Liberato se sentó en el trono del Señor, dispuesto a impartir su justicia, pero ya casi todos habían probado un adelanto: golpes a mansalva, violaciones y algún cadáver caliente por ahí tirado. Y, aun así, no pocos en la Casa celebraban con gozo la llegada del nuevo tirano, que se entronizaba de esa manera brutal, aunque no dejaba de tener su encanto. Y Eugenio pudo entonces comprobar, por enésima vez, que su medio hermano era el compendio de la herencia física de ambas familias. Por un lado, la tez morena de su moruna madre, que por supuesto compartía con él. Y, por el otro, Liberato mostraba los fieros ojos verdes y la complexión fornida de los Próculos. Un auténtico Aquiles que ya se rodeaba de admiradoras, por cierto: criadas de la Casa que buscaban protección en el caudillo enemigo o, por qué no, se sentían de verdad atraídas por él.
¡En pie todos! Ha llegado el Señor, se burlaba. Porque sus hombres metían ya en el salón a Víctor, sin ningún miramiento por sus graves heridas. Y, de hecho, al llegar frente a Liberato, lo arrojaron a sus pies como un fardo, lo que produjo un grito ahogado de Víctor y de Serena. Y ahora sí que era la única hermana de Liberato que no había sufrido, por el momento, ninguna paliza o maltrato.
No sabía que dormías con la armadura puesta, decía Liberato. ¿Recién llegaste de la batalla?
Ya sabes que los Próculos hemos tomado partido, dijo Víctor. Que sólo tú, de entre todos nosotros, has tomado el del bando contrario.
¿Tanto miedo te ha entrado que de pronto, después de tantos años, por fin me reconoces como hermano? Aún recuerdo lo que nuestro padre decía sobre mí: que haya nacido en noble establo no quiere decir que sea un purasangre. Pero ya ves que yo sí venzo mis batallas, como Asturio, aunque me lleve su tiempo conseguirlo, mientras que a vosotros os han dado ya hasta por el culo. Y sí, ya escuché de vuestras aventuras bélicas, pero a mí no me interesa eso, sino la propiedad familiar que, como comprenderás, te he venido a reclamar.
Víctor yacía en el salón cual toro desjarretado, sobre el mismo mosaico en que él mismo se encontraba retratado. Y la efigie de un Aquiles triunfante, ansioso por luchar, se contradecía con esa otra imagen de carne y hueso. Tan abatida. Era el mejor resumen del declive de una familia, de una gran Casa sometida por delincuentes. De todo un Imperio, un día glorioso, pero ya incapaz de defenderse. Y ahora ellos mismos se encontraban como un barco a la deriva, a merced de los elementos y piratas.
El hombre, cosa sagrada para el hombre[1], pensaba Eugenio, es maltratado aquí por ocio y diversión.
¡Capitán! ¡Mira lo que hemos encontrado! Ven al salón, no seas tímido, decían, mientras arrastraban un pesado fardo. Un cuerpo pesado que resultó ser el del Mayordomo, y al hacerlo dejaban un reguero de sangre sobre el colorido mosaico del suelo. ¡Pasa al salón, anda, que hay mucha gente que quiere verte!
Al igual que con Víctor, los esbirros de Liberato arrojaron al Mayordomo a los pies de su caudillo, junto a su no menos desvencijado Señor. Y se diría que iban a morir juntos, también, después de toda una vida juntos de tiranía. Una existencia de colaboración cuyo final se producía, parecía mentira, en plena Casa y con heridas frontales[2] de sus batallas. Y en otro colmo del surrealismo, para propios y extraños, el Mayordomo se volvía desesperado hacia Eugenio.
¡Señor…!
