Adiós, hermano. Que la tierra te sea leve.
Y perdone el Señor tus pecados. El único Señor, añadió Serena, a espaldas de su esposo, entre los presentes allí reunidos. Un último adiós no sólo para Liberato, sino para la Casa en sí, que a la mañana siguiente abandonarían. La confirmación de todos los temores más viscerales de Víctor, cuya última carta encontró Serena, tirada entre el desorden del saqueado despacho:
He reinado más de diez años[1], en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce.
Casi parecería que se trataba de los pensamientos de un esclavo que hubiera dormido, todos esos mismos años, tirado sobre una estera en el pajar. Pero ahora los privilegiados tendrían que abandonar la Casa los primeros, precisamente con Eugenio a la cabeza. Y lo harían con cuantos quisieran seguirles, pero no camino del Norte, sino hacia el final de esa carretera próxima. Una ruta que terminaba en Finisterra, el extremo más occidental del Mundo, pero era preciso pasar antes por Legión. Recuperar unos ahorros que ahora, perdida de facto la Casa, servirían para un nuevo amanecer. Pero Eugenio no quería dar demasiadas explicaciones y apenas se volvió, de espaldas a la tumba de su hermano, se dirigió a la multitud del servicio. De esos supervivientes a la ruina y el saqueo de la Casa, últimos entre los últimos.
Queridos amigos: en los últimos días hemos vivido cosas demasiado duras para volver a recordarlas ahora, pero si algo es cierto es que todo lo hemos pasado juntos. Y no ha sido un tiempo tan estéril, el nuestro, que no haya dado ejemplos de esposas, parientes y criados fieles, que han dado la cara por los suyos y hasta sus vidas. Porque se ha comprobado nuestra fidelidad a toda prueba, incluso en medio del temor y las torturas. Y no ha habido excepción, ni mucho menos, para el linaje de nuestros señores, afirmó, mientras señalaba a su sufrida esposa.Porque todos hemos visto cómo el Señor, llegada su hora, la ha afrontado con el valor por el que fueron alabados los antiguos. Y murió como un hombre cuyo nombre fue proclamado en esta Casa y que fue Señor, no sólo para lo bueno, sino también para morir el primero.
Y, ¿qué puedo decir de su hermana, hoy mi mujer? Ella todo lo ha sufrido con nosotros, porque no quiso abandonar ni al Señor ni a su gente. Y a mí tampoco me ha abandonado jamás. Pero ahora debo reconoceros que fue un error, por nuestra parte, el haber permanecido todos aquí. Como una nave anclada en un puerto que ya es de los piratas. Porque cuando las cosas se acaban es bueno reconocerlo y no empecinarse en que han de ser de otra manera. Y así hemos pagado el error con sangre y lágrimas, aunque es difícil decir qué hubiera pasado si nos la hubiéramos jugado a la intemperie. ¿Nos hubiera ido mejor? Sólo Dios lo sabe, se contestó, mientras fijaba su mirada en la de Ana. Una de tantas víctimas de esa anarquía brutal y ahora de esa incertidumbre, que nunca parecía acabar.
Aunque nos cuesta dar el paso y abandonar esta Casa, que para muchos es la única que conocemos, la realidad es que no era tan segura como creíamos. Y estamos tan vendidos aquí como en cualquiera choza del campo o tal vez peor. Por eso os digo que quien se quiera quedar y probar suerte aquí y ser sus propios señores, hasta que venga quien pueda serlo[2], yo le digo que se quede. Por mi parte, junto a mi mujer, yo elijo jugármela en los caminos. Y el que quiera venir, que me acompañe, pero no voy a esperar más. Mañana mismo, con el alba, me pondré en marcha y diré adiós a esta Casa, al menos, hasta que pueda un día regresar. Remontar de nuevo estos campos amados. Como decía Marcial: “aquí cultivo perezoso con un trabajo agradable y disfruto de un sueño profundo e interminable, que a menudo no lo rompe ni la hora tercia, pues ahora me recupero de todo lo que había velado en Roma durante tres decenios. No sé nada de la toga, sino que, cuando lo pido, me dan de un sillón roto el vestido más a mano. Al levantarme, me recibe un hogar alimentado por un buen montón de leña del vecino carrascal y al que mi cortijera rodea de multitud de ollas. Detrás llega el cazador, pero uno que tú querrías tener en un rincón del bosque. A los esclavos les da sus raciones y les ruega que se corten sus largos cabellos el cortijero, sin un pelo. Así me gusta vivir. Así morir”, terminó de declamar, con la voz un poco entrecortada por la emoción, pues sí se había hecho a la idea de que en verdad iba a morir en esos parajes. En esa Casa a la cual, pese a todo, amaba tanto o más que el resto de los presentes, pero a cuya pérdida se habían ya todos resignado.
