El verdadero lema de los Próculos, que coronaba las dos puertas principales, resultaba esos días más confuso que nunca.
Al sucesor, síguele. El porqué, yo me lo sé.
Pero, ¿quién era ahora el sucesor? ¿Liberato? ¿Cesaro? Había quien creía que Serena y Eugenio tomarían incluso las riendas, puesto que los bagaudas no permanecerían mucho tiempo. Y es que enterrado Víctor, que ya un poco antes fue desposeído de todo, el servicio de la Casa no se hacía tantas preguntas. No en voz alta, desde luego, resignados a lo que había y temerosos de lo que pudiera haber aún. Y trabajaban duro, como siempre, para agradar a sus actuales señores. Unos bagaudas que, al menos de momento, se habían hecho con el dominio total de la Casa. Y no se habían portado tan mal, asumían muchos, cuando la matanza pudo ser mayor, pero el personal procuraba no dar excusas para excitar su furia. La pobre de Ana, sin ir más lejos, convertida ahora en concubina para uno de esos bagaudas. Y Eugenio intentaba evitar su mirada, como si quemara, porque le avergonzaba no ser capaz de liberarla, aunque sabía que no era esto lo que a ella más le dolía.
Por fin lo conseguiste y me alegro. De verdad. Porque te la mereces. Y te deseo que seas feliz con ella, le dijo, aun con lágrimas en los ojos, en un momento en que Eugenio no pudo rehuirla. Y deja de pensar tanto, ¿vale? Tampoco puedes salvarme siempre.
Ojalá pudiera, respondió él, que se sintió como el más cobarde de toda la Casa. Pero era cierto eso de que no se puede servir a dos señores, como tampoco se puede a dos señoras. Y había más deserciones en la vida, aparte de ausentarse de un combate. Que ya lo razonaba Marcial en su poema: Todo se lo lleva la coima[1].
Siendo como eres pobre para tus amistades, Lupo, no lo eres para tu amiga y sólo tu verga no tiene queja de ti.
Ella, la adúltera, engorda con coños de harina candeal, mientras tu convidado come harina negra.
Vinos setinos que encenderían las nieves se filtran para la querida, pero nosotros bebemos el negro veneno de una tinaja corsa.
Te has comprado una noche, no entera, con las fincas paternas. Pero tu aparcero, abandonado, labra campos que no son suyos.
Resplandece la adúltera reluciente de perlas eritreas. Mientras tú te la tiras, tu cliente es llevado preso por deudas.
A la prostituta se le regala una litera llevada a hombros por ocho sirios, pero tu amigo será la carga desnuda de un escaño.
Anda ahora, Cibeles, y mutila a los pobres maricones[2]. Ésta, ésta era la verga digna de tu cuchillo.
¡Ay! Si sólo pudiera salvar la Casa, se dijo Eugenio, aun a sabiendas de que eso era imposible. Porque era el hogar seguro y conocido que todos tenían, mejor o peor. Y, sin embargo, estaban todos en manos de auténticos desharrapados, por más que se dieran a sí mismos el timbre de libertadores. Y era enojoso ver cómo se comportaban, con sus mismos iguales, pues trataban de ser señores sin haberlo aprendido nunca. Y, ¿qué no les tocaría aún sufrir, en especial a los más humildes, a manos de nuevas oleadas de bandidos? Eugenio nunca había visto tan claro, por tan pavorosas desgracias del Pueblo Romano, que no es misión de los dioses nuestra seguridad: lo es su venganza[3].
Pero la política es el arte de prometer y al igual que Víctor, el verdadero sucesor, Liberato había heredado de su padre en común ese don para la política. Para convencer a propios y extraños de que sus órdenes eran más bien consejos por su bienestar, de que no había nunca nada que debatir si el paternal Patrón ya había considerado todo por ellos y de que, en todo caso, desobedecer sería no sólo un delito: era también y siempre una decisión absurda. Ilógica. Sin embargo, el trasfondo social que uno y otro hermanastro ofrecían a sus siempre inferiores paisanos era diferente: Víctor defendía el orden de estamentos de toda la vida y sin ocultar que existían esos estamentos, esas castas inamovibles, mientras que el también hermanastro de Eugenio predicaba una libertad y solidaridad que eran falsas. Dos caras iguales de una misma falsa moneda.
Por primera vez no serán otros los que morirán desangrados, sino que les toca a los ricos pagar la cuenta de tantos años de abusos y explotación. ¡Por primera vez se cumplirá en esta tierra la legítima ley ancestral del ojo por ojo y diente por diente!
Una ley que habían dejado de aplicar con los aristócratas para cebarse del todo, desde un principio, con los más humildes servidores. Y Eugenio no era el único en llegar a la conclusión de que habían salido del fuego, en todo caso, para caer en las más ardientes brasas.
¿Será posible que tengamos que extrañar las pasadas injusticias, a manos de señores rapaces y severos? ¡Quién iba a decirnos que hasta el viejo Asturio sería puesto en un altar, pero estos alacranes de mi hermano pueden conseguir lo que se propongan!
Las historias de dolor de la Casa no habían tenido fin, por generaciones, pero todo parecía empeorar con la guerra. Con la anarquía que la guerra trae siempre aparejada. Y, así y todo, impulsado por la nobleza de su corazón, Eugenio se negaba a extrañar los días pasados, que no habían sido faltos de abusos y tristezas.
En una ocasión, por ejemplo, había unas mujeres que se ofrecieron para trabajar un día por su jornal. Y venían tan desesperadas que ni el capataz del cultivo tuvo el poco corazón de despedirlas sin nada, pero lo que nadie imaginaba fue lo que vino a continuación. Eugenio servía ese día de ayudante para este capataz y observó que una de las jornaleras se apartaba del resto y se metía como para la maleza, por lo que él pensó que se quería escaquear del trabajo. Nada más lejos de la realidad. Y es que ya antes de apartar las ramas, tras el rastro de esta mujer, Cazador escuchó los berridos de un recién nacido, por lo que sólo comprobó lo que había pasado cuando se acercó al sitio en concreto, donde esa forastera había dado a luz sin encomendarse a nadie. Ella sola y con la única ayuda de un pequeño cuchillo con el que ya se aprestaba a separar al niño de sus entrañas.
¡Dios mío!
El Cazador no podía dar crédito a lo que había visto y llamó enseguida a otras mujeres en su ayuda. Y se apresuró en darle el día libre y pagado a esta mujer, incluso con el regalo de una hogaza de pan entera, lo cual motivó un pequeño cabreo en el capataz. Porque consideraba que había sido demasiado generoso con ella.
Gracias a ti, desde ahora, toda la mujer que esté preñada en las cercanías vendrá aquí a hacer lo mismo, razonaba. Habrá que estar pendiente, para que no vuelva a pasar. ¡Salvajes! ¿Cómo son capaces de hacer estas cosas?
¿En el campo? Parecía mentira que ese hombre no conociera la realidad de tantos paisanos de la comarca y la tremenda hambre que pasaban. Y peor era la necesidad de los forasteros cuanto más lejana era su procedencia de los fértiles campos palentinos. Muy a menudo, cántabros y astures bajaban de sus montes, famélicos, en búsqueda de cualquier cosa que echarse a la boca, aunque tuvieran que hacer cualquier cosa para conseguirlo. Y la puerta de la Casa era testigo mudo de muchas de estas tragedias, pues a menudo eran incluso niños los que venían. Carne fresca en todas sus posibles manifestaciones, para deleite de señores y servicio, y mayor era la vesania cuanto menor era el rango del sirviente. Por esto Eugenio pensaba que la puerta misma y las paredes del vestíbulo no lloraban porque eran de madera y de piedra, o tal vez porque ya estaban más que acostumbradas a presenciar tanto drama y abuso. Como decía Ovidio en sus Súplicas a un portero inconmovible:
A vosotras, crueles jambas,
Con vuestro umbral severo y a vosotros,
Duros leños, adiós,
Puerta, que también eres una esclava.
