La escena de un Víctor yacente rodeado de los suyos, en esa hora final de su vida, resultaba más sobrecogedora cuando la Casa en sí parecía esperar a la muerte. Una visión que a Eugenio le recordó a la muerte de Asturio, hacía tantos años, en esas mismas estancias. Un fallecimiento que sobrecogió a toda la Casa, aunque no pocos se alegraron de librarse de él y Eugenio, muy joven por entonces, se contaba entre esos desleales. Un superviviente de la desleal por excelencia, su madre, quien fue capaz de rebelarse contra el que en esos momentos se rendía a un Señor más alto[1].
Siempre he servido al César y a mi familia, decía Asturio. Y creo que a cambio no pido tanto: sólo un poco de lealtad. Pero ahora que he llegado al final del camino me doy cuenta de que sólo existe lo que uno deja atrás: el pasado y nada más, que para algo es el único tiempo verdadero que tenemos.
Y es que al contrario que Augusto, el gran César que acabó de conquistar Asturias y Cantabria, Asturio no pidió a los suyos un aplauso de despedida a la hora de morirse[2]. A él nunca le hizo falta nada de eso para llenar su ego, sino sólo el cumplimiento de su deber y el cobro de las recompensas que él estimaba justas.
Y a los que penséis que he sido duro con vosotros, con cualquiera servidor o enemigo, os digo que antes de juzgarme os deis un paseo por esta frontera montañesa. Que os atreváis a salir a los caminos de ahora en adelante, cuando yo falte, y que tengáis la decencia de no suplicar a los dioses por un Asturio cuando cualquier banda de criminales os salga al paso. A ver si viviríais tan tranquilos en esta puta casa, en cualquier pocilga de los contornos, toda vez que os falte mi espada.
Y el analfabeto Patrón se volvió a su secretario, que seguía aún en la misma función con Víctor, para darle desde el lecho unas muy últimas instrucciones.
Anta, ya que te gusta tanto escribir, escribe esto: [3]he reinado más de cincuenta años en estos Campos Palentinos. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce.
Al oír estas palabras en su día, el último día de su progenitor, Serena se preguntó cuántos de esos días los habría pasado con su madre. Sin ninguna duda que tales jornadas sumarían cero. Y por detrás de todos, casi en el umbral de la estancia, un adolescente Liberato presenciaba la escena en silencio mientras todos se preguntaban qué sería de él ahora que sus rivales y hermanastros tomaban posesión de la herencia. Y no sería Cesaro, por cierto, que le igualaba la edad, quien tomaría las riendas de la huérfana Casa, sino el primogénito Víctor. Precisamente el más despegado de todos los hijos conocidos engendrados por Asturio, aunque el más despreciado de todos por su progenitor fue Liberato. Un chico inocente que era un recordatorio permanente de la traición de su madre, aun siendo de su sangre, puesto que a Eugenio ni siquiera lo trató nunca como a nada más que un servidor. Una propiedad más de la Casa que otros, sus hijos legítimos, estaban llamados a heredar, aunque ahora mismo era todo un castillo de arena que se venía abajo. Y lo que importaba a Eugenio era en todo caso la gente, su gente, cuya protección asumía en esta hora sombría para todos.
Señor: es preciso tomar una decisión, le dijo a Víctor, una vez de vuelta a la alcoba. Reunir aquí a cuantos hombres podamos, vengan de donde vengan, y prepararnos para otra batalla… O abandonar la Casa de una vez y salvar lo poco que nos queda.
Al oírse a sí mismo, Eugenio se sorprendió de incluirse en una herencia que le era ajena, pero es que todo cambiaba deprisa. Eran las cosas de la guerra, antaño tan lejana, que había caído sobre la Casa como un huracán. Y librarse de Cornelio sólo significaba asegurarse el dominio de las cosas en el interior, pero no de cara a la segura invasión que se avecinaba.
No dejaré que ese zángano se apropie de la herencia de mi padre, ¿me oyes? ¡De ninguna manera! No dejaré que me humillen, mis peores enemigos y en mi propia Casa, Eugenio. ¡Aquiles no se escondió eternamente y supo dar la cara cuando llegó la hora del combate! Y aún tenemos los muros de esta casa y las armas que nos queden.
¿Armas? Casi todas habían sido llevadas a esa guerra maldita, por lo que se habían perdido para siempre. Y ahora golpes sordos arreciaron de pronto y subieron, como un trueno, desde las puertas a la galería.
¡Ya están aquí y son una multitud, muchos más de los que creíamos! ¡Están intentando forzar al tiempo todas las entradas de la Casa!
