Ya antes de llegar a la Casa, inquieta como un panel que advierte la llegada del oso hambriento, Eugenio tuvo detallada noticia de todo lo ocurrido. Porque el Señor había regresado de la derrota de los suyos, sí, pero sin apenas gente y medio muerto. ¿Qué habría sido de tantos amigos y conocidos, colonos en su mayoría, que le habían seguido en tan temeraria aventura? Al ser soldados de a pie, sin un caballo que acelerase su regreso a casa, en el mejor de los casos, era obvio que tardarían muchos días en volver de su derrota, aunque nadie dudaba de que los que quedaran regresarían para defender sus hogares.
Otra cosa era cómo iban a volver, por supuesto. Y la visión de un Víctor tan vencido, postrado inerme en su lecho, resumía muy bien el panorama al que España entera se enfrentaba. Porque una vez desaparecidos los dos hermanos del Pirineo[1] y vencidos, ahora también, los potentados que tenían desde atrás, nadie confiaba en el asediado César para revertir la situación desde Italia. Un César Honorio cercado en su propia Capital, que ni siquiera era ya Roma, sino una apartada ciudad rodeada de pantanos. Y los restos de sus fuerzas en España, tras el descalabro del ejército de sus partidarios, se habían encerrado en Pamplona para una desesperada defensa, cerca del lugar de la batalla decisiva, mientras que la mayoría de los cabecillas teodosianos fueron muertos o capturados. Y los que no, habían huido, sin duda, de vuelta a sus queridas haciendas, como también Víctor tuvo claro su propio derrotero. Y volvió a sus Lares, él también, como un toro que busca las tablas de las paredes en el anfiteatro, porque sabe que ha llegado su hora y quiere cerrar los ojos en su dehesa.
¿Te duele?
Como un parto, respondió Víctor. ¿Sabes una cosa? Ahora entiendo lo que siente un ciervo cuando le traspasamos, Eugenio. Y, por cierto, tenías razón: como buen cazador, oliste que este acecho lo teníamos difícil. Y yo no te tenía a mi lado para defenderme, como otras veces.
Me hubiera gustado estar, reconoció Eugenio, que sintió una doble punzada de culpabilidad. Y llevarme alguna de tus heridas, incluso, antes que dejarte solo.
Tú no tienes que sentir pesar: me advertiste de las consecuencias, igual que mi hermana, pero es que tenía que ir. ¿Entiendes? Y volvería a hacerlo mil veces, pese a todo, antes que fallarle a los míos.
Yo tampoco quise nunca fallarte, Señor, y te pido perdón si lo he hecho.
Acurrucada junto al lecho de su hermano, a un lado de Eugenio, Serena sollozaba. Por Víctor y por lo que podía suceder, desde entonces, cuando parecía evidente que el drama completo no había acabado, sino que apenas empezaba en ese punto.
¿Qué se supone que va a pasar ahora?
No soy adivino, Serena, pero estamos a merced de los vencedores, decía Víctor. Ellos saben muy bien que todas las grandes familias españolas hemos apoyado al César, luego está claro que nos van a cobrar la cuenta. Y por detrás de ellos está el infierno que son ahora las Galias, con los bárbaros deambulando por todas partes. Deseosos todos de penetrar en España y saquearla, pues para eso no hace falta ni que se pongan todos de acuerdo…
El panorama no podía ser más negro, en verdad. La derrota y matanza, tras la batalla, había privado a la Casa de sus mejores hombres. Y si antes podían enviar un pequeño ejército a la guerra, formado por la flor de la juventud, ahora ni siquiera podrían defenderse de una triste bagauda. Y a la derrota frente a Usurpador podía seguir otro desastre, aún mayor si cabía. Porque todos esos pueblos germanos que pululaban por las Galias podían cruzar los Pirineos, claro: continuar su migración armada hacia España, donde había un botín enorme a repartir. Y eso ya eran palabras mayores.
Es una lástima, porque les habíamos derrotado en la primera batalla, pero la segunda fue un desastre total. ¿Sabes una cosa? Si antes admiraba a nuestro padre, por sus hazañas en la guerra, imagínate ahora, le contaba a Serena. Vencer se parece a cazar mil presas, en una sola jornada, pero salir derrotado es ser tú la presa.
¿Qué hay de Cornelio? ¿Sabes si ha sobrevivido?