La puerta no era capaz de hacer gran cosa cuando no había mucho que se pudiera hacer, en realidad. Y la puerta era la auténtica frontera, pues hasta los esclavos de la Casa tenían ciertos derechos, adquiridos por antigüedad, que los recién llegados ni soñar podían. Pero así y todo seguían viniendo, en mayor número cuanto menores eran los frutos de unas cosechas que en ningún caso eran suyas, pero siempre son los pobres los que mayor golpe se llevan cuando aparece la hambruna. Y a menudo pasaban a convertirse en servidores de los propios servidores de la Casa, con lo que recibían de éstos su manutención a cambio de consentir el ser explotados. Muchas veces, desde la más tierna infancia de esos recién llegados.
Todos los días caía un pelo nuevo a la olla. La Casa ejercía una atracción demasiado fuerte sobre los villorios de alrededor y, afuera de esos muros abrigados y seguros y ese arte, comodidades y baños con calor, sólo cabañas de adobe había. Pero, ¿sería mejor si no hubiera Casa a la que acudir? Eugenio no se engañaba sobre la respuesta.
¿Qué va a ser de la Casa, Liberato? Escuché lo que hicisteis con la de Cornelio y sería una pena que ésta siguiera tal suerte, para empezar, por los mosaicos que atesora. Y la biblioteca es una joya que debería servir a más gente, a más niños como fuimos nosotros, y tú sabes que no hay mayor patrimonio en esta mansión. Incluso podríais vender los volúmenes, pienso. Porque sabes que valen su sal.
¿Me ves cara de loco? Sabes que ordené a mis hombres proteger la biblioteca, antes siquiera de poner el pie aquí. Pero también sé di me asomo a un mercado con eso, acompañado de estos “literatos” que me siguen, tardarán media hora en agarrarme y crucificarme. Y tranquilo: no voy a quemar nada. Yo no, claro, aunque no respondo por los demás. Le tienes cariño a esta vieja mole, ¿no es cierto? ¡Te entiendo en eso, hombre, para qué te voy a engañar! Yo también guardo buenos recuerdos de aquí, ya lo sabes, y no deja de ser curioso. Lo mejor y lo peor entremezclado, ¿no es cierto?
No es sólo eso. Es por todo. Esta Casa ha sido el hogar de nuestra gente, siempre lo fue y la verdad es que pensaba que siempre lo sería. Me cuesta pensar que todo eso se ha acabado. Y además, es… Tan bella. No he visto nada igual ni creo que lo haya en todo el mundo. Hay más que arte entre estos muros, hay magia… No he viajado mucho, ya lo sabes, porque apenas abandoné nunca los límites de esta hacienda, pero he conocido tantas cosas aquí… Ríete de mí, pero es lo que pienso.
¿Como podría reírme? ¡Si casi me haces llorar, quién lo diría! Y no voy a destruirla, tranquilo: nadie lo hará, claro, si yo puedo evitarlo. Pero si el oro no aparece, te lo advierto: no respondo de mí. Ni mucho menos de mis compañeros.
Se refería a sus hombres, claro, aunque detrás había otros bandidos que también podían venir. Sobre todo, las temibles fuerzas del Usurpador, acampadas al borde de la misma carretera que les unía. Cada vez más cercanas a ellos. Y en un momento Eugenio creyó adivinar, por pura intuición, las verdaderas intenciones de su hermano. Porque ya no se trataba de saquear, sino que ahora le tentaba la idea de quedarse. Recuperar una Casa que también sentía suya, pero, ¿tanto habían cambiado de verdad las cosas? No hacía tanto que por allí banqueteaban Víctor y Cornelio, como si nada fuera nunca a suceder, y de pronto yacían ambos enterrados. Toda una lección de humildad que, sin embargo, su peor enemigo se resistía a creer, vanidoso como le correspondía, por ser un vástago de Asturio.
Me pregunto dónde andará ese zopenco de Cornelio. Me hubiera gustado ponerle la guinda a este pastel echándoselo de comer a los cerdos, y no pocos de sus servidores se nos han unido y le querían ajustar las cuentas. Y qué te voy a contar a ti, cuando quiso quitarte la moza. ¡Supongo que a esta hora ya andará por la Bética, bien lejos de aquí, donde nadie pueda reconocerle!
Supongo que sí, respondió Eugenio, poco animado a confesarle lo que había ocurrido con su rival. Porque no se terminaba de fiar del todo en su hermano y en que no pudiera usar este secreto, si le hacía partícipe de él, para cualquier añagaza en el futuro. Ya sabes que estoy encantado de tu regreso, hermano, y no te molestes por lo que voy a decir, pero… Sabes que, si te quedas, será tu fin. La gente del Usurpador seguirá avanzando, por esta misma carretera, y no tardarán en visitarnos. Y tu fuerza está en que puedes atacar y retirarte, pero no dispones de un ejército de veras como para atrincherarte aquí y reclamar esta tierra. Para serte franco, le había propuesto a Víctor dejarles la Casa entera a su merced, tanto a ellos como a vosotros. Abandonarla, sí, aunque fuera duro para todos.
¿La dejarías para siempre?
Por supuesto. Porque no se me ocurre cómo podría recuperarla después. Y no creas que no me duele dejarla atrás… Con gusto la daría por perdida si supiera que alguien la fuera a cuidar y, sobre todo, que alguien se ocupara de la gente a nuestro cargo.
Hubiera sido una buena idea, sí, pero ya ves que tu hermano está en todas y antes que todos. Seguro que fue idea de Víctor lo de quedarse aquí y resistir hasta el fin, ¿no es cierto? ¡Pobre viejo avaro! Es lo malo de tener una fortuna, supongo, que te esclaviza hasta el punto de pedirte la vida por ella.
¡Olvídate de Víctor, Liberato, qué te importa ya! ¿No ves que está muerto? Y te aseguro que no era el mismo malcriado insoportable que conociste, cuando dejaste la Casa hace tanto tiempo, pero en todo caso no importa ya: por una vez, los potentados mordieron el polvo, luego, ¿qué más quieres? Si es la Casa, quédatela, ¿a quién le importa? ¡Visto lo visto, será de quien pueda y quiera defenderla! Y piensa que la gente del Usurpador vendrá por aquí, más pronto que tarde, para ajustar cuentas con todos sus enemigos…
Su hermano se echó a reír.
¿Y quién te ha dicho que no he pactado ya con ellos, como el resto de bagaudas, para envolver a estos cerdos por la espalda? ¡Mira que no somos la única bagauda que ha bajado del monte ni ésta es la única villa que ha sido tomada, por todos los Campos Palentinos, pero también en otras provincias! Por eso te digo que los Próculos están acabados y, con ellos, toda esa lacra de teodosianos. Aunque tú no me acabes de creer. ¡Es la hora de la libertad para tantos parias de la tierra, hermano, tras tantas generaciones de opresión!
Eugenio se dio cuenta, sólo entonces, de hasta qué punto habían menospreciado a esos bandoleros. Tantos años de tiranía terrateniente habían cosechado su fruto y también los proscritos se habían unido, en una especie de frente común, para hacer realidad su sueño de despojar a los ricos. La venganza de los desheredados se revelaba más completa y organizada de lo que parecía, pues se habían repartido el territorio y habían descendido de sus montes, todos a una, para un golpe definitivo contra sus enemigos. En perfecta coordinación con las fuerzas militares de Usurpador, quien por su parte había derrotado a esos mismos enemigos comunes en batalla campal.