¡Pues hacedles frente, demonios! ¿Qué queréis? ¿Que lo haga yo, como me encuentro?
No hay duda, Señor: tenemos aquí a una bagauda al completo. ¡Es inútil resistir! ¡Debemos escapar, mientras podamos!
No, ya es tarde para eso. Además, ¿por dónde? Y huir, ¿a dónde? Si me vuelvo a mover perderé la poca sangre que me quede en el cuerpo. No, mira, mejor dejadme morir aquí, qué importa, que al menos moriré en casa y no como tantos desgraciados que no volvieron de la batalla. ¡Idos vosotros si queréis! Eugenio sabe que hay preparada, tras las murallas de Legión, una casa bien abastada para nosotros: allí estaréis bien y a salvo los que podáis.
¿Los que pudieran? ¡Ya era demasiado tarde para nada! Una batahola de golpes y alaridos anunció que una puerta había cedido y los enemigos, cosa inaudita, estaban ya dentro de casa. Y Eugenio apretó los puños, pues lamentaba no haberse decidido y que otros le arrastraran, al fin, en sus infinitos mares de dudas.
Y ahora ya es tarde.
El espectáculo que vino a continuación fue surrealista, como en una pesadilla hecha realidad, porque una tromba de salvajes entró a golpes y voces en la Casa. Y arrollaron a cuantos pillaron en su camino, sin admitir apenas resistencia. Y los supervivientes de las puertas se arrojaban a sus pies, según entraban, algunos ya heridos y presa del más vivo terror. Y hacían muy real eso de a rey muerto, rey puesto. Pero la cuestión era que el rey aquí no había muerto, sino que agonizaba en la galería superior, donde se había refugiado buena parte del servicio. Y en la escalera se había atrincherado Eugenio, con un puñado de valientes, todos dispuestos a vender caro el pellejo. Y el Cazador sopló su cuerno, desde la galería, para enardecer a los suyos y confundir a los que no, y su sonido reverberó como un trueno por toda la Casa. Pero el efecto duró poco y ya se lanzaban los bagaudas contra ellos, también escaleras arriba, cegados por el ansia de robo y lujuria, aunque pronto se impuso la voz autoritaria de su caudillo: un flamante Liberato que apareció entre ellos, tan campante. Tan parecido a su también moreno hermanastro, aun con los ojos claros de su parte paterna. El encaje total entre Eugenio y sus amos, al fin, cuando era el descolocado hermanastro de todos.
¿De qué tienes miedo, hermano? ¿Acaso no soy de la Casa?
Lo serías si quisieras, Liberato. Pero mira cómo has entrado, para empezar.
Sois vosotros los que os habéis opuesto, pero os recuerdo que ésta es también mi Casa, tal y como tú eres mi hermano. ¡Y ahora baja sin temor, capullo, que tengo ganas de abrazarte!
Era un momento de mucha tensión, con las lanzas de unos y otros enfrentadas, y sólo unos cuantos escalones les separaban. Los bagaudas no tenían el aspecto de soldados, carentes de armadura y casi hasta de armas de verdad, pero la propia gente de Eugenio era parecida: colonos de la tierra, en su mayoría, que en su caso se mantenían leales a su Señor. Pero entonces se oyó la voz de Serena, no menos autoritaria que la de su hermanastro.
¡No le creas, Eugenio! ¡No bajéis las armas! ¿No veis que son asesinos? ¿A cuántos inocentes habéis matado ya, Liberato?
Eso me duele, hermanita. ¿Éste es el recibimiento que merezco después de tantos años de exilio? ¿Es que no vas a bajar, tú tampoco, a abrazar a tu pobre hermano?
Para ayudarles a decidirse, impacientes como bandidos que eran, los compañeros de Liberato empezaron a apilar leña y paja junto a las columnas. Y a nadie arriba se le ocultaba que, si prendían aquello, por ser la Casa una estructura de madera, no tardarían en verse dentro de un horno.
¿Qué vamos a hacer?
Entregarnos, Serena, ¿qué podemos hacer? ¡No nos queda otra! Y confiar en la buena voluntad de nuestro hermano.
Eso es, Cazador: confiar, respondió Liberato, en un tono burlón. Confiar en tu sangre, que es la que nunca te va a traicionar. ¿Cómo iba a hacerte daño, dime, cuando eres mi amado hermano mayor?
Eso no lo dudaba, pero, ¿qué hay del resto? Hay mujeres aquí, además de Serena, y también está Víctor.
