Esto de aquí es un capítulo ampliado de mi libro, Los cuatro naufragios del Capitán, que podéis conseguir más barato y firmado en el 623191492.
¡Saludos marineros!
Esperanza nunca tuvo suerte con los hombres. Se casó con un estibador que murió en el Desastre, cuando el infausto Machichaco vomitó fuego y muerte sobre Santander. Y luego estuvo encariñada con un rufián que bebía mucho y la maltrataba, pero por fortuna para ambos él desapareció de repente de la ciudad: cuando supo que Esperanza y yo nos veíamos, me contaron, y a sabiendas de mi fama de justiciero, salió por piernas antes de que le pegara una paliza. Pero a veces pienso que tampoco es que ella encontrase oro en el cambio, a lo mejor, porque era poco lo que un marino y calavera como yo podía darle. Incluso cuando dejé de embarcarme, por causas que luego os relataré, pero que no mejoraron mi discontinua relación con ella.
Te quería más cuando te embarcabas, pero no porque me daba tiempo para echarte de menos: es porque podía olvidar lo ingrato y cabrón que eres.
Y, ¿qué harías sin mí? ¿Eh? Soy tan tuyo como mía eres.
Muchas veces, cuando volvía de mis largos viajes, me encontraba con que la plaza ya estaba ocupada. Y entonces, ella se hacía la difícil y se me resistía, como si le fuera la honra en ello. Pero al fin, las más de las veces, me abría su puerta y de seguido su cama, porque su corazón nunca me estuvo cerrado. Y la verdad es que en la cama, como en casi todo lo demás, nos entendíamos demasiado bien. Pero, ¡qué mal tratamos los hombres a nuestras amantes, pardiez, cuando son más nuestras que nadie! Que son más fieles, a menudo, que nuestras mismas esposas. Que nuestras mismas familias, que a menudo nos dan la espalda y con razón. ¡Qué sería de los marinos sin ellas, las más bellas! ¿Las mujeres? No. Las botellas.
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Dice Julio Verne que la miseria entre dos es soportable. No en vano, las mujeres rezan a los santos por un marido que las hagan felices o, cuando menos, no las hagan sufrir:
San Apolinar, que sea militar.
San Amador, por favor, ¡que soy la hermana mayor!
Santa Rita, que venga aprisita.
San Gabriel, que sea fiel.
San Saturnino, que no pruebe el vino.
¡Pobres de esos dos últimos, por no hablar del juego y sus desastres! Van a tener trabajo de sobra en ese afán de encontrar hombres fieles y abstemios. Y en el caso mío, aunque Esperanza se queja siempre y con razón de mi falta de fidelidad, tendría que saber cómo navego con las demás. En una ocasión, siempre me acuerdo, la pobre mujer se desahogó conmigo en estos términos:
Mira, Toto, sé que te acuestas con otras y no sabes el asco que me da.
¡Pues si supieras la verdad, pensaba yo, ibas a echar hasta la bilis!
A menudo, cuando dejaba un puerto, ni me despedía de mi enamorada local. Muchas veces, por mi propia vorágine de juergas, que me obligaban a subirme al barco a la carrera. Cuando ya mis compañeros, cansados de esperarme, tronaban el aire con una batería de bocinazos. Y entonces ellas, cuando mi barco regresaba por allí, al cabo de un mes o del tiempo que fuera, me echaban en cara esa cobardía. Esa frialdad por mi parte.
Un día fui al muelle y vi que el barco ya no estaba, se desahogaban, con lágrimas amargas de salitre[1]. Pero a mí me daba lo mismo. Para cuando querían apercibirse de mi ausencia, por ejemplo, en el puerto de Matanzas, yo ya estaba camino de La Habana. Rumbo hacia Veracruz o Puerto Rico. Siempre listo para nuevas aventuras y sin considerar que dejaba atrás, en más de una ocasión, más de un corazón roto. Con mis icónicos tirantes y el timón entre las manos, bajo un sol radiante o en las sombras del alba, aunque a veces no eran salidas tan épicas. Porque uno marchaba como llegaba de la rumba, a lo mejor con la camisa regada de ron y no pocas veces con un balde al lado, por aquello del mareo. Para esa combinación de mal de la mar y de alcohol, que es como una bomba y produce unas náuseas infernales.