Las cosas han cambiado, pero verás que no para mal: nadie va a haceros daño si nosotros estamos aquí, ¿de acuerdo? Y la cuestión es que si queréis nuestra protección habréis de pagar por ella, hermano. Hasta la última alhaja. Considera que no os hace falta dinero, tal y como estáis, y en cambio a mí sí me toca pagar a esta gente.
Está bien. Déjalo en mis manos, anda, que si queda algo de valor yo me enteraré. No hace falta emplear ninguna violencia. Y piensa, sobre todo, en el hermano que te falta, en Cesaro, que se encuentra al Norte con un ejército a su cargo. Y nada te librará de su furia si se entera de que hicisteis daño a sus hermanos. Porque, bueno… Creo que de momento podría darse por satisfecho, si no vais más lejos: después de todo, habéis respetado a su hermana y Víctor se iba a morir de todos modos.
El gesto ausente de su hermano, al recordarle a ese Próculo un tanto lejano, pero real, le reveló que no menospreciaba para nada ese peligro. Sin duda que no. Y eso que Liberato era un auténtico estoico, capaz de dormir en una cama de piedra, que hacía muy reales esas palabras de Marcial:
Fácil cosa es despreciar la vida cuando las dificultades nos rodean. Sólo se porta valientemente aquél que sabe ser desgraciado.
Y si algo había demostrado su hermano, con esa vida de forajido que llevó durante tanto tiempo, era su capacidad de ser desgraciado y vivir como tal. Tanto que parecía más asustado de volver a una vida común que de ser perseguido sin cesar, como una alimaña, en los montes apartados donde había habitado por años.
Yo estoy hecho para la vida dura. Cuando me va bien, me asusto[4], le confesó, en uno de esos momentos.
Los días pasaron y las brasas del saqueo se apagaron, poco a poco, conforme los de la Casa se acomodaban a los recién llegados. Y también pasaba al revés, desde luego, cuando también esos bagaudas ansiaban un poco de paz y sosiego. Y este milagro sucedió poco a poco y para mejor o, al menos, no para el suplicio sin fin que Eugenio había imaginado. Porque la vida seguía, así y todo, para la inmensa mayoría de los supervivientes. Y resultaba curioso cómo esa vida apenas había cambiado, en la Casa, tras la aparente caída de los Próculos. Y lo cierto era que a Serena, aunque nunca lo hubiera imaginado, tampoco le había afectado tanto este ocaso. Ni siquiera la muerte prematura de su hermano, al que consideraba ahora a salvo de los pecados que le habían esclavizado en su vida. Y era llamativo contemplar cómo los mortales se adaptan a lo que hay. Que se respiraba igual con un Próculo legítimo en el trono que sin él, por más que Liberato pretendiera ser heredero de la Casa. Porque la verdad era que la había tomado a la fuerza, como hicieron los suyos con tantas de sus mujeres, y Serena podía llamarse afortunada de haberse evitado ese trago. Sólo su parentesco con Liberato la había salvado o, mejor dicho, el de éste con su esposo.
No te sientas culpable de haber ganado algo con esto, Señora, o de no haber perdido tanto, le dijo una criada. Era de las veteranas de la Casa y, por tanto, gozaba de cierta autoridad entre las mujeres. Eugenio y tú fuisteis valientes, al resistiros a estos bagaudas, pero poco se podía hacer para evitar ciertas cosas…
No lo suficiente como para evitaros tanto, a todos y en especial a algunos. ¿Sabes una cosa? No dejo de pensar que de tanto pedirle al Cielo una oportunidad, para Eugenio y para mí, nos la haya dado en forma de tormenta. Porque hacía falta una tormenta tras la que pudiéramos estar juntos.
El saqueo de esos bandidos había traído a la Casa la ley de la frontera, que no es otra que la del más fuerte. Y todo ese corolario de robos, asesinatos y violaciones, que su padre conociera tan bien, les había llegado ahora a ellos. Porque no existe ese mundo seguro, inalcanzable, donde poner a salvo nuestros tesoros y familias. Y por más guardias armados que se pongan en las puertas, si el Destino lo quiere, éstas serán forzadas y aquéllos derrotados. De hecho, en el cementerio de la Casa, había una nueva hilera de tumbas recientes, siendo una de ellas la de Víctor. Testigos mudos de que el saqueo había tenido lugar, aunque ahora todos disimulasen, como si nada hubiera pasado.
Eso que dices es mucho pensar, Señora: ¿que por haber pedido lo que es justo Dios fuera a castigar a los demás? ¿Incluso a inocentes de por medio? No, Él no es así y lo sabes. Él no es Júpiter ni Diana. En la vida, las cosas ocurren y a menudo no dependen tanto de uno mismo.
Lo sé. Mira, si no, las cosas que mi padre hizo con tantos, dijo Serena. A Eugenio, para empezar. A sus padres.
Bueno. Sobre ese asunto, hay algo que no sabes, como tampoco tu marido, porque nadie se ha atrevido nunca a contarlo. No en vida de tus padres y tu hermano, que en paz descanse. Pero creo que es bueno que se sepa y que tú, en particular, conozcas por fin este asunto.
Puedes hablar, dijo Serena, siempre sedienta de conocer la verdad. Te aseguro que quedará entre nosotras.
Verás: muchos creéis que fue vuestro padre quien mató a la madre de Eugenio, pero no es cierto. Fue vuestra madre quien lo hizo. Y la razón no es difícil de entender: lo hizo por celos. Cosa distinta es lo del padre del muchacho, desde luego, pues son cosas de hombres y ellos arreglan así sus problemas. Pero lo otro… Fue un asunto entre mujeres, vaya, que más de lo mismo. Y se usó a dos criados para hacerlo, claro. Y a uno de ellos no hace falta que te lo nombre.
Qué horror, lamentó Serena, con lágrimas en sus ojos verdosos, cuando la verdad era que ambas historias eran tan creíbles como dolorosas. Y su madre fue una mujer fría, demasiado pegada al molde de las mujeres de su alcurnia. A su manera, tan despiadada como su esposo, que era el flagelo de bárbaros y servidores. Y pensar que Eugenio estuvo a punto de seguir ese camino y de la misma manera… ¿No bastaba con haberle hecho huérfano sin razón?
No basta a quienes creen que todo está permitido, para mantener lo que tienen o acrecentarlo, y aún no he terminado de contarte. Porque es un rumor muy extendido que tu madre, para evitar que Liberato o Eugenio heredasen, mandó envenenar de seguido a tu padre. Y son cosas que habrás oído por ahí, en los pasillos de esta Casa, pero que nadie se habrá atrevido a desvelarte.
Algo había escuchado, sí, aunque una no quiere creerse esos rumores. Pero esto que cuentas explicaría algunas cosas, como la repentina muerte de mi padre. Y no mucho después de la de esa pobre mujer, la madre de Eugenio y Liberato. ¡Qué horror!
Pues ya ves. Tu padre estaba muy enamorado de ella y pretendía desposarla. Repudiar a tu madre y reconocer a esos dos como hijos suyos. Y entonces, la historia de esta Casa hubiera sido muy diferente, pero tu madre no era ninguna tonta. La Señora toleraba como podía las faltas de Asturio, qué iba a hacer al respecto, pero todo fue demasiado lejos con la madre de Eugenio y Liberato. Y cuando el Patrón la sentó en la mesa con el resto de comensales, relegándola a ella a una posición humillante, se sintió más que amenazada. Tanto ella misma como el futuro de sus hijos estaba en juego, como herederos de todo esto, y ya sabes que una mujer herida es como una serpiente que espera su momento para morder y envenenar. En especial si la herencia de sus polluelos se ve comprometida.