¿De veras? Entonces no hay que preocuparse, entiendo, mientras haya mujeres para todos. Y ahora decidid de una vez: ¡la aventura y la fiesta con nosotros o el fuego, ahí arriba, con los cabrones de vuestros amos!
Liberato seguía siendo el galán cautivador de siempre, gallardo y tan seguro de sí. Un Aquiles terrible, en la cúspide de su triunfo, que apenas podría creerse dentro de Troya. Dueño de Troya, por fin, tras largos años de asedio en las playas de su clandestinidad. Y los ánimos de la reducida tropa empezaron a flaquear y bajaron sus lanzas, así como los escalones, para ser desarmados sin más por los bagaudas. Y varios de éstos, incluso, empezaron a subir la escalera, envalentonados, mientras que la mermada fuerza de Eugenio se arrastraba derrotada hacia el patio. Y tras ellos comenzaron a bajar, presa del temor, también las mujeres que se habían refugiado en la galería. En su mayoría, llenas de temor, aunque había sirvientes que celebraban su liberación. Pero muchas de las criadas se santiguaban, o invocaban en silencio a sus dioses, en espera del corolario de violaciones que sin duda sobrevendría, cuando nadie en el mundo podría impedírselo a esos tipos. Hombres desesperados hasta de sus vidas, mal acostumbrados a ser forajidos y no ver a menudo una mujer. Y Eugenio sintió lástima por ellas, pero no se entretuvo demasiado en pensarlo. Sabía muy bien que era un destino del que nadie podría librarlas, ni aun si convencía a su hermano de que impusiera un orden improbable. Porque esa horda salvaje tan solo funcionaría unida merced al peligro y el botín compartidos, y no conocían otra disciplina ni sujeción. Y con razón se les llamaba bárbaros, como a los cántabros, puesto que ni daban cuartel ni lo pedían.
Con que no maten a nadie, pensaba Eugenio, me daré por satisfecho.
Pero el primero de la lista era Víctor, desde luego, quien concentraba todos los temores de su más leal lugarteniente.
Liberato: te lo pido por todos los presentes, por favor. No hagas nada de lo que puedas luego arrepentirte.
Habla por ti, hermano, o por mí, mas no por el resto. ¿Qué les incumbe a todos éstos lo que yo haga o deje de hacer?
Lo sabes tan bien como ellos: si le haces daño y otros vienen un día por venganza, que lo harán, todos pagaremos la cuenta junto a ti. Les acusarán de no haber defendido a su Patrón y acaso de ser tus cómplices. Porque a lo mejor tú estás hecho a la vida errante, pero esta gente tiene familia y no pueden huir cuando quieran.
Liberato meneó la cabeza en silencio, como disgustado, mientras sus hombres se impacientaban en torno a él.
Me entristece que trates mejor a este tirano que a mí, cuando sabes que he precisado de casi todo en el monte.
En su día te aconsejé que no te fueras, Liberato. Y si lo hacías, que no te expusieras a esa vida que llevas.
Pues tampoco me ha ido tan mal, tienes que reconocerlo. Mírame. Ahora soy el Señor, ¿lo ves? Ni más ni menos, cacareó, para mofa y befa de su banda. Para ganar mucho hay que apostarlo todo, hermano: no hay manera de triunfar portándose bien, reconocerás, aunque a ti tampoco te haya ido tan mal. Pero, dime: ¿ya te reconocieron como cuñado, estos cabrones, o como buen hermano mío te has tomado la justicia por tu mano?
Hago lo que tengo que hacer en cada momento.
¡Vamos, hombre! Para un hermano con el que me trato, acéptame la broma, se quejó, mientras se dirigía ahora a sus otros hermanastros. Deberíais agradecer que esté aquí vuestro querido hermano Liberato, os lo aseguro, pues de lo contrario estos compañeros ya habrían incendiado la Casa… Y perpetrado con todos vosotros, qué os voy a contar, las más tremendas torturas y vejaciones… Aunque tampoco es descartable que lo acabemos haciendo, claro está, si no accedéis a todas y cada una de nuestras peticiones.
Su gesto de desaprobación debió ser muy obvio, puesto que su hermano reaccionó enseguida con desdén.
Está bien. Si tanto le estimas, ahí te lo dejo, afirmó Liberato, que se refería al agonizante Víctor. De todas formas, no creo que dure mucho más y tampoco pensaba demorarme por aquí. ¿Sabes algo? ¡Siento que hasta estos muros me rechazan! Pero tú tan sólo encárgate de que no falte ni una moneda ni un arma, y cuantos víveres podamos cargar con nosotros, y te aseguro que nos iremos pronto y sin grandes daños.