La pregunta de Serena era, por lógica, interesada, lo mismo que para el propio Eugenio.
A la batalla, sí, puesto que logramos huir juntos, pero enseguida nuestros caminos se separaron. Por temor a las bagaudas, más que nada. Pues cuanto más grande sea un séquito, en los caminos, más se atrae la atención de esos bandidos. Y ahora nuestras mansiones son como bueyes sueltos en medio de un campo: no tardarán en intentar asaltarnos, ahora que nos saben débiles.
Es tarde para lamentarse, dijo Eugenio. Más nos valdrá pensar en cómo salir de ésta y es preciso decidir: abandonar la Casa podría ser nuestro único camino.
¡Jamás! ¡No dejaré la Casa de mis padres! ¿Me oyes? Este caserón es todo lo que tengo… Si renuncio a esto, dime: ¿qué me quedaría?
La vida. Otra oportunidad que Dios te da, decía Serena. En tu mano está aprovecharla o morir aquí inútilmente. Podemos instalarte en un carro y…
¡Qué más da! No creo que haga falta ser físico para ver que no duraré mucho, pase lo que pase. Así pues, ¿para qué alargar la agonía? Si he de morir, no se me ocurre un sitio mejor que mi Casa. ¿Qué dices tú, Cazador? Ahora que cazaste a mi hermana, puedes irte de Troya como Eneas, que ya me ocupo yo del papel de Héctor[2]…
Sus palabras fueron seguidas de un revuelo de gritos, de pasos acelerados en el piso de abajo, que Eugenio se apresuró en atisbar desde la galería. Alguien llamaba a la puerta con insistencia, pero no eran aún enemigos.
¡No hay peligro, tranquilos! Sigue llegando gente de la batalla, unos en mejores condiciones que otros.
Y que no les falte de nada a los que lucharon. En esta Casa siempre se ha premiado la lealtad, Eugenio. Tú lo sabes mejor que nadie.
La verdad es que contigo nunca me ha faltado de nada o, bueno, casi nada, añadió con una mirada a Serena.
No os separéis de Eugenio, ¿de acuerdo? Es muy posible que Liberato acuda con su gente y son hermanos, luego sabrá comportarse con él.
Deja eso ya, ¿de acuerdo? Lo importante es que te recuperes y a ti no te hará nada, dijo Eugenio. ¿No ves cómo estás?
En ese punto, uno de los escuderos de Víctor se justificó ante la concurrencia, sin ocultar su tristeza por tan desgraciado desenlace.
Le insistimos mil veces en parar por el camino y buscar un sitio en que descansar y poder curarse, pero todo fue inútil. En lo único que pensaba era en volver y volver. Y nada más.
Y no sólo él. Algunos supervivientes de la batalla habían conseguido hacer el mismo camino de vuelta, a uña de caballo, pero no eran sólo soldados los que acudían a la Casa. En medio de ese caos que seguía a la derrota, sin saber qué otra cosa hacer, toda especie de refugiados iban llegando. Para probar suerte en una Casa que era un fortín, porque los mercenarios del Cesar ya estaban haciendo de las suyas en su avance por la carretera que venía de las Galias. Y todos daban por hecho en la comarca, por los informes que llegaban por los caminos, que su llegada sería catastrófica. ¿Qué iba a pasar si llegaban por allí? Las sombras se alargaban sobre los campos cuando un regente Eugenio, rodeado por guardias y hombres de confianza, recibía a los que pedían asilo en la Casa y despachaba a cada cual como podía.
¿No os dais cuenta de que esta Casa es un tarro de miel para los enemigos? Y no sólo por lo que contiene, sino por el odio que nos tienen todos: ¡El Usurpador y las bagaudas, qué importa, cuando se trata por igual de bandidos! Así que huid a otra parte y a poder ser lejos de los caminos, les aconsejaba. Y que conste que no es por echaros, sino que es lo que yo mismo haría en vuestro lugar si pudiera, pero es que estoy atado a esta casa.
Le daba pena no ser capaz guarecer a familias enteras, gente aterrorizada, pero es que ahí adentro no harían otra cosa que estorbar. Y, así y todo, había excepciones, como para toda regla.
Señor: estas criaturas son hijos de un soldado de la Casa, mi esposo, que no ha vuelto aún de la batalla. Te pido que nos acojas siquiera una noche.