Serena asintió, a sabiendas de que algo de eso sí debía ser verdad, pues aún recordaba las confidencias que su ultrajada madre les hacía a sus hijos sobre estas cosas.
Luego fue ella quien la mató, ¿no es cierto? Mi madre…
Y tu padre se la envainó, claro, hombre práctico como era, aunque todos sabemos lo que tuvo que sufrir con aquello, pero de alguna manera consiguió ocultarlo todo. Porque le convenía, a él también, tener la fiesta en paz con vuestra madre: después de todo, la Casa y todas sus fincas eran la dote de ella. La fortuna inicial vino por vuestra madre, como sabes, que además tenía una parentela igual de rica y poderosa. Por eso tu padre no se atrevió a otra cosa que a repudiarla, ya ves, él que era temido por todos. Pero no creo que Asturio muriese envenenado, ¿sabes? Él estaba al corriente de todo en esta Casa y una víbora no puede morir por veneno alguno… Quiero decir que, bueno… Lo de víbora lo digo por su inteligencia. Porque era un hombre muy precavido.
Y mi hermana supo algo de esto, ¿no es cierto? Flavia.
Alguien se lo contaría, sí, eso pienso. Ya sabes que ella miraba por los ojos de vuestro padre y aquello fue un golpe muy duro para todos. De ahí que a Asturio se le viera llorar cuando volvió a casa y supo lo ocurrido con Flavia. Porque no era ningún tonto y supo enseguida lo que había pasado.
Serena contuvo a duras penas el llanto, en un intento de que no se desbordase por sus mejillas, aunque había creído que sus ojos ya quedaron secos tras lo vivido. Tres muertes relacionadas y sus dos padres metidos hasta el fondo en toda esa tragedia que no dejaba de ser familiar. Un corolario de venganza y muerte que terminó con Flavia de forma física, pues su corazón roto no pudo soportar la brutalidad paterna.
Ahora entiendo mejor la rebeldía de Liberato, aunque está claro que él y Eugenio se equivocaban al sospechar de mi padre. Pero, ¿a quién aprovecha ser tan cruel y llevar esa vida que han llevado, mis dos padres, y que no es otra es el verdadero infierno en la tierra? Sólo pensando en poseer, en acumular y vivir bien, y siempre dispuestos para quitarse de en medio a quien fuera. Si te digo la verdad, me alegra que estén muertos, pero por ellos: porque así han descansado, lo mismo que Víctor. La verdad es que no sabían ni lo que hacían y por eso creo que Dios los perdonará.
Y el último de ellos, su propio hermano, que hacía no tanto gobernara esa Casa con mano de hierro. Y ahora descansaba junto a ella, para toda la Eternidad, enterrado como uno más de sus colonos. Sin ningún ajuar en su tumba, pensaba Serena, que tenía que recordarse a sí misma que había muerto como cristiano. Que sólo su alma subiría al Cielo. Pero la fuerza de la costumbre pesaba, parecía mentira, sobre todo, en ese último adiós. Y sólo el saqueo total de la Casa había impedido que se cumpliera su voluntad de ser enterrado como su padre, con todo el ajuar de un gran Señor y sin encomendarse a Dios Padre. Como el pagano redomado que fue toda su vida.
Eugenio también reflexionaba, por su parte, y más que nunca tras la debacle del Señor y de todo su Casa. Pero no tenía claro que eso fuera un desenlace tan definitivo. Porque los Próculos y sus parientes, teodosianos todos, seguían vivos en su mayoría. Si no los amos, sí los hijos de éstos, que conservarían aún sus haciendas y poder, aunque expectantes del avance de Usurpador. ¿Negociarían con el invasor a cambio de mantener sus propiedades intactas? Después de todo, seguían siendo mucha gente y muy tenaz como para que Usurpador pretendiera doblegarles por la fuerza. Y ganase quien ganase, al fin, esa guerra civil no terminada, los vencedores aún precisaban de los teodosianos. Para mantener el orden en España y gestionar las minas, los puertos y todo lo demás. Y ahí estaba Cesaro, por ejemplo, cuya Cohorte no había participado en la batalla. ¿Se habría enterado de lo ocurrido? ¿Volverían los Próculos a recuperar lo que era suyo? Por el momento, ni Eugenio ni su hermano parecían agobiarse demasiado con esa posibilidad. Esos bagaudas habían perdido el honrado hábito del trabajo, si es que alguna vez lo tuvieron, y planeaban quedarse y vivir a costa del sudor de todos ellos. Pero esto era una buena señal, porque ningún brazo les sobraba y por supuesto que ninguna vagina. Y no pocos de ellos se habían reencontrado con su anterior vida de pastores y labriegos, que sin duda también extrañaban. Y algunos de ellos, incluso, habían cedido ante las prédicas de Serena y se habían bautizado.
¿Estaban en un nuevo comienzo para la Casa? Por lo que se refería a Eugenio, sin cuñados a la vista y ante la repentina viudedad de Serena, desde luego que así era. En compañía de su hermano perdido, regresaba a la Casa después de pasar la mañana entera al acecho de lo que encontrasen. Cuernos o colmillos, daba igual, cuando lucen parecido. Y arrastraban a su espalda un trineo en el que yacía un venado, de imponente corona, que Eugenio había abatido a pie firme con su lanza. El verano se agotaba y había que aprovechar esos últimos días, largos y despejados, que ofrecían una visión excelente de la campiña. Y al fin llegaron a la vista de la Casa, con el último sol de la tarde, que se desparramaba como una caricia por las colinas.
No has perdido habilidad con los años, hermano, sino al contrario. Está claro que has mejorado tu arte. ¡Con justicia te llaman Cazador!
Tal vez sean los cuentos de nuestra madre, ¿recuerdas? Cuando nos contaba aquellas historias sobre las fieras de África…
Sí, claro… Cómo olvidarlo, dijo Liberato, el feroz bagauda, con un inesperado tono melancólico. ¿Sería el fin de Liberato el bandolero? Estaba claro que la vida de granjero era mucho más cómoda y placentera, tanto para él como para sus hombres. ¿Sabes una cosa? He pensado sobre lo que dijiste y tienes razón: no puedo esperar milagros si me quedo aquí, acuartelado con mi minúsculo ejército. Tarde o temprano, alguien vendrá a por nosotros y he estado pensando que… Ese dinero que dijiste, lo que fuiste a depositar en Legión: ¿crees que aún podremos ir a buscarlo? Tú y yo, junto a Serena. Y nadie más.
La verdad, aquello sonaba tentador. Era una pequeña fortuna y serviría muy bien para empezar esa nueva vida, aunque tendría que ser lejos de todo.
Allí está el dinero, desde luego, dijo Eugenio. Todas las joyas de la Casa o, mejor dicho, lo que Víctor no vendió ya en estos años de guerra y ruina. Es un tesoro considerable, en verdad, si sale a repartir entre tres.
¿Entre tres? Pero tú no eres hijo de Asturio, hermanito: tocamos a dos cabezas, con Serena, en el reparto de la herencia. ¡Tanto tiempo has pasado con mis hermanos, cabrón, que te has convertido en un hombre avaricioso!
Los dos rieron, bajo los fresnos que bordeaban el camino. La vida era hermosa ahora que no tenía que disimular ni esperar nada, sino ser lo que por méritos le correspondía: marido de su mujer y dueño de su propio Destino. Dueño de la propia casa en que vivía y donde se crió. La auténtica libertad que les había llegado, a Serena y a él, parecía mentira, de las cenizas y el furor de la guerra. De la derrota de los Próculos y el saqueo mismo de la Casa, a manos de unos auténticos delincuentes. Pero el hecho de que el caudillo de esa bagauda fuera Liberato, que era hijo del antiguo Señor, y que su hermanastro fuera el marido de la Dueña, le daba a lo ocurrido un cierto aire de legitimidad. Como si nada hubiera cambiado, en cierto modo, pese a que había cambiado todo.