¡Adiós, mi amor, las despedía! Desde la cubierta y brazo en alto, como Colón. Y yo procuraba que no se notase, pero hubo ocasiones en que varias a la vez me decían adiós con el pañueluco. Un espectáculo tragicómico que hacía las delicias de mis compañeros, que podían contar a mis amantes desde cubierta.
¡Menudo cabrón estás hecho, “Piloto”!
No lo sabes tú bien, le contestaba al agregado, último en llegar al barco y, por tanto, encargado de la penosa tarea de sostenerme: ¡aguántame bien ese balde, anda, que voy a acabar vomitándote encima! O eso o en el timón, que va a ser peor…
Y sin dejar de maniobrar la salida, momento siempre crucial, me volvía hacia el mozo para hacer efectiva mi náusea. Y el pobre agregado o carbonero de turno, que me aguantaba el balde mientras yo pilotaba, a menudo no se podía resistir. Y él mismo, también, de resaca y mareado, a la par que asqueado por mis vómitos, vomitaba a su vez sobre el mismo balde que sujetaba. Como si fuéramos dos herreros que golpean, en coordinado tándem, una pieza sobre el yunque. Una escena asquerosa que yo combinaba con mis adioses románticos y que mis compañeros, entre orden y faena, nunca se cansaban de contemplar.
¡Adiós mi amor, nunca te olvidaré! Y me volvía a mi asistente, de seguido y con el rostro pálido: ¡trae el puto balde, por Dios…!
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Dirección: C. Vargas, 33, 39010 Santander, Cantabria.
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Tampoco quería dejarme en el tintero otra ocasión, en Méjico, que a punto estuvo de ser fatal. Una moza que burlé, según ella, y que fue deprisa a contárselo a sus hermanos. ¡Para cuando unos compañeros me avisaron, el rostro contraído por el terror, esos señores ya corrían hacia mi taberna! Y tuve que dejar a toda prisa la mesa, que compartía con una dama, a la que dejé sin querer aquella cuenta sin pagar. Porque la luz del sol vespertino centelleaba, en las hojas de esos machetes, que se acercaban a mí como un destino inexorable.
¡Deprisa, “Piloto”, al barco! ¡Corre, cabrón, corre!
Eran marinos de otro barco, con los que había trabado amistad, y gracias a ellos que salvé la vida. Gracias a ellos y a mi instinto animal, que ninguna borrachera ha anestesiado nunca del todo y que me hizo volver a toda prisa hacia el muelle. A sortear, por el camino, toda suerte de transeúntes, animales y mercancías. Todo ello mientras sentía, a mi espalda, cómo esos brutos rasgaban el aire con sus machetes.
¡Ven acá, cabrón! ¡Hijo de tu chingada madre!
Sólo quedaban unos centenares de metros y corrí, con el último resuello que me quedaba, pues me había pasado la noche sin dormir. Y escalé a mi barco in extremis, pero no sin una última estocada: un postrero machetazo que sí me acertó, en plena espalda, mientras brincaba a la pasarela del barco. ¡Gracias a Dios que estaban mis compañeros! Y es que fueron ellos quienes, armados con cualquier instrumento que encontraron, les bloquearon el paso tras de mí. Y el propio Capitán salió a cubierta, trastabillando y pistola en mano, pero ya esos dos bestias se retiraban. Satisfechos, quizás, de haberme hecho sangre, porque tuvo que atenderme un cirujano. Y hubo que embarcarlo con nosotros, sobre la marcha, rumbo hacia Cuba, porque tuvo que coserme por el camino.