Unos mugidos que se pegaban a las paredes de toda la Casa, aunque tenían la ventaja de que apagaban cualquiera otro lamento. Y Liberato reía, por su parte, gozoso del inmenso dolor que aquejaba a ese bruto. Porque era obvio que Mayordomo se había resistido y recibido, por tanto, las lanzadas y golpes correspondientes. Todo en defensa de la Casa en la que fue todo menos rey, pensaba Eugenio. ¿En cumplimiento de su deber hasta el final, como correspondía a un buen Mayordomo, o más bien en defensa de su propia y amenazada vida? Lo que estaba claro era que no salió corriendo a última hora, pero tampoco en los campos hubiera sido bien recibido.
Bueno… ¡No es precisamente un cochinillo, pero igual nos vale para el asado!
Déjale vivir, pidió Eugenio. Después de todo, a la vista de sus heridas, es muy posible que no se salve…
¡Pues mejor! ¿No te parece? ¡Que sufra como un perro, clamó Liberato! ¡Igual que tantos han sufrido a sus manos! ¿O es que no sabes que fue él quien mató a tu padre?
¿Cómo podía saber nada? Circulaban tantas leyendas sobre aquello… Y la hora de la verdad parecía haber llegado, la noche de las confesiones arrancadas bajo tortura, aunque Eugenio desconfiaba de encontrar ninguna respuesta en ese tumulto. Y si había un verdadero culpable de aquello, aunque no se manchara las manos con la sangre, era una persona que hacía tiempo que yacía bajo tierra.
No sé, Liberato. Hay demasiadas guerras de familia entre estas paredes. Y yo lo único que tengo claro es que fue tu padre quien mató al mío, hermanito. ¿Debería ajusticiarte, pues, a ti también?
Un coro de risas siguió a estas palabras, que el propio Liberato disfrutaba.
¡Señor! En el nombre de vuestro Dios, ayúdame, insistía el Mayordomo, que se volvía suplicante hacia Eugenio.
En el nombre de Dios no me lo pidas, amigo, que no puedo hacer milagros. Rezaré por ti, más bien, dijo Eugenio, a sabiendas de que poco podía hacer por nadie y menos por él, pero Liberato se extrañó de este tratamiento que Mayormo le hacía.
¿Cómo que Señor? ¿Tan desesperado te ves que ahora reconoces como Señor a mi hermano, tú, que te has dedicado por años a hacernos la vida imposible?
Y es que los bagaudas odiaban a ese capataz, claro, más que a nadie en el mundo, cuando sabían que había matado y torturado a tantos compañeros suyos. Y no sólo a ellos, claro, sino incluso a los propios colonos y servidores de la Casa.
Te vamos a dar lo mismo que a Gratio[3], cabrón, al que diste tierra a puñetazos y patadas. ¿O crees que no escucho, desde la dehesa, los lamentos diarios de los míos? Y, tú, añadió, al volverse al padre de ese infortunado chico. ¿No dices nada? ¿Es que ni siquiera ahora que os lo sirvo en bandeja vais a ser capaces de hacerle justicia a este cerdo? ¡A vosotros no os falta la libertad, joder, sino echarle cojones a la vida!
El criado aludido, más por miedo que por rabia o pena, dio un paso al frente y se encaró con el Mayordomo. Con el animal muriente que ya era. Lo que pasó con ese muchacho, en su día, había estremecido a toda la Casa. Y Mayordomo lo justificó como una pelea tabernera, con un criado al que dijo borracho, pero la opinión general era muy otra.
Sólo tenía veintitrés años y lo mataste como a un perro… Ahora deseo que tú también mueras, como mi hijo, sin ocasión de poder defenderte.
¡Déjate de historias y mátalo tú mismo! ¡Sé un hombre por un día y mátalo! ¿A qué esperas?
Liberato lo espoleaba con furia, pero el ya veterano criado no se decidía a traspasarlo con una lanza que le pusieron en las manos. Y eso que, de todos modos, estaba claro que al prisionero no le quedaba mucho. Y el Mayordomo se volvió a Eugenio, el rostro cual máscara de piedra, en busca de un auxilio que todos le negaban.
¡Qué astuto eres, Cazador! Ni una víbora lo es tanto, se quejó el malherido. ¿No vas a agradecerme lo que acabo de hacer por ti con ese patricio que…?