Mis hombres se están acomodando y no me gusta, reconocía Liberato. Ya han hecho hasta sus familias con las mujeres que han tomado, aquí y allá, pero pienso que esto no puede durar. Tienes razón en eso, ¿sabes? Debo marchar cuanto antes o me arriesgo a que mi cabeza acabe en una pica.
Y yo también, no te olvides. Se oye por los caminos que las tropas del Usurpador, pese a su victoria, no han recibido aún su salario. Y no creo que sus jefes puedan pagarles, de ninguna manera, cuando España entera ha perdido ya tanto. Y entonces, cualquier día, sus generales nos soltarán a esos bestias por aquí, para que cobren a nuestra costa. Y les va a dar igual que tú seas Liberato o que yo sea Cazador, porque saquearán la Casa sin piedad. O lo que quede de ella, claro.
¿Saqueado por bandidos? Liberato se echó a reír, aunque no podía ser tan ingenuo de no haber considerado ese peligro. ¡No me hice bagauda para sufrir tal cosa! Y esa gente nos debe mucho, a los bagaudas, porque estamos impidiendo que los teodosianos se recuperen de la derrota: ya ni retaguardia tienen, ¿no te parece?
Ahora que lo dices, Liberato, es algo que siempre quise preguntarte. ¿Por qué lo hiciste? Me refiero a tu marcha, porque en la Casa hubieras tenido una vida regalada, igual que yo, y no creo que lo hicieras por venganza. Porque tú apenas conociste a nuestra madre y Víctor, que entonces era muy joven, poco tendría que ver con aquello…
No lo sé, hermano, supongo que fue mi orgullo. Para no ser esclavo de nadie, por mucho que fuese en una jaula de oro, ni mucho menos de ese cabrón. Pero todos mis hombres te dirán lo mismo, si les preguntas. Y en su mayoría eran libres, colonos arruinados como tantos, pero en su día tomaron un camino diferente. Porque prefirieron vivir libremente, aun con el nombre de esclavos, que ser esclavos manteniendo sólo el nombre de libres[5].
Como mi padre, dijo Eugenio, cuando era un secreto a voces. Pero el Señor lo mató y de mala manera, además, por no consentirse como rivales. Precisamente, parecía mentira, el padre de su propio hermanastro. Un lío familiar que se había enquistado desde hacía tiempo y que acababa de eclosionar, como un auténtico vendaval, con Liberato como líder del saqueo de la Casa.
Así es, Eugenio. Tu padre tuvo los huevos de alzar una lanza y morir, antes que vivir deshonrado. No como esos cobardes de la Casa, que han llevado una vida de gusanos por no tener los cojones de empuñar una espada. Eso es ser bagauda: ¡ser libre de verdad, joder, aunque nos cueste la vida!
Libertad: es una palabra que usas con demasiada alegría, pienso, pero creo que olvidas las lecciones de Séneca que aprendimos juntos:
¿Quieres saber que es libertad? No ser esclavo de ninguna cosa, de ninguna necesidad, de ningún azar.
Reducir la fortuna a términos de equidad.
Todo eso queda muy bien si uno quiere ser filósofo, replicó Liberato, pero esas frases tan bonitas no llenan las tripas de nuestros paisanos. Del colono que se mata a trabajar para que otros se lo coman todo.
Te compadeces del cartaginés y tratas a patadas a los tuyos[6], pensó Eugenio, que rememoraba los crueles abusos de la bagauda por doquier. Y no sólo en esos días de furia, posteriores a su entrada triunfal en las haciendas. No sólo cuando se habían servido caliente su venganza, al fin, sino que era así de toda la puñetera vida. ¿De verdad no consideraban sus propios delitos contra su propio pueblo y sólo veían, como aparentaban, lo que el Próculo de turno hubiera hecho o dejado de hacer?
Hogar, dulce hogar, dijo Liberato, poco acostumbrado a ese retorno a las comodidades. Por delante de ellos ya se vislumbraba la mole blanca de la Casa, rodeada de una extensa llanura que permitía a sus moradores otear en derredor. Y entonces, un súbito presentimiento abordó a Cazador. Una inexplicable turbación que su hermano notó enseguida.
¿Qué has olido, sabueso? ¿Presa o lobo?
Me huele a lobo, más bien, ¿te das cuenta? No hay nadie trabajando ni se ve a nadie. No es normal.
Por eso te preguntaba, hermano, que yo también me había fijado. Acércate tú y echa un vistazo, anda, que al cabo eres el Jefe de la Casa y yo, un forajido.
Eugenio obedeció, pero apenas se había adelantado cuando escuchó un estruendo de caballos. Y un buen golpe de jinetes emergió de la arboleda, las lanzas en ristre. Eran soldados, sin duda, pero, ¿qué soldados? ¿A quién servían? En otro tiempo, su llegada a la Casa fue siempre bien recibida, pero las cosas habían cambiado con una guerra perdida y un saqueo de por medio. Y entonces, por un momento, Eugenio dudó entre buscar la huida en el bosque o seguir hacia la Casa, pues le daba tiempo de sobra para ambas cosas, pero una voz autoritaria le sacó de dudas.
¡A éste, no le toquéis, que es de la Casa! ¡Id por el otro!
¡Era Cesaro, el hermano menor de Serena! Y los jinetes pasaron a su lado y continuaron su marcha, derechos como flechas hacia Liberato. ¿Qué debía hacer? Por mucho que quisiera, resultaba imposible ayudar a su hermanastro contra tantos. Y a su frente, al término de una reducida llanura, las puertas de la Casa estaban abiertas. ¿Sería una trampa? ¿Qué habría sido de la gente de Liberato? Tanto si habían muerto o huido, era lo mismo, porque Eugenio no iba a echarles de menos. Pero al llegar a la Casa lo vio todo revuelto y de nuevo, por enésima vez, sus suelos fregados con sangre, porque muchos bagaudas quedaron allí para siempre. En la misma Casa que saquearon con tanta alegría y de la cual algunos habían desertado, en su día, para seguir a Liberato en su cruzada.
¡Soy de la Casa! ¡Soy Cazador!
Pero los hombres de Cesaro que había en la Casa, alguno de ellos herido, no repararon mucho en él. Y es que al fin, como buenos bandoleros, antes de caer prisioneros de Cesaro, los bagaudas de su hermano se habían defendido, pero era obvio que esa venganza les había caído por sorpresa. Varios de ellos yacían ya apilados, en un rincón, y Eugenio supuso que el resto habría escapado como pudieran. Y al verle llegar, Serena descendió las escaleras y se lanzó a los brazos de su esposo.
No te preocupes, Eugenio: mi hermano sabe todo. Sabe que soy tu mujer y que defendiste la Casa en su ausencia. Todo está bien contigo.
Pues menuda defensa… Sólo espero que ésta sea la última calamidad, dijo él, que echó un vistazo en torno a ese escenario de combates. Y ahora he de ir afuera, pues temo que hayan agarrado a mi hermano.
¡No! No te entrometas en eso, por favor: ¡podrían matarte si lo haces! ¡Cesaro no quiere ni oír hablar de Liberato, olvídalo, lo único que quiere es matarlo!
Hacía no tanto que Víctor mandaba en la Casa y ahora Liberato iba a ser el siguiente Patrón en morir, tan pronto, después de años de soñar con ese poder que ahora ostentaba. ¿Cómo podían cambiar tanto las cosas en tan poco tiempo?