Es mejor así, decía yo, conocedor de a quiénes me enfrentaba. Pues esa supuesta burlada, la despechada hermana de esos macheteros, no era sino la hija de un poderoso terrateniente.
Soltad amarras, ordenó el Capitán, preocupado por lo que ya teníamos encima. Y los nuestros se aplicaron en la tarea, sin bajarse del barco, y cortaron los cabos a machetazos. Y no toquéis la bocina, añadió, no sea que eso atraiga a los compañeros que faltan. Estas fieras aún andan por el muelle y mejor será no complicarles, a ellos también…
Así zarpamos de inmediato, pues, para evitarnos complicaciones, sin esperar a esos compañeros que habían quedado atrás. Dos carboneros cubanos con los que yo había estado de juerga y que quedaron allí, por la prisa de ese embarque y el peligro.
Hay que volver a buscarlos, decía un servidor, cuando me enteré, entre lágrimas amargas. Y mientras tanto, el médico se afanaba con mi herida, pero el Capitán me negaba con la cabeza.
¡De ninguna manera, “Piloto”! Prima la seguridad de los que estamos, como comprenderás, ¡y mira cómo estamos! Enviaré un telegrama a la Capitanía de Veracruz, para que se ocupen de esos dos en nuestra ausencia, y ya les compensaremos por las molestias. Lo que no tiene caso es quedarnos acá ni un minuto más, ¿estás loco?
Por supuesto que lo estaba. Y para muestra, ese machetazo que me llevaba a casa y que me hizo rozar la esquela, en los periódicos de Santander, porque vino acompañado de fiebre. De una posible infección gangrenosa que temí, entre delirios por la calentura, como si ya pudiera sentir una huesuda mano en mi espalda. Y en medio de mis alucinaciones, causadas por la fiebre, se me aparecía el rostro angelical de esa mejicana, pero también los rostros de sus fraternos machetes. Y en un acto de picardía marinera, mientras salíamos a mar abierto, rumbo hacia Cuba, convencí a mi Capitán para que diera parte de mi defunción a Veracruz. Pues tal vez eso sirviera para salvar a esos dos compañeros, pensé, si los hermanos creían cumplida su venganza. Después de todo, a punto estuvieron de picarme el pasaporte[2].
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Y tanto fue así que me tuve que quedar en Cuba, en esa ocasión, mientras mi barco zarpaba hacia Santander. Para descansar y reponerme de mi herida, que bien pudo ser mortal. Porque si libré de aquélla, lo reconozco, fue gracias a ese médico, pero también al valor de tales compañeros. Una camaradería que me recordaba a esos dos perdidos, los dos carboneros cubanos, a los cuales dejamos atrás.
¡Ay, “Piloto”, clamaban sus mujeres! Una hermana y una esposa, respectivamente, que vinieron a verme en mi lecho de dolor. ¿Qué se sabe de estos dos, ah?
No tengo ni idea, respondía yo, apesadumbrado, aunque me mantenía en contacto con unos y con otros. Y en Capitanía de La Habana se movían para obtener informes, aun con lentitud caribeña, pero es que nada se sabía. Una ausencia de noticias que preocupaba aún más, si cabe, cuando lo lógico era que esos dos se hubieran puesto en contacto. Que hubieran acudido a las autoridades del puerto, en Veracruz, para ser devueltos cuanto antes a su país, pero el caso era que ninguna noticia había. Y era un silencio atroz que me flagelaba, por mi lógico sentimiento de culpa. Porque podía ver el rostro de mis hermanas, Vicenta y Cecilia, en esas dos mulatas que me suplicaban. Rostros preocupadísimos, como era de esperar, surcados de lágrimas por la suerte de esos dos.
Esa vaina no va con ellos, así que no os preocupéis: es a mí a quien buscaban, bonitas, no a vuestros hombres, así que todo se arreglará. Seguro. Además, conozco a ese par y son tíos de huevos: no es guapeza lo que les falta y ya veréis. Pronto tendremos buenas noticias.