No tuvo tiempo de acabar la frase: como hizo con tantas presas moribundas, Cazador dio un paso al frente y le clavó la estocada definitiva. Con tanta decisión que ese agraviado padre se apartó, temeroso, máxime cuando Mayordomo exhaló en un grito y la sangre salpicó en torno. Y Eugenio evitó así esa agonía inútil, que ya no tenía remedio, aunque aún podía comprometerle de cara a Serena. Pero la sangre tiñó de tinto el mosaico, justo en la parte en que Aquiles tomaba el escudo y se descubría como quien era: un guerrero que se podía esconder de los demás, tal vez, pero no de sí mismo.
Yo no quería hacer esto, afirmó, con el acero aún en el pecho de Mayordomo. Y nunca dijo una verdad más grande, aunque fueran tan enemigos. Porque en esa hora postrera del Señor, y tal vez de la Casa, sus grandes diferencias se veían de otra manera. Y acababa de jurarle fidelidad con los hechos, ni más ni menos que cazando a su verdadero rival al trono: ese infortunado Cornelio por quien hasta ahora, en medio de ese desorden violento, nadie había vuelto a preguntar.
De todos modos, estaba desahuciado, se explicó, para justificarse ante una Serena que asistía a la escena con horror.
¡Vaya con mi hermano! Habrá que tener cuidado contigo, celebró Liberato, que fue coreado en el acto por sus compañeros.
Que Dios lo acoja en su Gloria, dijo Eugenio, impulsado por el temor de que esa acción resultara demasiado odiosa para Serena. Y este último comentario despertó aún más la hilaridad de Liberato y sus compañeros, divertidos con el cruel y contradictorio espectáculo. Se encontraban en su fiesta y estaba claro que ningún comentario piadoso se la iba a aguar. Ni por un momento. Antes bien, al contrario, cuando todo se lo tomaban a guasa. Y entretanto, sin que parase por nada su desenfreno saqueador, los criados de la Casa reunían su tesoro en esa sala del trono. Lo más valioso que encontraban, empezando por las armas, pero había algo más que no acababan de localizar y que era fuente de auténtica tensión para esos bandidos.
Escucha, Víctor: aunque seas mi hermanastro, como nuevo Señor de esta Casa debo juzgarte. Y no te creas que he estado tan ausente ni tan lejos de esta hacienda como para no haber oído quejas de mi gente sobre ti. Pero lo que más me irrita es lo que le has hecho a mi hermano, todos estos años. Mejor dicho, a mis hermanos. Lo único que querían estos dos era casarse y sin pedirte nada, a cambio, te han sido muy leales. ¡Menos mal que los dioses me han traído aquí para hacer su justicia! A mí, que soy también hijo del Dueño, como reconoces. Luego, ahora, como pago por tantos años de exilio injusto, reclamo el tesoro de la Casa. ¿Dónde está? Entrégamelo pronto y nos marcharemos.
Todo lo que teníamos lo he mandado esconder, empezó a decir Víctor, pero al tratar de incorporarse los bandidos se lo impidieron. Y le obligaron a permanecer de rodillas, para escarnio de su enemigo. Todo cuanto tenía lo encontrarás tras las murallas de Legión. Por lo tanto, si lo quieres, habrás de respetar nuestras vidas.
Como diría Aquiles, aquí presente, no caben pactos entre leones y hombres, como tampoco entre lobos y corderos. Y eso que dices de respetarte, hermano, ya lo veremos. De momento, te arrancaré la piel a tiras para asegurarme de que nada guardas aquí.
Haz lo que quieras de mí, pero no hallarás ni una moneda mía en la Casa. Te lo aseguro.
¡Sea! Pero al menos me divertiré un poco, sonrióLiberato. Ése será mi consuelo.
¡No, Liberato, por favor! Te ha dicho la verdad, dijo Serena. ¡No es preciso torturarle!