El de Liberato era un episodio que ya estaba por terminar, se diría, cuando Cesaro estaba de vuelta con su gente. Y traían preso a su peor enemigo, cómo no, cubierto del polvo de la derrota. Y su hermanastro le dedicó a Eugenio una sonrisa sardónica al pasar junto a él.
¿Te he dicho ya que eres mi hermano predilecto?
Eugenio sabía que no habría juicio que valiera. La rapidez con que Cesaro había acudido desde el Norte, donde su presencia sería tan necesaria, hablaba muy bien de la ira en que cabalgaba.
Cesaro, por favor: ¿no irás a matarle?
¡Eso no es asunto tuyo, Cazador, y no importa el trato que tengas con mi hermana! El Señor aquí era Víctor y habrá delegado en ti, supongo, pero sólo hasta que yo pudiera hacerme cargo. Y ese delincuente es cosa mía, ¿de acuerdo? ¡No voy a consentir que la Casa de mi Padre se convierta en el prostíbulo de cualquiera ladronzuelo, ni mucho menos que se veje a mis hermanos ni a mis criados!
Entonces, fue Serena quien dio un paso al frente.
Te lo ruego, hermano, escucha a Eugenio. Ha sido gracias a él que la cosa no pasó a mayores. Fue el único que se enfrentó a estos criminales cuando entraron a saco. Y gracias a Liberato, pudimos salvarnos… Y se evitaron también muchas muertes, incluso de tus propios soldados, que nos enviaste para ayudarnos en la defensa.
Unos rehenes que asentían, recién liberados por sus camaradas, porque estaban satisfechos de haber vivido para contarlo, pero Cesaro ni oír quería sobre arreglos con su enemigo.
Lo sé, Serena. Y también sé que habéis hecho lo que os ha dado la gana, todo este tiempo, aprovechando este desconcierto. Porque basta que uno se dé la espalda, o que le vuelvan la cara los dioses una hora, y la propia gente de uno le vuelve la Casa del revés, pero no pasa nada. Eso sí, cosa distinta es este elemento, como comprenderás.
Eugenio tragó saliva.
Pude haberme marchado y no lo hice. Eso está claro. Y nadie podrá decir que no he estado a las duras y las maduras.
Si, ya sé que has estado en todo. Incluso te ha dado tiempo a convertirte en mi cuñado, pero te digo que no importa. Además, aunque quisiera, tampoco puedo castigarte mucho más. Porque tu querido hermano ya va a recibir lo suyo.
Es tan hermano mío cómo tuyo.
¡Cuidado con aleccionarme, servi…!
Cesaro apenas podía contener su ira, aunque estaba deseoso de poder canalizarla hacia los responsables.
¿Hermano mío, ese rufián? ¡De eso nada! Que haya nacido en noble establo…
No le convierte en purasangre, sí, lo sé. ¡Ya lo decía vuestro padre! Pero el caso es que ya no hay motivo para matarle, pienso, luego, ¿por qué mancharte las manos con su sangre?
¿Quieres que te haga una lista? Ese granuja no sólo ha maltratado a mi hermano y a nuestra gente, usurpando la Casa entera a las malas, sino que ya mucho antes esperábamos agarrarle, lo sabes bien, cuando su cuenta está repleta de desmanes contra nosotros. ¡Por mucho menos he crucificado a aldeas enteras en Cantabria! Y si no se respeta la Ley, todos lo pagaremos, luego siempre será preferible que paguen quienes las deben.
Eugenio sabía que insistir podía ser peligroso. Y es que Liberato no tenía derecho a juicio, como bandolero que era, ni mucho menos cuando el juez era parte. Porque no resultaba difícil ponerse en la piel de Cesaro, pero Liberato era su hermano al fin. El medio hermano de ambos, en verdad, aunque el más joven de los Próculos abominase de él.
Te pido compasión, le propuso Eugenio, en actitud orante. Yo salvé a tu hermano de morir, incluso torturado por estos bestias… He cuidado de tu Casa como si fuera mía…
¡La decisión está tomada! Ella es tu recompensa, así que confórmate con la que tienes. Y ya no eres más Cazador. Ahora eres mi Mayordomo y has de ser el primero de todos, pero empezando por aceptar las normas. Los que mandamos, como sabes, debemos dar ejemplo. Y no hay excepciones que valgan.
Valorarían que fueras misericordioso, Señor, aparte de justiciero.
¿Acaso se puede hacer justicia siendo blando? ¿Es de ley que los propietarios seamos esclavos de nuestros propios esclavos y en nuestras propias haciendas? Las cosas son como son, Mayordomo: no hay más que hablar. Y conste que te agradezco los servicios prestados, en verdad, pero a esta serpiente no queda otra que aplastarla, ¿está claro? Así que despídete de él.
Y salió de la estancia y de la Casa, seguido de sus hombres, así como de un maniatado Liberato, pero no sin antes escuchar una última vez a Serena.
Bueno o malo, lleva nuestra sangre. ¿Acaso no temes la ira de los Manes y Penates[7], Cesaro? ¿Qué se vuelvan contra ti y contra la Casa misma por derramar tu propia sangre?
Aquello era un último pero inteligente intento, por parte de Serena, puesto que los Próculos eran conocidos por su superstición, pero Cesaro no dudó mucho tiempo.
Eres muy astuta, hermanita, pero temo más su ira si no se le hace justicia a Víctor. A todo el servicio de la Casa, al fin, que han pagado como él estas fechorías. ¡Que explique él a los Manes todo esto, mejor, que hacia ellos va!
Y con estas palabras le dio la espalda, listo para presidir la ejecución, y al cinto llevaba la espada que fue de su hermano y padre. Esa arma sagrada que Liberato se había apropiado y que venía de arrebatarle. Y también la gente de la Casa salió con ellos, cuando eran requeridos como testigos, pero los verdugos no se alejaron demasiado de allí. Y unas voces de horror le anunciaron que la condena había sido satisfecha, eso sí, sin recurrir al más cruel recurso del ahorcamiento o la cruz. Un detalle de consideración hacia Eugenio, sin duda, y no tanto hacia Liberato. Y Víctor intuyó que tampoco dejarían su cadáver expuesto, como advertencia a propios y extraños, aunque Cesaro sí le dedicó una alocución al servicio.
¿Habéis visto todos? ¡Esto es lo que les espera a quienes muerdan la mano que les da de comer! Y los que creísteis que estábamos acabados, que los Próculos no volveríamos por lo nuestro, ya comprobáis que estabais confundidos. ¡Por lo que a mí respecta volveré las veces que haga falta y pienso empalar a quien haga falta con tal de que haya orden! ¿Entendido? Y para ello cuento con la colaboración de todos vosotros, los últimos de mis leales.
Por su parte, adentro de la Casa, Eugenio estaba desolado. Habían sido demasiadas emociones y cambios, en tan poco tiempo, y el caso es que se había salido al fin con la suya: era libre y tenía a Serena, pero el costo había sido elevado. Y torrentes de lágrimas descendían por sus mejillas al recordar cómo crió a ese descarriado, su hermano pequeño, a quien al cabo no faltaron razones para su rebeldía. Pero con él se cumplía esa sentencia de Séneca: la ira es un ácido que puede hacer más daño al recipiente en la que se almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte. Y se dolía por su madre, sobre todo, que ya había perdido a su esposo de esa manera. Y ella misma siguió tan triste suerte, no mucho después, dejando a su espalda a dos criaturas tan tiernas.
Ojalá puedas perdonarle, Eugenio. Es la vida que ha llevado, que ha hecho de piedra su corazón. Y tantos años entre esos bárbaros de cántabros, que son más paganos que el Demonio…
Sé que es el camino que Liberato eligió, también… Y él lo asumía, pero… ¡Era mi hermano!
