tú ganes siempre, pensó ella. Aun a costa de la felicidad de todos, los que te rodeamos y te servimos con lealtad.
Sé que no es la mejor de las noticias para ti, pero has de reconocer que tiempo has tenido de conocer a otros herederos de nuestra clase y no te ha dado la gana.
Porque yo ya tengo un hombre y no necesito más. Quiero ése o a ninguno, pensó Serena, que se mantuvo en un silencio obstinado: pues si esperas que voy a decir nada cuando lo tienes todo pensado, hermanito, lo llevas claro. Prefiero que avances tú mismo por tu propia senda, la que has decidido con Cornelio, mientras yo espero la ocasión de zafarme de vosotros.
Mi corazón no es de piedra, dijo Víctor, que pareció captar ese lógico y silencioso reproche. Si por mí fuera, ninguno de los dos saldríais de aquí. Y si decidiera acompañarte, aun a costa de su futuro y de su vida… Lo sentiría por él. Porque sabes tan bien como yo que si Cornelio os sorprendiera en algo… Indebido… Por ser mi hermana, claro, a ti nada te pasaría, pero la cosa sería distinta con él. Luego dudo mucho que corra menos peligro contigo, si te digo la verdad, que con Mayordomo. Y sería una pena, estarás conmigo, porque no es fácil encontrar a un buen hombre como él, confesó, en un arranque de interesada sinceridad.
Serena asintió en silencio, el rostro frío como una piedra, y a Víctor le pareció estar de nuevo ante su padre. El temible General Asturio, terror de bagaudas y otros bárbaros, pero también de sus propios criados y hasta de sus hijos.
Escucha, Víctor. Tú mismo has dicho que se avecinan tiempos difíciles y, entonces, ¿qué mayor razón para no atar las cosas demasiado pronto? Si luego tus planes salieran mal, Dios no lo quiera, y os vierais vencidos en la guerra, ¿qué te aportaría ser cuñado de otro derrotado como tú?
Víctor encajó como pudo ese argumento, tan certero. Era el estilo de su hermana, siempre calculadora. Siempre tan diplomática. Pero no le faltaba razón.
Y, entonces, ¿qué propones? ¿Esperar a nuestro retorno?
Claro. ¿Por qué no? De esta manera, si no saliera bien esta guerra, mi mano podría ser un seguro para ti. Una forma de diplomacia, si vienen mal dadas, puesto que no tienes hijos que casar con nadie. Piénsalo.
Víctor se echó a reír, rendido ante el ingenio de su hermana. Y se notaba también que ese arreglado matrimonio, por más que lo intentara vender, no le convencía ni a él mismo. Por afecto a ella y acaso al propio Eugenio, a quien respetaba y debía su vida. Y además no creía que ese casamiento fuera a prosperar jamás: no conociendo a su hermana.
Con razón eres hija de tu padre. ¡Menudo estratega se ha perdido el Imperio! Y es que tienes toda la razón. Le diré a Cornelio que habrá de esperar, de acuerdo, que así celebraremos la boda sin las angustias que tenemos ahora. Es una gran idea, Serena. Y una que también te conviene, lo sé, de cara a esos planes locos que tienes en tu cabeza. Pero no has de hacerte ilusiones: volveré de esta guerra y cumpliré lo prometido y, si no, Cesaro mismo lo hará en mi lugar. No hay ocasión para acechos de cazadores en esta Casa, Serena, ya lo sabes.
No entiendo lo que dices. Yo quiero que vuelvas cuanto antes, claro que sí, vivo y victorioso. ¡Me ofende que pienses lo contrario!
Lo sé. Y tú sabes que no pensaba eso, en realidad. Pero también sé que sueñas tus sueños y me parece muy bien, pero no todo en la vida está en nuestra mano. Y a ti te ha tocado en suerte una vida de reina: sólo casarse debes y ya, luego no hay razón para amarguras. Además, ya sabes que tengo un campo en litigio con Cornelio, así que con esto pienso solucionar esa vieja cuenta. Es más: si el día de mañana enviudases, toda su Casa sería tuya por entero. Nuestra.
No me tientan las posesiones materiales.
Lo sé. Pero vivimos de ellas. Nuestra gente. Y mi deber es cuidar de esta Casa y el tuyo ayudarme, ya lo sabes, atando en corto a este cabestro de Cornelio. Le necesitamos.
Para atar a ese cerdo descerebrado no necesito casarme con él, resolvió Serena, imbuida de una súbita fortaleza y de esperanza. La misma que acababa de recordar en esos soldados mártires, decididos hasta el final por una causa, pero no abundaban los temples como ése, que ella creía poseer. Los hombres sois demasiado simples, hermano.

*Cornelio era el Señor de otra hacienda vecina, situada en el actual pueblo de Cervatos de la Cueza. Pretendía a Serena abiertamente y Víctor quería casarles, para fortalecer su posición, tanto en los Campos Palentinos como en el Clan Teodosiano, al cual todos ellos pertenecían. En la imagen, mosaico de la Villa de Salar, Granada.*
[1] Dídimo y Veriniano: dos jóvenes hermanos emparentados con el César de entonces, Honorio, a quien apoyaban en un sitio fundamental. Los Pirineos. Y defendieron esos pasos montañosos con fuerzas privadas, ante la debilidad de las tropas imperiales en España, formando un tapón que impedía la entrada en la Península del Usurpador (el General Constantino) y su hijo. Pero esta última resistencia no sólo del César, sino de los romanos frente a los pueblos germánicos, fue derrotada al fin en el 410 d.C. Y estos dos hermanos resultaron ejecutados por el hijo del Usurpador, que los mató en Arlés (Galia) y penetró en España con su ejército, formado más que nada por bárbaros.
[2] La ciudad de León, que como Lyon o Viena (Vindobona) debe su nombre a un campamento legionario.
[3] Triste desengaño, de Marcial de Bilbilis. Las espórtulas eran honorarios de funcionarios judiciales, que debían ser demasiado altas en Roma y de ahí la broma de Marcial.
[4] El mejor amigo de Aquiles, cuya muerte a manos de los troyanos encendió a éste y le empujó a retomar las armas, a pesar de su proverbial trifulca con el caudillo de todos los griegos: Agamenón. Se ha especulado mucho sobre si esa amistad tan apasionado no ocultaría algo más, entre Aquiles y Patroclo, pero lo cierto es que Homero les presenta a ambos durmiendo con mujeres. La cuestión es que otros autores, como Esquilo, especularon a posteriori con este tema, y muchos romanos creerían esas segundas versiones, igual que son asumidas en la actualidad. En la película Troya (2004), sin embargo, se les presenta como primos.
[5] Séneca.
[6] Versos de Marcial, con un pequeño cambio: en vez de el Señor es Temisón.
[7] Libro de las coronas de los mártires, famosa colección de 14 hermosos himnos a algunos mártires, entre los cuales destacan varios de los españoles. El propio Prudencio llegó también a santo en esta época de consolidación del cristianismo, como religión principal del Imperio, que había sufrido algunos intentos paganos por parte incluso de uno de los últimos césares.
[8] Aquí se pone de manifiesto la diferencia en el superior valor de las posesiones físicas por encima de las personas en esta época.