GUSTABA DE FOLLARSE A SUS CRIADAS. AHORA ÉL SERÁ FOLLADO.
QUIEN NADA TENGA, QUE NADA TEMA.
Víctor se echó a reír ante esa amenaza pintada en la pared de sus establos, justo enfrente de la fachada de la Casa. El Señor apenas venía de dormir con sus concubinas, dos a la vez, como era su costumbre de privilegiado. Y nada parecía turbar su ánimo tras semejante terapia de relajación y descanso.
Tratan de amedrentarme, ¿no es cierto? ¿De verdad creen que es tan fácil? Ya veremos quién se folla a quién. De momento, a mí no me han follado nunca.
Guárdate, Señor, que siempre hay una primera vez para todo, dijo Mayordomo. Y esta casa está llena de enemigos, de traidores que comen de tu mano, pero que te odian. Recuerda que los bárbaros siempre necesitan de traidores que les abran las puertas[1].
Para ti, todos son enemigos. ¿No te parece? ¡Pero si no fueras tan cruel, joder, a lo mejor no nos tendrían tanto rencor! Y no creas que no se me oculta la verdad: que esta advertencia va dirigida a mí y en los establos precisamente. Porque a mí me recuerda a eso que decía mi padre, sobre los hijos ilegítimos: “que haya nacido en noble establo no quiere decir que sea un purasangre”.
Liberato, claro, resolvió Mayordomo. Eso sí lo tenía claro.
¿Quién si no? No hay nada más terco en esta vida que un bastardo que se cree con derecho a heredar.
Pues es por esto, Señor, que debiéramos cuidarnos de quién duerme en la Casa. Mejor dicho, a quién dejamos dormir adentro, siquiera una noche más.
¡Habla claro, hombre! ¿A quién has de llevar a tu mazmorra?
Al Cazador, desde luego. Él es el peor de todos, aunque finja ser un corderito. El más peligroso. Al fin y al cabo, es hermano del otro.
Eugenio no tiene la culpa de lo que haga su hermano, respondió Víctor. Es un empleado bueno y fiel. Lo que pasa es que tú le odias, no sé por qué, pero yo le debo mucho.
Y él a ti. A esta Casa, en la que nunca le ha faltado de nada y siempre se le consintió todo. Pero todo el mundo sabe que las peores traiciones vienen, a menudo, de quienes más nos deben.
Víctor meneó la cabeza.
¡Le debo mi vida, joder! ¿Cómo quieres que lo castigue y sólo por tus sospechas? Olvídate de eso.
Señor: que le debas la vida no quiere decir que pongas el cuello, sin más, si descubres que él te lo va a rebanar. Él sabe que le estás agradecido y en esta confianza ha basado su osadía. Tu deferencia hacia él ha dado alas a su ambición, la cual lleva a cabo sin prisas.
¿Qué quieres decir?
Quiero decir que en la otra jornada cazó algo más que un jabalí, mi Señor.
¡Habla claro de una puta vez!
No es fácil decir esto, pero tampoco puedo ocultártelo por más tiempo. Cazador persigue a la Señora y… Bueno… Creo que podría decirse que ya se cobró su pieza.
Hablas con gran seguridad, Mayordomo, pero la acusación es grave. Demasiado como para no estar fundada.
Yo lo he visto.
Ah, ¿sí? Y, ¿qué has visto? ¿Acaso dudas de la virtud de mi hermana?
No, Señor, jamás se me ocurriría. La Señora se merece todo el respeto y la confianza que pones en ella, pero creo que hasta la virtud más fuerte puede ser corrompida con mentiras. Y hasta violada con la fuerza, también, si no basta con eso.
Víctor rechinó sus dientes. No sabía si enfadarse por la acusación a tan válido lugarteniente o a su hermana, pero él también se temía esa posible traición debido a la relación furtiva que los dos mantenían.
Se empieza por dejar que monten el caballo de uno y acaban montando a tu hermana y a quien haga falta. Eso está claro. Lo que sea con tal de salirse cada cual con la suya.
Bueno, no sólo es eso. También está el asunto de sus padres. Hay cosas que no se olvidan, Señor.
A Víctor le invadieron la mente, de pronto, imágenes fugaces de una joven mujer. Una morena exótica, de rizosa cabellera negra, que tenía por dueño a su autoritario progenitor: el General Asturio. Y había otro hombre de por medio, el también fallecido padre de Eugenio, quien pagó muy caro el hacerle la competencia a un alguien.