Mis inesperadas vacaciones en Cuba, mientras me reponía de mi herida, estuvieron marcadas por esa agónica incertidumbre. Pues me mataba pensar que esos pobrecillos habían pagado las consecuencias de mis actos cuando, además, bastante había pagado yo.
Y no está tan mal un machetazo, pienso, cuando sólo cariño le di a su hermana.
Pero, ¡qué alegría me llevé, un buen día, cuando los dos aparecieron por el hospital! Sanos y salvos en La Habana, me dijeron, aunque por poco, porque ese día terminaron la rumba en otro lado. Y cuando quisieron enterarse de nuestra partida, por fortuna, el rumor de los machetes ya se había extendido por el puerto, así que se condujeron por allí con cautela. Y cogieron tanto miedo que marcharon fuera de la ciudad, a refugiarse en una hacienda que conocían, mientras esperaban el próximo vapor para su casa.
Tu idea del telegrama dio resultado, me contaron, mientras nos dábamos abrazos en el hospital. ¡Allí te dan todos por muerto, hermano! ¡Incluso esa muchacha que deshonraste, huevón, y que aún te sigue llorando!
Mejor, mejor, ¡que se lo crean! A enemigo que huye, puente de plata. ¡Y a lo mejor vuelvo por allá, como venganza, y me vuelvo a coger a su hermanita!
¡Sí, hombre, lo que faltaba! ¿La joda del fantasma o qué?
¡Jamás se me ocurriría! Desde entonces, cada vez que ponía el pie en Veracruz, me andaba con más de mil ojos por allí, incluso muchos años después. Y no salía al muelle sino rodeado de compañeros y, por supuesto, siempre en el cinto un revólver. Por si volvían al muelle esos personajes, como era posible, a comprobar si había resucitado.
Y lo cierto es que por poco no me ponen, como dicen allá, la pijama de madera. A mi novia de entonces, de hecho, cuando vio mi cicatriz, por poco no le da un síncope.
Casi te hice viuda, bromeé, pero la cosa fue más seria en mi casa. Porque ya todo Santander comentaba mi aventura y, además, llegué mucho más tarde de lo previsto. A bordo de otro barco y con rumores muy extendidos, en el ambiente del puerto, de que me habían enterrado en Cuba. Y yo sacaba pecho de mis hombradas, por supuesto, ciego de ese amor propio que los demás hinchaban.
Si el negro aquél no pudo conmigo, con los guantazos que me dio, ¿qué van a hacer con unos machetes?
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Mi leyenda estaba ya tejida en Santander, como el telar de Penélope, a menudo con sustos y disgustos. Y mi madre sufría lo indecible, por su lado, aunque no se enterase ni de la mitad.
Eres mi único varón, me repetía. ¿No ves que te toca ser el báculo de mi vejez?
Para eso tienes dos hijas, madre, que pronto te darán nietos. ¡Tú por si acaso, qué quieres, mejor no cuentes conmigo!
Pero esto sólo conseguía cabrearla, como era lógico. Y en cambio yo sabía que nunca faltaban flores frescas, en el humilladero de nuestro barrio, y que la Virgen del Carmen navegaba conmigo siempre. Algo quedó en mí del Seminario, sí, pero ante todo de mi piadosa madre. ¡Si ya era beata, la mujer, mis andanzas marinas la elevaron del todo a los altares! Pero otra cosa son las novias, claro, cuyo amor no es tan incondicional. Y esta muchacha que os contaba, mi novia de entonces, no me esperó en el siguiente embarque: cuando volví a Santander en el siguiente viaje, tras esa amarga ocasión, mi Penélope ya estaba casi prometida. Por mi falta de atenciones y mi derrotero, centrado en la mar y caprichoso en tierra.