Las lágrimas brotaban de sus ojos, incontenibles, mientras pensaba en lo injusto del Destino. Que Cesaro le hubiera infligido a él el mismo dolor que el suyo, al ver a su propio hermano enterrado, por más que fuera justa la condena. Y es que los bagaudas no podían esperar otro tratamiento, por parte de la Ley, si caían en manos de ésta, pero Eugenio se sentía un miserable.
Pude haberlo defendido, razonó, aun a sabiendas de que era imposible enfrentarse a tantos.
Te hubieran matado también, replicó ella, con iguales lágrimas y pesar. Y es que no se dolía sólo por él, sino que Liberato era al cabo su hermanastro. Otro hijo de su padre que acababa de morir, después de una cruda batalla, y otra estrella de la Casa que se apagaba. Aunque fuera una tan difícil de interpretar.
¡Por favor, Eugenio, perdona a mi hermano! No le han enseñado otra cosa que el oficio de ser cruel, ¿comprendes? Da gracias a Dios de que tu camino haya sido diferente, puesto que él vive en las tinieblas… Pero tú llevas luz y has llevado una vida buena, en paz con Dios y con los demás. ¿Crees que podrás perdonarlo?
Lo primero será enterrarlo, dijo Eugenio, que meneó la cabeza con pesar. Perdóname tú, madre querida… Espero que entiendas que hice cuanto pude.
En ese momento, como si no hubiera reparado en ello hasta entonces, Eugenio comprobó que la Casa presentaba un triste aspecto. No tanto por los destrozos puntuales de los bagaudas o el resultado de la lucha contra ellos, sino que era el ambiente de la misma Casa lo que había cambiado. Como ocurre con una flor que se marchita, pero que aguanta con toda la dignidad que puede. En la cumbre de su tallo y aún con todas sus hojas, pero a punto de venirse abajo.
Éramos felices y no lo sabíamos, musitó, al razonar lo vanas que fueron hasta entonces sus preocupaciones. Y en especial, la tiranía de Víctor o de su padre, por más daño que le hubieran causado, porque nada era peor en el mundo que esa anarquía y esa incertidumbre. Esa muerte que ahora les rodeaba y que se había cebado en todos, propios y enemigos, como cuando se desploma un tejado sobre todos los moradores de una casa. Y entonces, todos, ricos y esclavos, mueren por igual, aplastados bajo las vigas y techumbre.
Considera lo que hemos sido y lo que somos[8]:
¿Dónde están esos amigos queridos?
¿Dónde esos rostros amados?
Éramos una multitud.
Ahora estamos casi solos.
Señora: el Señor va a partir de nuevo y quiere despedirse de ti, anunció un criado. Y es que era obvio que el nuevo Mayordomo, después de lo ocurrido, no tendría ánimos para ir también a su encuentro. De hecho, al salir Serena al camino, el cadáver de Liberato aún permanecía en el suelo, apenas cubierto con su propia capa. No era un espectáculo agradable y Serena pasó junto a él, sin querer, con un sentido sollozo que no pudo ahogar.
Llevadlo al cementerio, ordenó, pero esos criados se volvieron hacia Cesaro.
De ninguna manera. ¡Mi hermano se revolvería en su tumba! Lo llevaréis al cementerio de la aldea más próxima y lo enterraréis allí, ¿entendido? Lejos de la Casa a la que tanto odió, por supuesto, no vaya a ser que nos traiga mal fario. Y luego volved al trabajo.
No, Cesaro, la carne no se revuelve. Es el alma todo lo que ha quedado de él, como de Víctor. Y ya están los dos con el Padre.
¿Estaría allí, realmente? Serena tenía sus dudas cuando, al fin y al cabo, ambos llevaron una vida tan disipada. De hecho, ni su padre ni otros paganos compartían cementerio con los cristianos, que se enterraban ahora en un predio sólo para ellos. Y empezaban a ser una gran mayoría en el camposanto, como ya lo eran en la propia Casa.
Además, siguió Serena, algunos de esos bandidos que matasteis se habían convertido. Yo misma les bauticé, por lo que reclaman una morada santa.
¡Joder! ¡Al final, hermanita, me vas a convencer de que hice mal en echar a esos perros de aquí! Y yo, que venía a liberarte… ¡Cómo cambian las tornas!
Todo cambia, Cesaro. Mira a nuestro hermano, si no: se convirtió en su última hora y ahora descansa en la Casa del Señor, que es la única que dura por siempre.
Su hermano resopló, cansado de sus catequesis. Era obvio que le preocupaba más lo material, lo inmediato de los que aún vivían, y Serena comprendía su turbación. Los peligros acechaban aún para todos y lo que pudiera quedar de la bagauda de Liberato el menor de todos. Y entretanto, los empleados de la Casa que esperaban una orden, al comprender quién ganó el debate, cargaron el cadáver y lo empezaron a llevar hacia el cementerio. El cementerio propio de la Casa, situado en la misma pradera, a escasas yardas de sus muros.
Debo marchar, Serena, aunque no quiero hacerlo. Bastante licencia ha sido venir acá, aunque mi Prefecto sabía que no tenía otra salida sino dejarme. Pero ahora no tengo más excusa ni tampoco quiero entretenerme más por aquí: después de todo, este perro era hermano de Cazador…
Y él lo entiende, de verdad, aunque cabía ser misericordiosos… Pero ahora ya está hecho y, bueno… Que Dios lo tenga en su Gloria…
¿Dios? ¡Él no salvó a nuestros hermanos, que murieron cuando tenían edad de vivir! Ni tampoco salvó a nuestra gente, cuando estos bárbaros forzaron la Casa y cuanto en ella había. ¡Ay, si hubiera estado yo! ¡No entiendo yo esa ceguera tuya, la verdad, con un Dios que parece que sólo te salva cuando ya es demasiado tarde!
¿Qué quieres que te diga? La tuya sí que es una causa perdida. Si los romanos quisieran defenderse, no tendrían enemigos. Pero prefieren morir separados antes que vivir juntos, y entonces: ¿qué sentido tiene dejarte matar allá, tan lejos de casa? ¿No se supone que la guerra ha terminado? Nosotros te necesitamos aquí.
No voy a desertar, Serena. Si todos hiciéramos lo mismo, los bárbaros camparían a sus anchas por todas partes, como pasa desde hace años en las Galias, pero ahora toca hacerse fuertes. Resistir en todas partes y cumplir cada uno con su deber. Y no me resignaré a una vida de forajido, perseguido por campos y selvas como si fuéramos otros los bandidos. Yo he nacido para otra cosa, ¿entiendes? Tengo derecho a algo mejor, como mis padres. Y tú también.
No sé… Lo único que tengo claro es que habremos de empezar de la nada, una nueva raíz, pero la cuestión es dónde.
Cesaro había heredado de su padre el gusto por la milicia y el mando militar, pero no tanto el talento político innato del viejo Asturio, que le hizo ascender en la escala social desde lo más bajo hasta el infinito. Hasta poder codearse con la aristocracia a la que no pertenecía y acabar casándose con una de las mujeres más ricas de España, apropiándose más tarde de toda autoridad en esa casa y añadiendo muchas más tierras y posesiones por todas partes: los regalos y pagos que el César y otros potentados y gobernantes le hacían a cambio de su efectiva protección.
Mi remedio para el desorden y el bandidaje no es tan difícil de aplicar: lo único que se debe hacer es agarrar a esos cabrones y clavarlos, uno por uno, en una cruz a cada milla del camino. Sólo así aprenderán a respetar lo que no es suyo. Sólo así comprenderán que los siervos nunca deben rebelarse contra sus señores.