¡Cómo! ¡Una y las que sean, faltaría más! Adelante.
El ambiente que reinaba en la casa era surrealista y patético. Se podía oler el miedo de los que todavía titubeaban antes de tomar la decisión de alargarse antes de que llegara Liberato, o cualquiera de sus compinches, y se dedicaran a ajustar cuentas con todo el mundo. Pero también era bastante obvio que una gran parte del mayoritario servicio albergaba esperanzas de mejorar con los nuevos amos y con cualquier cambio, pues consideraban que tenían poco que perder. Por su parte, en cambio, Eugenio dudaba de esto último y siempre se lo recordaba a todos, incluso en esos momentos de zozobra total:
Con nuestras miserias de currantes, por lo menos, con los Proculos no nos falta pan encima de la mesa cada día ni una cama caliente. ¡Pensadlo bien cuando os proponga aventuras revolucionarias en las que tenéis poco que mejorar!
Pero estos consejos no siempre eran bien recibidos en las asambleas clandestinas de los sometidos, pues quien más y que menos tenía alguna ofensa guardada de su señor.
Mirad a éste, dijo un labriego, una vez, en la propia presencia de Eugenio. Aunque parezca mentira, hay palomas que se creen halcones por haber nacido en el mismo roquedal, pero ya te demostrarán tus señores que son nada más que eso. Tus señores. Por muchos privilegios que tengas ahora, claro, que por algo sirves tanto al amo.
Los sirvo tanto como lo puedes hacer tú, le contestó el aludido, dispuesto a no enfrentarse más si el otro no continuaba con sus impertinencias. ¿Hay algo más que quieras decir?
Nada que no sepas, contestó ese atrevido. Nadie mejor que tú sabe que por mucho que te acuestes con los amos no siempre pasas a ser familia.
A Eugenio no le quedó muy claro si ese provocador se refería a su amorío imposible con Serena o a algo todavía más serio: lo ocurrido con su madre hacía tantos años y que estaba tan poco claro como doloroso resultaba recordarlo a cada instante. En cualquier caso, el cazador no estaba dispuesto a sufrir semejante vejación sin motivo y empezó de inmediato una riña a golpes en la que no permitió que nadie más se involucrara. Un verdadero duelo entre varones que terminó con ambos rodando por el suelo, después de algunos golpes, pero era un combate desigual por el mayor peso de su oponente y Eugenio terminó derrotado, aunque no sin una última advertencia para ese hombre.
Vamos a dejarlo aquí, pero no te volveré a consentir que te refieras a nadie que no sea yo mismo, ¿está claro? Y yo no me creo el amo de nadie ni la familia de nadie.
En eso dices la verdad, reconoció el otro. El Señor me hubiera crucificado si hubiera dicho mucho menos en su presencia.
Como le dijo un viejo veterano de Asturio a Serena, en una poco acostumbrada confidencia:
Lo que pasa con tu padre es que no distingue entre tiempo de paz y de guerra. Y no puedes tratar a tu propia gente con el mismo rigor con el que tratas a un enemigo que no se rinde. Porque no tiene nada que ver. ¡Que esto no es tierra de frontera, pardiez, con cántabros o astures salvajes contra los que vale todo! Y tampoco puedes recompensar a tus mejores hombres con mujeres que son de otros, por mucho valor que derrochen en el campo de batalla, las cosas no pueden funcionar así, porque ese tipo de heridas no se curan jamás. Y seguirán abiertas cuando él no esté. Porque la paz que ha impuesto con miedo, cuando él falte, ¿quién la mantendrá?
Como si fuera una contestación a esa pregunta, aunque en plan irónico, en medio de esa oscuridad creciente se dibujó una gruesa efigie que a todos resultaba conocida. Y eso que Cornelio venía tan sudoroso, sucio y desaliñado que costaba trabajo reconocerle. Incluso estaba mucho más delgado, cómo no, tras ese mes de bélica ausencia. Y se había despojado de sus defensas o se las habían arrebatado, pero tampoco parecía necesitarlas, pues lo único en lo que pensaría ya sería en salvar los muebles o, en todo caso, salvarse él mismo. Abandonado hasta por sus propios lugartenientes, resultaba obvio que nadie le seguía en tan triste derrotero, lo que extrañaba mucho en ese habitual de la Casa. Un potentado que no daba dos pasos sin proveerse de una escolta de príncipe y que ahora, por los azares de la vida y de la guerra, aparecía por allí como un colono cualquiera.