Como os podéis imaginar, no faltó el Judas que le contó mi aventura de los machetes a su manera, seguro, con hincapié en el amoroso motivo de todo aquello: otro corazón roto, mejicano éste, al que se unía ése otro o aquél, en La Habana, pero entonces también el mío propio. Por esta Penélope mía que, al fin, cansada de mis tan públicos devaneos, me mandó a paseo sin billete de vuelta, tal y como se describe en El Conde de Montecristo:
Había creído que me amaría bastante para esperarme, para serme fiel aun después de la muerte. Cuando volví, estaba casada. Ésta es la historia de todo hombre que ha pasado por la edad de veinte años.
Y yo me resistí, desde luego, con promesas que nunca creí que saldrían de mis labios. Con ruegos que acompañaba del típico cambiaré, o el original quiero empezar de cero, pero nada sirvió para nada. Las historias de mis exóticos amoríos, unidas a las de peleas y machetazos, llenaban ya el Caribe entero y tenían su eco en Santander, pero divertían a todos salvo a mis verdaderas mujeres: mi madre, mis hermanas y mi novia, a la que había humillado ante toda la ciudad y que ahora se tomaba su venganza. Una que el invencible Teodosio nunca olvidaría.
Ya es tarde, me repetía, cuando tenía su decisión tomada, pero yo no lo acepté. Y fui yo quien entonces me humillé, como nunca pensé que haría un cabronazo de mi raza, pero es que de verdad me estaba llevando una cornada. ¿Cómo no pude verlo? Mi tan proverbial prudencia, a los mandos de los buques, resultó en un exceso de confianza en tierra firme y acababa de encallar en las rocas. ¿Sería para siempre?
¿De verdad me vas a dejar así, tirado en la calle como a un perro? ¡Antes de ayer, como quien dice, me decías que me querías mucho y tal, pero se ve que la palabra de una mujer no vale un carajo!
La que no vale es la tuya, Teodosio, ¿no lo ves? ¿Es que no te das cuenta de cómo eres y las cosas que haces? ¡Tú no vas a cambiar nunca, hombre, a quién quieres engañar! Y te voy a decir algo: puede que seas muy popular y que creas que tienes muchos amigos, pero a la hora de la verdad creo que acabarás más solo que la una. Y ésos que crees que son tus amigos, en fin… Para qué hablar de ellos…
Aquello era demasiado. Porque una cosa era humillarse ante la enamorada de uno y otra, muy diferente, dejar que nadie en la Tierra se metiera apenas nada con mis amigos. Esos compañeros de trifulcas, aventuras y hasta de cárcel, muchos de ellos desde adolescentes, en mis tan frecuentes arrestos.
¡Me da igual si tengo o no tengo amigos! ¿Te enteras? Como dicen en Cuba, amigo es un peso en el bolsillo, y esos amigos que dices me son más leales que tú, así que deja de joder con eso. ¡Con ellos voy hasta la muerte y contigo, querida, ni a apañar duros!
¡Lo que faltaba! Encima de todo, tener que aguantar hasta el final tus modales de raquero, pero me puedes decir lo que quieras, contestó, con una sonrisa sardónica de despedida. Que te vaya bien en la vida, ¿vale? Es todo lo que te puedo decir.
Tampoco te sientas obligada a decirme nada más, le contesté, mientras su grácil figura se alejaba por la cuesta de la Fuente de Cacho. ¡Me da igual lo que pienses! ¿Me oyes? ¡Tú y el resto de esta puta ciudad! ¡El que me quiera, que me quiera como soy y el que no, que le den por el culo!
Pero ella siguió su camino, como un barco que se aleja inexorable del puerto. ¡Menudo drama fue aquél! Hasta mis queridos barcos estaba dispuesto a dejar, lo que fuera con tal de que ella no me dejara atrás, mas todo fue en vano y el que se quedó en el puerto, como una tonta que espera a su marinero, fue éste que os habla. Sin duda una lección de humildad del Altísimo, en devolución por tantas veces en que yo le hice eso mismo a otras, pero yo me negaba a aceptarlo.