Luego algo sabes, hermanita, ¿no es cierto? Muy bien. Tal vez empecemos contigo, afirmóLiberato, que tanteaba así los ánimos de sus cautivos.Pero Víctor se mostraba indomable.
¿Crees que le confiaría un secreto como éste a una mujer, por muy hermana mía que sea?
¿A Serena? Por supuesto que lo creo. Y creo también que te lo podemos arrancar por medio de ella, dijo Liberato. Y dos de sus hombres avanzaron hacia la Señora, pero Eugenio se interpuso sin contemplaciones.
No tan rápido, les advirtió, mientras alzaba un venablo contra ellos. Al primero que se arrime a ella, os lo juro: lo atravieso.
Su aplomo tuvo efecto y los bagaudas dudaron, volviéndose a su jefe. Era su hermano y no querían hacerle daño, pero tampoco recibirlo ellos: después de todo, esa arma goteaba la sangre fresca de Mayordomo.
Díselo, Liberato. Diles que hablo en serio, insistió Eugenio, que sacó también un puñal.
Yo tendría cuidado, sí. Mi hermano no suele fallar, no tan cerca, y es más hábil aún con el cuchillo. De hecho, fue él quien me enseñó estas cosas.
¡Ya lo has oído, amigo! No me importa morir, pero tú caerás conmigo, afirmó Eugenio, que señaló a uno de ellos con su puñal. O tú. Y ella también, pues la cortaré el cuello antes que dejarla en vuestras garras. Y creo que muerta no valdrá mucho, ¿no es cierto? Menos que yo, incluso.
Vale, Eugenio. Ahora sí puede decirse que te la has ganado: eso sí, no pidas nada más. Porque no te llevas una concubina, precisamente, sino a mi hermana. ¿Ya está contento, Aquiles, ahora que se ha devuelto a Briseida[4]? Enhorabuena por la presa.
Por su parte, sin embargo, sus bagaudas se impacientaban. Estaba claro que no eran duchos en mitología y por más que pisaran ese mosaico, que valía una fortuna, sabían que no podían llevárselo en su huida.
Y sobre el oro, comentó uno de ellos, que señalaba a Víctor con su lanza. ¿Qué vamos a hacer con él?
No sé… Yo creo que se lo ha tragado. Estos patricios son capaces de todo con tal de esconder sus alhajas. ¿Acaso vosotros también pensáis que en las bagaudas sólo admitimos a gente inculta, sin oficio ni beneficio? Pues no siempre es así. También tenemos médicos entre nosotros, aunque hayan aprendido en el monte la profesión. Y él te extraerá el oro del vientre, Víctor, para que no te haga daño ahí dentro.
No irás a matarle, dijo Eugenio.
Y, ¿por qué no? ¿Acaso no mató su padre a nuestra madre? Si al menos nos diese lo que le pedimos, podríamos olvidarnos de esas viejas cuentas.
Nadie tiene aquí más razones para el odio que yo, dijo Eugenio, que se acercó a Víctor para encararse con él. ¿Llegaba al fin la ansiada hora de decir todas las verdades? Siempre cacé para ti, llené tu mesa de manjares y te di protección. Hasta te salvé la vida hace poco mientras que tú, en cambio, ¿cómo me lo has pagado? Si quieres, te lo puedo recordar: con una espada y una túnica usada[5].
También te di la libertad, le recordó Víctor.
Sí, es cierto. Un regalo que ya mis padres, por cierto, cuando mi padre nació y murió libre. Y no necesitó permiso de nadie para vivir su vida hasta que tu padre se la arrebató, igual que hizo luego con nuestra madre.
Eso no fue culpa mía y lo sabes. Os guste o no, he sido vuestro Señor y algo me debéis, dijo Víctor. Algo le debéis a Serena, que siempre cuidó de vosotros. En especial, de ti.
No te preocupes por ella, que eso corre de mi cuenta. Y no voy a pedirte permiso para desposarla, por cierto, pues me vale con que ella quiera. Preocúpate más por ti.