Bienvenido, Cornelio. ¿Vienes sin compañía?
¡Déjame entrar, joder, que no vengo de romería!
Y le esquivó de malos modos, con el semblante en una máscara de furia y derecho a encontrarse con Víctor. Y Eugenio se dejó hacer, por el momento, pero le siguió con discreción hacia la galería. Porque quería saber qué cuento traería el potentado y cuáles eran sus intenciones, aunque de momento recordaba bien el poema de Marcial: Un hombre desgraciado.
No has visto, Matón, cosa más desgraciada que el maricón de Sabelo, cuando antes no ha habido cosa más feliz que él.
Los robos, las fugas y las muertes de sus esclavos, los incendios, los lutos afligen a nuestro hombre.
Ya, el pobre, hasta jode con mujeres.
Sin embargo, la guerra y la ruina no habían abatido aún al terrateniente. Antes bien, sin nada que perder y desesperado, crecido por su experiencia a vida o muerte, Cornelio aparecía más resuelto que nunca.
Me alegra que salvaras el pellejo, le dijo Víctor. A lo que parece, el presagio de tus fuentes sólo a mí me afectaba…
Con gusto me cambiaba por ti, hermano, pues el pellejo es lo único que he salvado, respondió Cornelio, que parecía no darse cuenta del patético estado de Víctor. ¿Qué te parece? ¡La bagauda asaltó mi Casa y la han incendiado! Vengo de allí ahora mismo, pero vi la humareda a lo lejos y escuché los comentarios de la gente, así que ni acercarme quise y tomé la senda hacia tu casa. ¡Uno no sabe ya de quién fiarse en este caos!
Si no les trataras a patadas, pensó Eugenio, a lo mejor los tuyos sí te ayudaban. Pero sabes de sobra lo que tienes en casa: más enemigos son que empleados y muchos de ellos, si llegan a agarrarte, no te harían falta bagaudas. ¡Tus propios criados te desollarían y acabarías de grasa para mil velas!
En medio de su turbación, si algo estaba claro, era que el prócer no venía sólo a desahogarse. Enseguida se acercó a Serena, que rechazó su sed de cariño, mientras que a Víctor daba pena mirarlo. Y él mismo no estaba, tampoco, pendiente de las circunstancias personales de su amigo, sino de la fortísima tormenta que ya se le venía encima.
¿Cuántos son en la bagauda? ¿Lo sabes?
Es difícil de decir, pero es seguro que crecen en número a cada rato. Al paso que van, lo arrasan todo y muchos plebeyos se unen a ellos por temor. O por unirse también ellos al pillaje. Y aún no sabes lo peor: Liberato está entre ellos y hasta se dice es el cabecilla de todos, claro está, si es que los bagaudas aceptan un jefe.
Me lo imaginaba… Madre mía… ¡Eso lo complica todo, joder…! Más todavía…
No tanto, Víctor. ¡Aún podemos resistir! Había pensado que a lo mejor podrías prestarme algunos hombres, siquiera para volver por mi Casa y reunir a la gente… Así podríamos ir en busca de esos ladrones y recuperar, al menos, una parte de lo perdido. ¡Después de lo que hemos vivido en Pamplona, compañero, perseguir a la bagauda de este cabrón se me antoja un juego de niños!
¿Ayudarte, dices? ¡Bastantes problemas tengo! ¿No ves que apenas alcanzo a sujetar aquí a mi propia gente? ¿Y me pides que salga en pos de una banda a la que no hemos podido dar caza en tantos años? Lo siento, Cornelio, pero creo que no sabes lo que dices.
¡Pero Víctor, hermano! ¡Si somos amigos!
Amigo es un cuchillo en el cinto, dijo Eugenio, molesto ante su egoísta insistencia.
Pero, a ti, ¿quién te ha dado vela en este entierro? ¿Desde cuándo los venados disparan a los venablos?
Desde que soy Mayordomo de esta Casa. ¿No ves cómo se encuentra mi Patrón? ¿Por qué no le dejas en paz? ¡Pero tú sólo piensas en tu propio trasero, amigo, como de costumbre!