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Dirección: C. Tetuán, 23, 39004 Santander, Cantabria
Teléfono: 681 16 37 46
Ella tiene razón, Toto, aunque te joda asumirlo. ¿Sabes? Eres el único que crees que nunca vas a cambiar, me explicaba Joaquín, como si todos pudieran ver más que yo mismo sobre mi propia naturaleza. Ni tu madre ya se hace ilusiones sobre eso, colega. Porque llevas la guerra dentro, ¿estamos? ¡Lo llevas en la sangre! Así que mejor no luches contra ello, anda: piensa que es muy cansado pelear contra uno mismo.
Mis oídos, sin embargo, estaban tan cerrados como mi propio corazón, que sólo encontraba dos maneras de soltar el lastre, pero ni siquiera mis amantes me podían sacar el veneno que queda en el alma cuando un hombre hace el amor para olvidar. Y ciego de rabia busqué y rebusqué a mi Penélope, en vano, y no paré hasta* rompí una silla en la espalda de su nuevo amigo, en plena calle, aunque lo peor para el tipo fue el susto de pensar que de verdad iba a matarlo. Por un momento, en realidad, hasta yo mismo creí que lo haría.
Vuelve a acercarte a ella y te juro que te saco los ojos, ¿me oyes? Palabra de marino, le advertí, con los restos de la silla aún en la mano y las pupilas inyectadas en sangre, mientras en torno se escuchaban gritos de horror: un coro de voces y espectadores de mis batallas que me acompañaría siempre, a lo largo de mi vida, cada vez que empezara o continuara cualquier follón callejero.
Pero ese pobre hombre no se atrevía ni a respirar. ¿Cómo olvidar su expresión lívida, los ojos salidos de las cuencas mientras se cubría de un definitivo golpe de gracia en el suelo? Un verdadero pobre hombre al que odiaba sin conocerlo y que acabó en el Hospital mientras que, a mí, como si fuera una bestia de zoológico, me encerraban por enésima vez en el calabozo. Dos hospedajes no muy lejanos, el uno del otro, lo que empeoraba aún más el amargor de ese presidio. Porque sabía que a mi rival, aunque estuviera herido y hasta humillado, ella lo cuidaba de sus heridas. Y mientras, a mí, me sobraba todo, incluso las atenciones de mis amantes, que sólo su ausencia me recordaban. Y así me desahogaba con un amigo y compañero de oficio, Joaquín Miera, que vino a visitarme en cuanto pudo en ese encierro.
Ahora sé lo que se siente cuando el que se queda solo, en el muelle, eres tú.
Pero la hiciste el amor, ¿no? ¡Pues quédate con esos recuerdos! Los marinos sabemos más que nadie que en la vida no se puede tener todo: o te quedas o te embarcas. Y tú eres demasiado rompe-bragas para amarrarte con ninguna, “Piloto”. Lo tuyo es esto, asúmelo: la mar te pertenece como tú le perteneces a ella, ¿entiendes? Y no hay más. Porque nos pasa como a los oficiales del Ejército, que se casan con la muerte para siempre: es la vida que hemos elegido.
Los barcos no esperan y mi Capitán tuvo que adelantar la fianza, para que me dejaran salir y retomar los mandos del Villaverde. Y ya de camino hacia el muelle, al pasar por el Hospital de San Rafael[3], me crucé por casualidad con mi aún reciente antigua novia, que salía de allí con su vapuleado prometido en muletas. Y no se alegraron de verme, claro, aunque yo sí solté una carcajada. Pues, aunque uno haya perdido una batalla, como era mi caso, nunca hay que mostrar debilidad. Después de todo, su buena paliza se había llevado.
¿Qué tal va esa espalda, amigo?
Pero fue ella la que se interpuso, entre su noviete y éste que os habla, con más valor del que cabía esperar en un marino. O tal vez envalentonada porque me acompañaba mi Capitán, que no iba a permitirme reincidir y mucho menos en su presencia. No en vano había dado su palabra de que me llevaría directo al barco sin parar ni en mi casa, derecho a lo que yo ya consideraba mi verdadero hogar: La Habana y su maravilloso puerto. Pero esa tonta de mi Penélope nunca entendería nada de esto, cómo podría, cuando su reducido mundo se acababa en el abra de la Bahía.