Bien dicho, hermano, dijo Liberato, pero Eugenio no estaba tan de acuerdo con él. Ahora veo que en verdad somos eso: hermanos. Porque eso es lo que eres para mí y no este gusano, ¿comprendes?
Sí, somos hermanos, pero esto no significa que te vaya a dar la razón en todo. Si vas a matarle, adelante, pero entonces yo me marcho. No quiero mancharme las manos con la sangre de un honorable.
Entiendo que sea tu cuñado, hermano, pero, ¿qué quieres? ¡No puedo decir que desearía uno parecido para mí!
Era obvio que Liberato guardaba muchas cuentas pendientes con su hermanastro, pero Víctor había cambiado mucho desde que él marchó de la Casa, hacía tantísimos años. Los dos eran muy distintos y, si Víctor se había moderado mucho en su prepotencia, en el caso de Liberato pasaba más bien al contrario. Y, así y todo, pensaba Eugenio, nadie tiene más viejas cuentas con Víctor que yo.
Yo también quiero mi parte de justicia, le dijo a Liberato. Yo también reniego de su estirpe de asesinos, ¡más que vosotros! Porque si no fuera por Serena, te lo aseguro, haría tiempo que me habría vengado de todos. O que habría huido de aquí, como tú, pero para marchar lejos de esta Casa. Y, así y todo, no le pondré la mano encima a un notable como él, con parentela regada por toda España. Porque hoy hemos vencido, Liberato, pero mañana podríamos ser los derrotados.
La Casa está tomada, hermano. La estirpe de los Próculos se ha terminado, ¿vale? ¡Para siempre! ¿Qué más temes, pues?
Eugenio no podía creerse que su hermano fuera tan ingenuo. ¿De verdad creía que la cosa fuera tan fácil?
Tú eres más listo que eso. Recuerda que no tienes a todos sus parientes en tu red, hermano, ni tan siquiera a todos los hermanos. Y aún te falta el más peligroso.
¿Cesaro? Sería demasiado bonito, pero tranquilo. ¡Ya caerá ése también! Por lo que he oído sobre sus andanzas tiene muchos enemigos, más cercanos a él que yo, dispuestos a ajustarle las cuentas. Y si viene por aquí a reclamar algo, te lo aseguro: no se irá de vacío.
Es Tribuno Militar, por si no lo sabías. Y su cuartel no está tan lejos de aquí, sino a un par de días a caballo. Ellos no fueron a la batalla, según creo, porque casi son la única defensa que nos queda contra los cántabros. Y es caballería lo que manda, luego podrían caernos encima en menos que cante un gallo y hasta perseguirnos por los campos. Ya sabes que no es ningún tonto.
Los bagaudas se miraron entre sí. Parecía evidente que Liberato les había ocultado esa parte y quería que siguiera así, a juzgar por el repentino gesto serio de su hermano.
Tú ya tienes tu parte, ¿no es cierto? ¡Pues cállate ya! ¡De lo que se trata es de conseguir el maldito oro, joder, porque a eso hemos venido! Y esta gente no se va a conformar con cuatro muchachas, ¿me oyes? También quieren algo para gastar, como comprenderás, después de pasar tanto tiempo en refugios por el monte. ¡Y todo por este cabrón de mierda al que tú llamas Patrón!
Por mucho que sueñen ese oro, hermano, no tiene ni por qué existir. Hasta donde yo sé, el oro está en las minas y en los bolsillos de los vencedores. Los mercenarios del Usurpador, que se habrán quedado con todo el bagaje y la soldada de esa tropa. Y también hay oro tras las murallas de Legión, claro, aunque os sea imposible traspasar esas murallas.
Hermanito: en este salón he visto cometer muchas injusticias y también algunas necedades, pero nunca vi una que implicara la ruina de tantos y todo por la avaricia de unos pocos.
De rodillas en el suelo, las cautivas de esa tropa elevaron su ruego a Eugenio. Y éste se sorprendió de que le llamasen Señor, como si todo fuera así de sencillo, pero él no tenía tan claro que los Próculos estuvieran tan acabados.