Eso pasó hace mucho tiempo. Los pecados de mi padre no habrán de perseguirme a mí, ¿no es cierto? ¡Bastante tengo con los míos!
El General Asturio fue un gran Señor, pero no me refería a tu padre sino al de Eugenio. Ya sabes que corre por ahí ese rumor estúpido de que tu padre mató al suyo.
Sí, lo sé. Y tal vez no sea tan estúpido ese rumor, por lo que tengo entendido, pero lo importante aquí no es eso. Mi padre está muerto, ¿no? Pues descanse en paz. Y entonces, ¿crees que piensa aún en vengarse? ¡Eso sería como si yo me vengara de él por lo que me hace el cabrón de su hermano!
De tal palo, tal astilla, mi Señor, o al menos eso se dice. Y si el padre de Cazador era un rebelde, mucho más lo es su medio hermano. Y entre uno y otro, Patrón, está el hijo y el hermanastro de ambos: Cazador. Te lo digo porque su nombre salió en el último interrogatorio que le hicimos a un bagauda.
Víctor suspiró, a sabiendas de que todo eso tenía cierto sentido. El peor enemigo de la Casa, su hermanastro Liberato, también era hermanastro de Eugenio. Y éste nunca había renegado de su hermano, aunque les ayudase a perseguir a esos rebeldes, pero el Señor le necesitaba también por eso: como una especie de espía, a caballo entre esos dos mundos, aunque no había que fiarse de nadie. Y también por eso no terminaba de cortar de raíz los furtivos devaneos entre Eugenio y Serena, consciente de que era más interesante no enfrentarse a esos dos y darles falsas esperanzas, aunque era un engaño que no podía durar eternamente.
Tienes razón en eso. No hay que confiarse, por muy leal que sea, y aquí hay mucho en juego. En las bagaudas abundan los antiguos siervos y no pocos amos han caído en sus manos. Y eso, como te puedes imaginar, lo tengo muy presente, pero le vigilaremos de cerca.
El Señor contempló un momento su hacienda, ahora desde una de sus cuatro imponentes torres. La Casa era un auténtico castillo y casi una pequeña ciudad, por sus proporciones. Y la visión de los contornos desde arriba era perfecta, por lo inmenso de esa llanura, que a él por entero correspondía. Porque sólo muy lejos podían otearse, entre unas colinas boscosas, los principios de la hacienda de Cornelio, aunque había por el medio unos campos en disputa entre ambos. Pero los señores siempre encuentran la manera de arreglarse, aunque sea de momento, siempre de acuerdo en mantener a raya a sus vasallos. Y en especial, a los peores de éstos, que eran los bagaudas: pastores y campesinos que, huidos al monte por despecho, desafiaban su poder y patrimonio. Y se ocultaban en las no lejanas montañas, al Norte. Seguras guaridas a la que acudían, en especial, cuando los propios colonos les advertían que la gente de sus señores marchaba contra ellos.
Todo lo hemos hecho bien, como era correcto, desde que mis ancestros levantaron esta Casa, decía Víctor. Y eligieron el sitio ideal, cerca de la carretera, aunque no tanto como para atraer la codicia de otros bandidos: los malos viajeros y las tropas, que son más comunes que los bagaudas. Y edificaron cerca de un río, también, como es el fértil Nubis[2], pero no tanto que sus crecidas amenazaran la Casa. Y en un valle abierto, con horizontes amplios, pero resguardado del calor y las ventiscas. Todo en un delicado equilibrio, como recomiendan los sabios.
Lo único que sobra aquí son las bagaudas, pero ya los castraremos a todos, dijo el Mayordomo. Y se volvió a sus hombres, desde la atalaya. ¿A qué esperáis para borrar esas sandeces? ¡Si no hay pintura, joder, echad cal encima!
Una mujer mayor que pasaba, al ver la amenaza escrita en la pared, se entretuvo en intentar leerla, aunque era improbable que pudiera. En los Campos Palentinos, fuera de las ciudades, la mayoría de la población balbuceaba un latín mestizo, que mezclaba muchas palabras de su dialecto nativo. Una lengua bárbara, semejante a la de vascones o cántabros, cuando al cabo eran todos parientes.
Cuando el amo duerme, comentó, el siervo pasa la noche en vela.
Ten cuidado, mujer, dijo el Mayordomo. ¡No sea que la pases tú en vela, en la calle, junto a los perros!
Para lo que se avecina, Patrón, a lo mejor sí es bueno estar afuera, aunque se pase frío.