Pero eran otros tiempos, también, cuando la palabra del César se cumplía y se hacía cumplir. ¡Qué diferencia con esa anarquía total en la que malvivían! Hasta se extrañaban los tiempos duros de tajante disciplina con Asturio. Una leyenda de autoridad y venganza que recorría caminos y traspasaba fronteras, mucho más feroz que el más feroz de los cántabros. Un pueblo contra el que mostraba especial inquina, nadie sabía por qué, pero es que era poco lo que se conocía del pasado de tan notorio General. Todo era oscuridad antes de su ascenso fulgurante en el Ejército y ahora su hijo, que nació senador[9], se preguntaría cómo sería eso de bajar a la oscuridad paterna. Al no tener nada ni esperar nada, qué cosas tiene la vida, tras haber bebido siempre en copas de plata.
El ojo derecho de Asturio meneó la cabeza. Estaba claro que no creía en el milagro de una vida como la anterior, segura y próspera, o al menos no en la Casa. No por una larga temporada.
¡Al carajo con la Casa! Si el César no ha podido detenerles ni lo dudes: vosotros no podréis. ¿Por qué no venís conmigo al Norte? Julióbriga no deja de ser como esto, al final, sólo que más protegida e inaccesible. Porque aquí, en cambio, estáis al borde de la carretera más principal. Es demasiado peligroso, ¿no te parece? Sobre todo, cuando el ejército de Usurpador se encuentra en esta misma ruta. Y ese traidor nos odia a muerte, a los teodosianos, por mantenernos tan leales a nuestro César. De hecho, ya antes de bajar con mis hombres, me preparaba para partir y llevaros conmigo, aun antes de saber de este saqueo. Porque temía y temo aún que esa gente, la tropa del Usurpador, se ponga en marcha hacia aquí, que lo harán en cuanto puedan.
Otro saqueo, pero peor… ¿No es cierto?
Sí, y esta vez no habría excepciones para nadie, sino al revés. Lo que quieren es acabar con nosotros, con todos los teodosianos, luego serías la primera en probar su furia. Podrías acabar como concubina de esos perros, piénsalo. Pero Julióbriga es seguro por ahora: allí aún nos queda mi Cohorte, aunque todo en derredor sean salvajes, pero muchos lugareños nos apoyan.
No sé si me acostumbraría a vivir en Cantabria. He oído que allí todos sois paganos, y así es que el incesto o los abortos son frecuentes entre ellos[10].
Julióbriga es tan romano como pueda ser esto, Serena, ¡olvídate de la religión! Si queréis venir, mis hombres y yo os ayudaremos a empacar. Incluso podríamos ir a Legión y recuperar nuestras joyas, que allá en el Norte son una auténtica fortuna. ¡Podríamos vivir como reyes!
Sonaba tentador, en el fondo, por la seguridad que le daban su hermano y sus hombres. Y si había algo claro era que habían perdido la guerra, luego esas fuerzas de Usurpador se pondrían en camino tarde o temprano. Era cuestión de días y el tiempo, cálido aún, acompañaba a la marcha de ese ejército.
No lo sé. Lo hablaré con Eugenio, a ver qué piensa él. Estoy muy confundida ahora mismo…
Si lo piensas mejor, envíame a alguien por el camino y os esperaremos. Y si os animáis más adelante, ya sabes dónde me encuentro, pero no lo penséis demasiado. Los bárbaros no van a esperar, vengan de donde vengan. Y aún queda tiempo para el invierno y, por tanto, para más ataques. Además de que este invierno, con tantos saqueos por todas partes, va a ser más largo que nunca.
Y así diciendo, Cesaro volvió grupas y fue a reunirse con sus hombres, los cuales le esperaban ya en el sendero. Y tomarían el duro camino hacia el Norte, a través también de las tierras que hasta hace poco fueron de Cornelio, para incorporarse a la carretera que conducía a Julióbriga. Un rayo de luz romana en medio de esa barbarie cántabra, pero ante todo un hogar lejano. Muy apartado de esa Casa que fuera la suya, donde nació y se crió, pero de la cual se despedía de nuevo. Y lo hizo en alta voz, para que le oyeran quienes andasen por los contornos.
¡Yo soy Cesaro Próculo, vuestro Señor! ¡Soy el hijo del General Asturio! ¿Me oís? ¡El dueño de esta Casa, que fuera de mis padres y que fue de mis ancestros primero! ¿Me oís todos? ¡A mí montes y ríos me conocen[11]! ¡Porque ésta es mi tierra y no tengo otra, Casa mía! ¡Tus venados y tu río me recuerdan y ellos saben que volveré! ¡Adiós, Casa de mis padres! ¡Adiós, hermana[12]!
Su vozarrón reverberó contra las paredes de la Casa, que parecieron despedirle a su manera. Con su silencio. Y al frente de sus jinetes marchó al trote, por fin, y su silueta se perdió entre los olmos que flanqueaban el camino. Como cualquiera de tantos viajeros que recalaron por allí, cada uno con su historia y sus razones: comerciantes, vagabundos, emigrantes cántabros que bajaban de sus montes… Todos dejaron su impronta en esa Casa y a lo mejor se propusieron volver, como Cesaro, pero el Señor de la Casa siempre regresaba a su hacienda. Así había sido hasta entonces y, sin embargo, a juzgar por la despedida de su hermano, se diría que esta vez tal vez no sería igual. Que acaso él mismo intuía que no iba a volver nunca más. A pesar de su promesa, que él mismo sabría improbable. Y dejó a su espalda una estela de polvo y a Serena, al borde del camino, con una honda tristeza por todo. Por sus perdidos hermanos y lo que otro acababa de hacer, a su propia sangre y en su propia Casa. Y por la posibilidad de nunca más verle, cuando Cesaro era el único hermano que le quedaba. Y por el porvenir incierto que se abatía sobre todos, desde el Este, en forma de bárbaros más despiadados que los mismos cántabros.

*El Invierno, representado en el mosaico junto a las otras estaciones, era entonces una época de muchas privaciones. Todos los trabajos se detenían entonces, hasta la guerra. Y a los lados del rostro invernal, junto a ánades reales, contemplamos dos hermosos retratos de una chica y un joven, de los más preciosos de todo el mosaico.*
[1] Mujer que convive con un hombre sin estar casados entre sí
[2] En memoria de Atis, los sacerdotes de Cibeles, llamados galos, se sometían a la castración ritual.
[3] Esta última frase es de Tácito.
[4] Frase de Popeye, lugarteniente de Pablo Escobar.
[5] Salviano de Marsella los describía así, aunque los bagaudas serían gente de muy diversa procedencia. También esclavos fugados y bárbaros sin civilizar, por el área geográfica donde actuaban, pero una cosa sí es cierta en su historia: cuando esos hombres tomaron las armas, y se rebelaron contra el orden establecido, se convirtieron en potenciales prisioneros de guerra y, por tanto, en potenciales esclavos de sus captores.
[6] Verso del hispano Marcial sobre la doble moral.
[7] Las deidades más domésticas de los romanos, que representaban a los espíritus de los difuntos familiares y los de la propia casa.
[8] El lamento de Petrarca al describir los horrores de la Peste Negra.
[9] Lo que se quiere decir aquí es que nació rico y en un hogar 100% romano.
[10] Ésa era la opinión de San Emiliano, que vivió próximo a ellos y profetizó la Conquista de Cantabria por los godos, casi doscientos años después del tiempo de este relato.
[11] Homenaje a Galdós en su centenario, pues en su obra Zumalacárregui éste habla así de Guipúzcoa: sólo diré que montes y ríos me conocen a mí.
[12] Homenaje a Alas Clarín por Cordera.