¡Por favor, Señor nuestro, dales lo que piden!
Y, ¿qué les puedo dar? ¿El tesoro de esta Casa? Muy bien. Pues lo tienen al fondo de ese pasillo de allá, en la biblioteca.
Ya hemos mirado por allí y no hay nada, sólo libros, dijo un bandido, por lo que Eugenio temió en el acto la destrucción que podrían haber causado en el registro. Más que todo, porque eran auténticos analfabetos que ni sabían lo que era un libro por dentro, sino que sólo buscaban lo inmediato del botín.
¡Pero es que me refería a los libros, joder! ¿Qué hay más valioso que eso?
Eugenio hablaba en serio, al decir esto, aunque esos brutos se lo tomaron como una verdadera broma. Y el primero de todos, Liberato, cuya carcajada atronó la sala.
¡Eres muy gracioso, Eugenio! Pero mira, si quieres, a mis hombres,: ¡la mayoría ni siquiera saben leer! ¡Si les das un libro de ésos, lo usarán para limpiarse el culo! Y ahora, déjate de juegos de patricio y dime, de una puta vez, dónde está el tesoro de la Casa. Porque no tenemos toda la noche para jugar a las adivinanzas, ¿me entiendes o no?
De acuerdo. ¿Queréis los últimos ahorros de los Próculos? ¿Todo lo que no se han gastado en la guerra? Pues os voy a decir la verdad: están en Legión, depositados en el banco, a la espera de que vayamos allí a refugiarnos. ¿Entendido? Víctor decía la verdad, hermano: yo mismo fui a dejarlo todo allí.
Los bagaudas estaban cada vez más nerviosos. Uno de ellos, incluso, alzó su lanza sobre el cuerpo tirado de Víctor, pero sus propios compañeros le contuvieron. Y Liberato estaba, ahora sí, en el culmen de su rabia y desesperación, también, por lo que ese chasco significaría para sus hombres. Para su propio liderazgo entre ellos.
¡Que nadie se haga el inocente! ¡Si las joyas y tesoros no aparecen, os lo juro por mi madre, quemaré esta puta Casa con todo lo que contiene! ¡Con vosotros incluidos! ¿O es que no recordáis lo que decía mi buen padre, el General? Cuando uno de mis soldados comete una falta y no se sabe quién fue, lo mismo da, pues todos a una pagan por el culpable. Y si se decima[6] a una Cohorte completa, porque ha faltado valor en la batalla, ¿no caen los valientes junto a los cobardes? Pues imaginad lo que puedo hacer con todos y cada uno de vosotros, empleados y señores, si no aparece lo que hemos venido a buscar.
Pero tú sabes que todo tiene un fin, Liberato, hasta el oro de Víctor. Y a nadie se le oculta que invirtió muchísimo en su maldita guerra: ¡todo lo que tenía! Porque son malos tiempos para todos, por el asunto de Usurpador. Incluso para los ricos.
¡No me vengas con los tiempos, hermano, que para estos cabrones nunca son tan malos! Llevan generaciones desollando a sus colonos y cuanto más pobres son, más les desuellan. ¡Estos cabrones se han quedado con todo y tú lo justificas!
Pero, ¿de qué te sirve tener un reino en tierras si luego viene otro y te las quita? Y cuando digo que son malos tiempos sabes bien a qué me refiero, porque lo primero que desaparece es el dinero. Y las armas.
Y las joyas. Me he desprendido de todas las que tenía para pagar a los soldados de mi hermano, afirmó Serena. Auténticas antigüedades familiares, de las que tú tendrás recuerdos, pero que se nos han ido en esta aventura tan horrible. La propia salud de mi hermano, como ves: todo ello para perderlo en una hora, al final, a manos de las bestias del Usurpador. ¡En mala hora se unió mi hermano a una guerra que traían perdida de antemano! Pero los Próculos somos así, supongo, tercos y cazurros hasta caer de nuestro burro. Los tres lo somos, en verdad, cada cual en su estilo.