Déjame decirte algo, Teodosio, me espetó, poco dispuesta a dejarme ir sin su pequeña venganza: te crees intocable porque eres fuerte, inteligente y no te falta dinero, pero la realidad es que eres un hombre enfermo. ¿Crees que todo se puede arreglar con violencia? ¡Pues es en lo único que puedes superarle a él, que lo sepas, porque en eso no hay quien te gane!
Tú quédate con los recuerdos, anda, le respondí, casi empujado por mi Capitán. ¡Con los recuerdos de cómo te jodía!
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Mi furibundo desquite en nada me alivió, porque nada en el mundo puede secar ese llanto: el torrente amargo que nos cae hasta por dentro a los enamorados, como si fuera un invisible riachuelo subterráneo. Y fue mi embarque más triste, sin duda, tras el cual me esperaba un largo trayecto de soledad con los compañeros.
Jesús y adentro, recé, como siempre, al poner el pie en la cubierta y santiguarme, pero entonces con lágrimas en los ojos. ¡Y cuánto no regué el timón, con mi llanto, mientras los compañeros se preguntaban por qué! Y yo escuchaba sus comentarios aparte, aunque no me importaba, demasiado concentrado en salir de la Bahía sin más daños.
Pobre hombre, comentaba uno. ¿Le habéis visto así alguna vez? ¡Deben haberle sacudido a conciencia esos bestias pardas! El Inspector Narciso y compañía, ya sabes, con esos látigos que gastan en sus calabozos.
No, nada de eso, respondía otro. ¡A “Piloto” no le duelen los golpes! ¡Ni se atreven a darle tanto, tampoco, porque saben que sus viajes vienen siempre de vuelta! Será más bien alguna mujer, seguro que es eso, aunque sea difícil decir quién. ¡Tiene a tantas por ahí!
En el barco, por las noches, uno se siente muy solo. Y el no tener quién te espere, cuando llegas a casa, es más duro que enfrentarse a un ciclón tropical. Por esto aprovecho para deciros que, si os gusta de verdad una moza, seáis decididos: no esperéis hasta el último momento para darle lo que merece. No repitáis el error de nuestros políticos con Cuba, que estiraron demasiado la cuerda de las concesiones. De las promesas de autonomía a sus habitantes. Y cuando quisieron darles lo que pedían, como suele suceder, ya era demasiado tarde. Pues mientras tanto, si es una joven atractiva, siempre habrá más de un pretendiente en torno, tal vez del calibre del Tío Sam. Otro guapo dispuesto a malmeter, si es necesario, para quedarse con ella y bien meter.
Y esto pasó con mi Penélope santanderina, desde luego, aunque es poco lo que puedo reprocharla. Se cansó de esperar a quien no la esperaba a ella y dijo adiós, como todos esperaban salvo yo, y entonces tuve que tragarme el orgullo.
Como veis, todo esto os lo digo por experiencia, porque soy soltero de vocación, aunque esta situación no es sostenible sin las amantes. Las amantes oficiales, quiero decir, que son las que cuidan de verdad de nosotros. Y Esperanza, como buena amante oficial, nunca deja de preocuparse por su hombre. Por este loco que os habla y que respira, como diría mi madre, sólo porque Dios es justo. Y ahora que la mar se ha terminado para mí, se diría, su temor se centra en mis desencuentros con los amigos de la porra, no menos peligrosos que los propios delincuentes.
Parece mentira que sigas en tus trece, me reprochaba Espe. ¿Cuándo vas a cambiar? ¿Es que no piensas que un buen día, si se cabrean de verdad, te pueden pegar una paliza? ¿No has oído lo que pasa en sus calabozos, eh, esos gritos que pegan los condenados?