Dicho y hecho, sin esperar ninguna orden, sus bagaudas vaciaban la despensa. Y antes que nada, comían, o más bien engullían, con esa ansiedad a la que acostumbraban por su oficio. Por su estigma imborrable de forajidos, siempre en eterna persecución.
Si os lleváis todo, ¿qué va a comer esta gente? ¿Cómo vamos a subsistir? Sin grano moriremos de hambre y sin armas seremos presa fácil para los bandidos.
¡Por los bandidos no te preocupes, hermanito, que creo que traje a todos conmigo!
Un estruendo de carcajadas llenó la Casa y Eugenio lo aguantó, con estoicismo, porque era inútil quejarse. ¡Ay de los vencidos!
Y por la comida tampoco debes inquietarte, siguió Liberato. ¡Para vaciar los silos de tu Señor hacen falta dos legiones con sus mulos! Tampoco él se preocupó de alimentar a toda esta gente, ya lo sabes, sino que fui yo quien me ocupé de los míos en estos años. ¡Ay! Tú siempre fuiste un agonías, hermano, pero que nadie diga de mi espíritu familiar. En la orgía que sigue serás el invitado principal y puedes elegir a la que prefieras. Y, por supuesto, a ella también.
Serena se estremeció, junto a Eugenio. Era increíble cómo habían cambiado las cosas en cuatro días. Tantos años esperando su momento y éste llegaba, como en un sueño surrealista, con el fin mismo de la Casa y a manos de Liberato. Pero la venganza del más desheredado de los Próculos estaba llamada a ser más completa.
Bajadme al patricio. A Víctor, ordenó, exasperado ante la demora de su venganza, pero es que sus compañeros andaban más preocupados por robar y violar. Pensabais que no volvería, ¿verdad? Pero no hay lugar en el mundo como la casa de uno. Los rostros conocidos, ¡ay! ¡Tantos recuerdos felices!
¡Liberato! Cuida de ella, ¿quieres? Vengo enseguida, le pidió, listo para regresar al desorden que era ya toda la Casa. Con los inquietos bagaudas dispuestos a tomar posesión de todos esos rincones y saciar su hambre de botín y lujuria, por lo que Liberato no aprobó esta idea de su hermano.
¿A dónde vas, hermanito? Yo de ti me quedaría en el salón. Conmigo.
Quédate aquí, le pidió Serena, pero él soltó su mano para aventurarse por la Casa. Por los pasillos en guerra. Porque en todas las habitaciones se cometían destrozos, abusos y violaciones. Y el suelo estaba resbaladizo por la sangre, tanto de heridos como de los varios cadáveres que había ya diseminados. Era como vivir una pesadilla y en la propia casa de uno.
¡Soy el hermano de Liberato, gritaba, para librarse de cualquier agresión! Y es que no había mejor salvoconducto, en toda la Casa, que recurrir al nombre del jefe de esa banda. Y al subir las escaleras a la carrera no sabía si ir al rescate de Víctor o buscar a Ana, por las numerosas y oscuras habitaciones, pero si algo estaba claro la imposibilidad de detener todos y cada uno de esos abusos. Y los bagaudas no tardaron en explicárselo, por muy hermano de su caudillo que fuera, y le devolvieron al salón a puras patadas.
Te lo dije, hermanito: en la bagauda, no existe la propiedad privada, sino que todo lo compartimos. Todo.
Liberato, por favor: no hagas daño a mi hermano. Es lo único que te pido, rogó Serena, abrazada a un vapuleado Eugenio, pero sin apartar los ojos de un peor parado Víctor. ¿Cuánto le quedaría de vida? Si su estado ya era lamentable al volver de su campaña, con las horas muy contadas, no había mayor esperanza en las crueles manos de sus enemigos.

*Ulises. Héroe de la Odisea, pero ya antes sobresalió en la Guerra de Troya. Porque nunca se hubiera ganado sin su idea del caballo de madera, como tampoco se hubiera llegado a empezar siquiera esa guerra sin él: porque fue Ulises quien desenmascaró a Aquiles, escondido entre el harén del Rey de Esciros, arrojando al suelo un escudo para que él mismo diera un paso al frente y lo recogiera.*
[1] Aquí me refiero a Dios, por supuesto, ante quien todos habremos de rendir cuentas un día.
[2] Si os ha gustado esta obra de teatro, les dijo, ¿por qué no aplaudís?
[3] Este hermoso epitafio lo escribió Abderramán III, aunque él reinó en Córdoba y eso lo he cambiado.