Cornelio se revolvió contra él, pero algunos presentes y la propia Serena se interpusieron.
¡Basta, Eugenio! No es necesario humillarle, dijo Víctor. Pero en verdad que no puedo ayudarte, Cornelio. En nada salvo en ofrecerte cobijo aquí, por supuesto, aunque no sé lo que el Destino nos depara… Igual ni en eso puedo ayudarte, ¿te das cuenta? Porque Liberato no tardará en aparecer y no creo que sea bueno que te encuentre. A ninguno de nosotros dos.
Era lógica su compasión, pensaba Eugenio, cuando eran amigos y se vería a sí mismo en muy corto plazo. ¡Cómo habían girado las tornas! No hacía tanto que estos dos potentados perseguían a las bagaudas, como a animales, a través de campos y bosques. Los mismos bandidos que hoy saqueaban a placer sus haciendas y hasta sus mansiones, las cuales reducían a cenizas. ¡El pobre de Cornelio era el mismo reverso de lo que fue! Lo había perdido todo y se había convertido, en cosa de un día, en nada más que un pobre indigente, pero había un problema mayor: aún era el prometido de Serena y mientras viviera, pensaba Eugenio, así seguiría, aunque lo curioso del asunto era que a Víctor ya no le importaba nada de esto. Y estaba claro que necesitaba más de los servicios de Eugenio que de un arruinado socio, como Cornelio, a quien nada le quedaba en este mundo y que tampoco le servía como soldado. Sin embargo, cosa curiosa, Serena se mostraba de pronto tenaz en sus creencias: era su prometido, decía, con todo lo que esto significaba, y quería esperar antes de romper su vínculo con él. ¿Quién podía entenderlo?
¿Y a qué vas a esperar? ¿A que vengan las bagaudas y nos maten a todos? ¡Tú eres mi mujer y de nadie más!
No es tiempo ni para una cosa ni para la otra, respondió Serena. Y no se te ocurra hacerle daño, le advirtió, al leer en sus ojos sus intenciones. ¡Júrame que no le harás daño, Eugenio! Por favor…
Te lo juro, respondió él, por no armar más escándalo, aunque ya maquinaba en silencio su posible golpe: la guerra había traído oportunidades insólitas y no estaba dispuesto a dejarlas escapar. Como buen cazador, sabía que las ocasiones no se presentan dos veces. Y que a una fiera la puedes matar tú o dudar, o fallar el golpe, y convertirte de pronto en su presa.
Luego algo he de hacer al respecto, pensó enseguida, al considerar que Cornelio podía rehacer su fortuna de alguna manera. O siquiera revolver el gallinero, para asumir el poder en la Casa, si al final Víctor cerraba los ojos, y era evidente que muchos criados lo seguirían sin rechistar, con el propio Mayordomo a la cabeza. En especial si la propia Serena se mantenía en sus trece de no romper ese vínculo con él, ¡es que era el colmo! Incluso podía acusarle de violar a su prometida, con tantos testigos entre los guardas de la Casa y con el desertor de Mayordomo a la cabeza, por lo que tenía claro que urgía moverse. Más aún cuando le llegó el aviso de que este bestia había vuelto a la Casa, como era de esperar, cuando a río revuelto suele haber ganancia de pescadores.
¡Lo que me faltaba! Ahora sí que toca que mover el culo, se dijo, cuando sería mejor no retrasar mucho más la solución. Corría prisa y se encaminó hacia la puerta para reunirse con su colega y enemigo, un Mayordomo que de forma muy oportuna estaba también de vuelta de su huida: casi al tiempo que Cornelio, al fin, lo que resultaba como poco sospechoso. Y se desenvolvía por los pasillos como si nada hubiera pasado y sin duda animado, ante la supervivencia de su herido Señor, aunque tal vez tuviera un segundo plan por si muriese: ¿quizás dar un golpe de Estado en la Casa, en combinación con Cornelio, para repartirse juntos el botín? En cualquiera de los casos convenía mucho darse vida y Eugenio no se inmutó, siquiera cuando bajó la escalera para encararse con su enemigo más mortal.