¿Cómo no iba a saber lo que allí se cuece, vive Dios, si hasta las ratas del puerto comentan la barbarie de nuestra Policía? Tienen tantos aparatos de cante, en su cuartelillo, que se podría organizar con ellos una compañía de ópera forzosa. Y a mí nunca me han tocado tanto, más allá de algún empujón o patada, pero porque saben con quién se las gastan. En cambio, con los forasteros y sospechosos, o aquéllos que no se les cuadran, el trato dispensado cambia.
¡Canta, mendigo errante! ¡Y ala, un vergajazo seguido del correspondiente disco! ¡Ríase usté del psicogalvanómetro[4]! Siendo una invención maravillosa, en Santander, a cualquier fulano se le hace cantar con la famosa psicogalvanovara de avellano. Un remedio que no falla, oiga: es aplicar la señorita torera y todos cantan lo que haga falta, aunque no tengan voz de tenor. Y cuando empiezan a sonar los latigofundios… ¡Madre del amor hermoso! No hay corazón lo bastante duro como para no ponerse en las carnes del ladronzuelo, gamberro o inocente de turno: las voces de los detenidos, como los graznidos de las gaviotas o las bocinas de los barcos, rasgan el aire de Santander aun en medio de una galerna. No es un espectáculo agradable, os lo garantizo, ni para verlo ni para oírlo.
Pero a pesar de lo dicho, y aunque pueda parecer un canalla, siempre me he considerado un protector de las mujeres. Y si algo he odiado en esta vida ha sido la hipocresía. ¡Cuánto más en los que mandan y que debieran ser, por su responsabilidad, ejemplo de cumplimiento de las leyes! De observancia de la moral pública. Pero la Policía de Narciso cobra su diezmo a las prostitutas al tiempo que, por el otro lado, les impone multas por faltar a la moral.
Dejad en paz a esas mujeres, les decía yo, cuando esos polizontes se empleaban en la faena.
¿Otra vez tú, “Piloto”?
Otra y las que sean, caballeros, que en esta vida no se puede hacer todo: ¡o sois guardias o sois proxenetas, pero es preciso elegir y no estar todo el día así, entre el vado y la puente!
¡Mira quién fue a hablar! ¡El que defiende la moralidad desde la barra de la taberna o el burdel! ¿Por qué no te metes en tus asuntos? ¿O es que estas mozas son algo tuyo?
Lo que sean ellas, bellaco, es lo de menos, le respondí, mientras sacaba a pasear mi bastón. Un palazo que no se esperaba ese cobarde y, de hecho, su compañero apenas se movió. Porque saben de sobra con quién se las gastan.
Y ahora denúnciame por atentado o por lo que te salga de los huevos, proxeneta, o mándame a casa la multa de estas señoras. ¡Quién os viera bregar con los anarquistas, cobardes, o con cualquiera criminal de verdad, en vez de abusar de mendigos y chiquillas!
Aquellas palabras mías fueron proféticas: en pleno verano del año pasado, 1905, llegaba a la ciudad su más famoso filibustero: un Teniente de la reserva, retirado pero activo malandrín, cuyo nombre es ya por todos conocido. Diego Martín Veloz, alias Martinillo. ¡En buena hora invoqué su venida!
[1] Esta anécdota del muelle, la de la venganza mejicana (después) y el cornudo de Puerto Rico (ya contada) proceden de un hermano mío, marino santanderino también, que es quien mejor personifica a Teodosio.
[2] Expresión que casi seguro que no es de la época, sino que se refiere al mundillo más actual de los espías, cuando a uno le dan matarile.
[3] Donde es encuentra la actual cueva de los ladrones y charlatanes, arremolinados en torno a lo que ellos llaman el Estado Cántabro, que son los autoproclamados representantes electos.
[4] Instrumento para medir las reacciones emocionales de un individuo mediante electrodos en contacto con la piel. Era un invento de esta época y fue antecesor del famoso polígrafo.