Liberato estalló con furia y arrojó un venablo, sin apuntar, que cruzó el salón como un viento.
¡No me llames así! Este cerdo de Víctor no es nada mío, ¿me oyes? ¡Nada! Y tampoco lo es para ti… Ni para ti, añadió, al señalar ahora a Eugenio. Pero tú eres el más tonto de todos. ¿Por qué no miras este mosaico y te haces el favor de comprobar, si todavía te quedan ojos y un poco de mollera, que tu cara de bobo no está retratada en el suelo? No entiendo esta fijación tuya por considerarte parte de esta familia, claro, si no es porque esta patricia tan astuta te ha sorbido la sesera…
No creo que puedas decir nada malo de ella, dijo Eugenio. Ni tú ni nadie. Además, lo quieras o no, Serena es sangre de tu sangre.
¡Bueno, ya está bien! ¡No me entretengas con discusiones de familia que no me incumben! Ni confíes tampoco en eso de que somos hermanos, porque sabes que podría torturaros a todos hasta enterarme de lo que me dé la gana. A él, para empezar, afirmó, con una patada al caído cuerpo de Víctor. O a ella. Aunque pensándolo mejor, podría llevarme a ese cabrón conmigo y retenerle, a varazos, hasta que cante todo lo que sabe. O hasta que mandéis a sacar el dinero de Legión, o donde quieran sus penates que lo haya escondido.
Pero míralo, Liberato, cómo está. ¡Creo que no hace falta que te diga que, si lo llevas contigo, en el estado en que se encuentra, sería lo mismo que matarle aquí, sin más! ¡No tiene sentido!
Y, ¿qué me importa a mí sí se muere o se deja de morir? ¿De verdad crees que me importa algo lo que le pase a este desgraciado? ¡Dale gracias a los dioses por caerme en gracia, porque ser hermano mío tampoco te asegura nada! Piénsalo: ¿no estoy a punto de matar a otro hermano mío, como tanto insistís que es, después de torturarle?
Y con esto se cumplía un refrán de Séneca que otros, como el padre del desafortunado Gratio, había experimentado hacía tiempo en sus carnes: algunas veces, incluso vivir es un acto de coraje. Porque así era. Y si ese desgraciado padre tuvo que sufrir durante años la injusticia de haber enterrado a su hijo, un muchacho inocente, por culpa de un bruto sin entrañas como Mayordomo, ahora era Víctor quien padecía una tremenda agonía física y de ánimo. Y no debía ser agradable enfrentarse en soledad a los acreedores de tanta ira y codicia, como eran esos bagaudas, pero también algunos de sus propios servidores. Todos ellos muy capaces de desollarle vivo, lo que fuera, con tal de sacarle hasta la última moneda.

*El viejo Cazador hizo de padre de Eugenio tras faltar éste, debido a su cruel asesinato, pasando Eugenio a ser más tarde su sucesor.*
[1] Séneca.
[2] Se refiere aquí que fueron heridos en combate y no en la huida, puesto que entonces habrían recibido tales heridas por la espalda.
[3] Una historia real, sacada de La última palabra. De Ana de la Robla. Un epitafio de un chico real que sufrió esa muerte infausta, tras la que fue a estas tinieblas arrojado.
[4] Briseida era la concubina troyana de la que Aquiles se enamoró, tras capturarla, y que Agamenón le arrebató por un tiempo. Como castigo porque Aquiles no se le sometía.
[5] Hay que tener en cuenta que, en esta época, con una economía de subsistencia, tales regalos serían de súper lujo, equivalentes a una mansión y un deportivo de hoy en día.
[6] Brutal castigo que suponía la muerte de uno de cada diez soldados para escarmentar a una unidad, elegidos al azar. Esta feroz represalia se utilizó masivamente con los soldados romanos que conquistaron Cantabria, por su baja moral después de varias derrotas serias, pero también más recientemente. Por ejemplo, con las tropas moras que se desmadraron en Medina del Campo durante la Guerra Civil.