Ven conmigo, le pidió, seguido con dudas por un rígido y desconfiado Mayordomo. Y se reunieron en las sombras de la noche, afuera de la Casa, bajo una oscuridad que representaba muy bien los propios planes de Eugenio. Tú y yo hemos tenido muchas diferencias, pero no son horas de tener enemigos en casa. Y para que veas que hablo en serio, que te puedes fiar de mí, mira que estoy dispuesto a hacer un trato contigo.
Te escucho.
Lo sé, cuando te interesa. Nuestro Señor está muy malherido y con todo este desorden… Dios no lo permita, pero lo que quiero decir es que Serena puede ser la que mande muy pronto. Y entonces ya no seré ni siquiera un igual tuyo, ¿comprendes? Pero seguiré necesitando de un Mayordomo que sepa hacer su cometido y de lealtad comprobada a su Señor. Y estoy dispuesto a olvidar todo y empezar de cero si tú quieres, pero tienes que decírmelo ya.
El Mayordomo sonrió, sin duda sorprendido ante esta súbita actitud de su rival, aunque cómodo en ese juego descarnado. Y tampoco tenía tantas oportunidades, la verdad, si Víctor al final fallecía. Pues la Señora de ambos y Eugenio, si mantenía con él sus diferencias, podrían tomarse su venganza. Y Cornelio había dejado de ser un alguien, al caer en desgracia, pero por fortuna para él aún podía beneficiarse de toda esa situación.
Yo siempre he servido a los Próculos. Eso ya lo sabes.
Lo sé, pero tu lealtad ha de ser conmigo, ¿lo entiendes? Y entonces, desde ahora mismo, voy a pedirte que me lo demuestres cuanto antes. Y sólo te lo preguntaré una vez: ¿aceptas?
El Mayordomo esbozó de nuevo su sonrisa sardónica, por debajo de su poblada barba, pero no tardó en asentir.
Claro que acepto. Y no hace falta que me expliques: lo sacaré de la Casa ahora mismo y nunca volverá, te lo aseguro. Cualquiera puede perderse en esta confusión o suicidarse y, además, no hace mucho que tuvo un negro presagio…
Eugenio se encogió de hombros, satisfecho de no tener que dar ninguna explicación.
No es mi Señor ni es nada mío ni tuyo tampoco, así que allá él… Por lo que a mí respecta, en este momento, yo sólo soy el marido de la Patrona y tú el Mayordomo, ¿no crees?
El acuerdo se cerró con una carcajada del Mayordomo, rotas de pronto sus desconfianzas, así como olvidados sus lógicos temores. Esos miedos mutuos que ambos se tenían, al final, pero que Eugenio parecía haber encauzado hacia un bien común.
No… Tú ya no eres Cazador ni el marido de nadie. Ahora eres todo un Señor… Mi Señor, reconoció, con una ligera reverencia, que nadie en el mundo hubiera esperado una hora antes. Y marchó enseguida a realizar el encargo mientras Eugenio se aseguró, al regresar a la galería, de que nadie sospechaba de lo que otro iba a hacer por él.
Parece mentira, se dijo a sí mismo: ¡al final va a resultar que eres más Próculo que Víctor o el propio Liberato! Más pareces tú el hijo de Asturio que estos dos, por lo intrigante que te has vuelto, pero es que hay que sobrevivir.

*Aquiles saliendo de su escondite para tomar las armas que Ulises, para engañarle, había arrojado por delante del harén en que se encontraba. Y una vez descubierto, no le quedaría otro remedio que asumir sus obligaciones con los griegos y tomar el camino hacia Troya, que ayudaría a destruir, pero arriesgando su vida en el empeño. De hecho, las dos hijas del Rey de Esciros tratan de sujetarle, para que no se vaya, pues temen que no sobreviva. Obsérvese que Aquiles luce pendientes, precisamente, porque viene de estar disfrazado de muchacha noble.*
[1] Dídimo y Veridiano, primos del César Honorio, habían sostenido por sí mismos una defensa desesperada del Pirineo, con un ejército privado que costeaban grandes magnates de toda España. Y hemos de suponer que la lealtad entre parientes y partidarios del César, el Clan Teodosiano, evitó la catástrofe posterior aún por unos años.
[2] Como el lector sabrá, según la leyenda, Eneas fue el noble troyano que lideró la huida de los supervivientes para ir a Italia y fundar Roma. Una especie de Ulises troyano. En cambio, Héctor cayó a las puertas de Troya, a manos de Aquiles, en defensa de su ciudad.