Yo pienso como tú, dijo un colono, de los contornos de la Casa, a quien Eugenio conocía de siempre. No dejaría esta tierra fértil, que es la de mis ancestros, ni por todo el vino de sus vides, pero la Casa en sí es una trampa. Porque hay que reconocer que es un reclamo demasiado grande y prometedor para cualquier bandolero y está demasiado cerca de la carretera. Por lo tanto, al que se quede, le recomiendo que no viva bajo ese techo. Porque Dios quiere que vivamos, aunque nos someta a tan duras pruebas. No que nos quedemos como tontos esperando una muerte segura.
Casi todos estaban de acuerdo y dejarían la Casa, para emigrar o quedarse por las cercanías, aunque hubo irreductibles que eligieron permanecer en la Casa. Ser sus propios señores en la Casa donde fueron servidores, si bien faltos de toda protección. Y Eugenio nombró a uno de ellos su apoderado, con autoridad hasta el improbable regreso de Cesaro o de Serena. Y así pasaron su última noche allí, con todo dispuesto para partir al día siguiente, los que así lo habían decidido, pero apenas pudieron descansar.
En los carros que llevemos hay que hacer sitio para la biblioteca, dijo Serena, ya a solas con Eugenio. No ocupará tanto y es el verdadero tesoro de la Casa, que los bagaudas ni siquiera supieron valorar, pero nosotros sí sabemos.
¡Allá ellos! Por brutos se dejaron agarrar, pero yo no iría a ninguna parte sin La Ilíada y La Odisea, que valen más que todos estos ladrillos juntos. Gracias a esos libros supe lo que les pasó a los rivales de Ulises, por ejemplo, después de intentar quedarse con su mujer y su casa. O el destino de Egisto tras asesinar a Agamenón, apenas volvió éste de Troya, para ocultar su adulterio con su esposa y quedarse con el reino de Micenas. ¡La venganza es algo que ocurre cuando atacas a los grandes! Y yo no he visto mucho del Mundo, confesó Eugenio. No sé ni cuán grande es ni cuántas maravillas me he perdido, pero sí tengo claro que he habitado en una de ellas. Y eso nadie podrá quitármelo. Porque ya lo dijo alguien:
Cuanto comí y bebí, conmigo llevo[3].
Perdido está lo que dejé pasar.
Y era al fin lo vivido, entre esos muros amados, lo que más pesaba en su corazón. Un edificio grande como un mundo en el que había visto desfilar a toda clase de gente, unos más ilustres que otros, aunque todos dejaron su esencia por allí. Como las bandas de música que aderezaban las fiestas de los señores, pero que hacían también las delicias de los criados. Y cuánto no se bailó en la cocina, en el patio mismo, mientras los dueños de encontraban distraídos en sus convites. Porque el arte vivía con ellos y les visitaba, como cuando el General Asturio encargó el gran mosaico. Y Eugenio nunca olvidaría la destreza de esos artesanos que lo hicieron y retocaron, los mejores artistas que el dinero podía pagar. Ellos dieron vida a dos de sus héroes, Ulises y Aquiles, pero también a esas fieras que él amaba. Y esa habilidad suya de cazador, tan ponderada, tampoco la adquirió por capricho de Diana: cazadores venidos de lejos le enseñaron, cada uno con su arte y sus trucos, a tender redes o seguir rastros, incluso, sin la experta ayuda de los perros.
Aún no me he ido y ya extraño la tierra en que soy rico con poco, y recursos escasos me hacen nadar en la abundancia[4].
El mismísimo Teodosio había habitado sus muros durante un tiempo: el último gran César que, si Dios no lo remediaba, podía ser el último de verdad. Porque era una Casa que ennoblecía a quienes se cobijaran bajos sus muros, sin importar su origen alto o inferior. ¿Qué no aprendió de política, de arte o de la guerra misma en la frecuente compañía de tantos ilustres invitados? En esas intensas jornadas de caza y después, en los banquetes, cuando el vino soltaba las lenguas y uno podía enterarse de cosas. De tantos secretos como ocultaban esos muros, que ahora dejarían atrás, pero también los había con su firma. Porque atrás quedaba el cadáver de Cornelio, a quien mandó matar en secreto y del que nadie supo nunca la verdad. Y el mismo que presumía de ser un César palentino murió así, de la forma más oscura, porque todos se lo achacaron a la bagauda, cuando el caso es que desapareció. Como si se le hubiera tragado la tierra, por cierto, cerca de esos muros que tanto amó. Donde tanto disfrutó de fiestas y días de asueto, más que en su propio palacio, el cual era ya cenizas. Pero ni siquiera tuvo un hueco para ser enterrado allí, con la mínima dignidad que sí se les dio a los servidores y bagaudas. Y ni el propio Eugenio sabía qué hizo Mayordomo con ese cuerpo, justo antes de morir él también, por lo que bien pudo negar sin titubeos cuando Serena le preguntó sobre el tema.
Sin duda escapó en la confusión y habrá ido lejos, si sabe lo que le conviene. Muy lejos de aquí, explicó Eugenio, con toda la razón del mundo, cuando en efecto se había ausentado para siempre. Y realizó los honores un auténtico experto en la materia, claro, ni más ni menos que el carnicero de Mayordomo. ¿Lo habría arrojado al río? Hubiera sido la forma mejor y más rápida de deshacerse de tan incómodo huésped, aunque no era menos cierto que las fieras del campo siempre tenían hambre. En todo caso, era más que probable que Mayordomo estuviera en plena faena cuando lo cazaron los hombres de Liberato. Y su hermano le libró así de un incómodo testigo a la vez que viejo enemigo, aunque fue el propio Cazador quien le dio la puntilla a ese bestia.
Tanto tiempo he pasado con los Próculos que al final, de tanto roce, se me han pegado sus maneras. Como a Liberato. Pero al fin Dios ha querido que sea yo quien tome este toro por los cuernos, justo cuando ya no queda mucho que mandar ni salvar. Pero el hombre sabio no debe abstenerse de participar en el gobierno del Estado, pues es un delito renunciar a ser útil a los necesitados y una cobardía ceder el paso a los indignos[5].
Y lamentaba ahora haberse quejado tanto, de los excesos de los señores y de la mansedumbre de muchos criados. Él mismo había comprobado en sus carnes que hacer de estadista implica siempre tomar decisiones duras, como había pasado con el caso de Cornelio. Y, mejor dicho, se lamentaba no de la justa queja en sí, sino de haberse amargado por esa falta de libertad que le acogotaba. O de sus propios miedos a salir de la finca y buscarse la vida afuera, aunque fuese lejos de Serena. Para él, mucho de lo vivido había sido motivo de riña, protesta o insatisfacción. Pero ahora se daba cuenta de que, a lo mejor, después de todo, bien pudieran haber vivido un sueño: uno que estaba a punto de terminar.
Y ahora quiero dormirme, pero no para soñar, sino para volver a ese tiempo en que fui feliz aquí, de algún modo, y son muchas cosas las que dejo atrás.
La propia tumba de su madre, junto a la cual enterraron a Liberato: muy cerca de la Casa donde vivió y murió, de forma tan injusta, pero no tanto de su lejano país de origen. Esa tierra africana de donde fue traída en su niñez y así fue que nunca se sintió del todo en su hogar, aunque su verdadero hogar no dejaron de ser siempre sus hijos. Y ahora esos últimos supervivientes, como Eneas con los últimos troyanos, dejaban su ciudad sin mirar atrás. Quizás para siempre.
¿Crees que seremos felices?
Seguro que sí, Serena. Y ahora, mírala: tal vez sea la última vez que la contemples. Y es mucho lo que dejamos atrás.
Eugenio sopló su cuerno, para despedir a los compañeros que allí quedaban. Y azuzó a los bueyes antes de mirar el palacio, él también, ahora por última vez. Y la Casa se alzó ante sus ojos, con sus paredes blanqueadas por la cal y sus rojos tejados. Con su leyenda en forma de edificio, que los antepasados de Serena habían querido asemejar a la casa de campo romana. Con su típico patio interior que era un fresco refugio, en los días de solano, pero aquello no era Italia ni la sonriente Bética. Y en el crudo invierno palentino era imposible calentar esos muros, sitiados durante meses por el viento y la nieve. En esos largos días, el frío calaba hasta el tuétano, y las ratas nunca dejaban sus muros del todo, pero a ellos dos siempre les parecería un palacio.
Daría mi reino por ver tus veredas perdidas si no fuera porque mi reino eres tú[6].

*Fragmento de cubilete de dados hallado en La Olmeda. Muestra el lema hedonista que aquí he asignado a la Casa: vinari, letari, ludere, ridere: hoc-est vivere!*
[1] En la sentencia original, de Abderramán III de Córdoba, son 50 años de reinado.
[2] Se refiere a la visión feudal de señores y vasallos según la cual ambos tienen obligaciones mutuas: el uno, defender a sus vasallos y éstos, a cambio, trabajar para mantenerlo.
[3] Un epitafio romano real, sacado de La última palabra. De Ana de la Robla.
[4] Marcial de Bílbilis (Calatayud).
[5] Frase grandiosa de Epícteto.
[6] ¡Adiós, Patria mía, tal y como yo aún te conocí! ¡Adiós, tierra de mis antepasados!