¡Muy bien, tú lo has querido! ¡Echadla de aquí! Y dejad que pruebe la libertad, si tanto la quiere, dijo Víctor. Aquí no se admiten adivinaciones sin preguntar y de poco nos aprovecha una boca tan inútil en esta Casa. ¡Fuera con ella!
Dicho y hecho, los mozos tomaron a la mujer en vilo y la sacaron de malas maneras, afuera de la huerta, pero Serena no tardó en aparecer. Siempre aparecía tras los excesos de furia de su hermano, como antes hacía en los tiempos de su padre. Y la envió a una de tantas aldeas de los contornos, con algo de comida, para que fuera mejor acogida por los colonos. Como hacía con tantos menesterosos y proscritos, cada día más abundantes por los campos. Y Eugenio vio el espectáculo desde lejos, ocupado en una ronda de vigilancia. Pero no era habitual que Víctor se comportase así, pues tenía una merecida fama de clemente, y es que los ánimos en la Casa andaban revueltos. Y no por esas travesuras, como la pintada. Pues las noticias que llegaban por los caminos, sobre los avances del Usurpador en las vecinas Galias, eran para echarse a temblar. Y las bagaudas se aprovechaban del pánico para atraer descontentos hacia ellos, que engrosaran sus filas y les abrieran las puertas de las haciendas. De hecho, Eugenio sospechaba que Víctor le mantenía allí, también, como comodín frente a lo que pudiera pasar. Un seguro de vida último para el caso de que las cosas fueran tan mal, en algún momento, que pudiera hasta caer en manos de Liberato. Un hermanastro que compartían, Señor y vasallo, pero que sólo estaba unido de verdad a Eugenio. Y unido en la distancia, claro, porque la cabeza de Liberato tenía un precio, por lo que sus visitas a la hacienda eran tan furtivas como fugaces.
Este hermano mío nunca entendió que la gente se queja de gusto, pensaba Eugenio. Si de verdad les dolieran las ofensas, o la miseria en que viven a veces, se harían respetar más y no se dejarían pisotear.
Él mismo lo había comprobado en sus carnes: lo sometidos y temerosos que eran. En una ocasión, por ejemplo, fue a quejarse al Patrón en nombre de más servidores de la Casa, por las bajas raciones que recibían en un año de más carestía, aunque a él mismo no le faltase de nada, pero se encontró con que en el último momento todos le desertaron hasta dejarle solo. Y con tal decepción por su parte que hasta el propio Víctor se echó a reír.
¿Ves lo que te digo siempre? Tienes que reconocer que la mayoría de éstos no son para irse a una guerra con ellos, ¿o no? Pero dice mucho de ti que te atrevas a dar la cara, así que no te preocupes. A mí me vale con que aprendas la lección: no se puede uno fiar de estos alborotadores, así que no vuelvas a jugártela por cosas que no valen la pena.
A esa misma hora, sin ir más lejos, Eugenio buscaba el rastro de ese proscrito que se había atrevido a acercarse a la Casa. Porque podía ser un criado descontento, en pleno ataque de celos contra su Patrón, quien dejara ahí escrita esa amenaza, pero también podía haber sido un bagauda merodeador. Tal vez un compañero de su hermano, que habría escrito eso para amedrentar a los dueños de la Casa y ganarse simpatías entre el servicio. Un empeño no tan sencillo cuando aún regía esa vieja ley romana según la cual, si un propietario moría asesinado en su casa, aunque apareciera el culpable, todo el servicio sería a un tiempo acusado y ejecutado. Y no hacía falta que sobrevivieran herederos ni parientes, no, para cumplir tan fiera norma, sino que todos los demás potentados acudirían enseguida para asegurarse de ese castigo ejemplar. Y vendrían a la cabeza de sus séquitos de hombres armados, desde sus haciendas, para vengar sin tardanza a uno de su clase. Para que cundiera el terror del ejemplo entre todas las servidumbres y forajidos.
Lo mismo que hicieron con mi padre, claro: ajusticiar a uno para hacer ejemplo frente a los demás.
Era muy poco lo que Eugenio sabía de su progenitor, al que perdió de mala manera cuando era tan pequeño, pero sí tenía claras dos cosas: una era su desesperado amor por su madre y él mismo y la otra, su valor a toda prueba, lo demostró sin discusión al acudir a la Casa él solo a buscarlos. Un empeño a vida o muerte que puso en práctica en cuanto supo de su paradero y que, al fin, descubierto a tiempo por el astuto Asturio, lo llevó a encontrarse de frente con quien se había apropiado de su familia por la fuerza. Uno de tantos secuestros como ocurrían todos los días, en todos los rincones de esa frontera inquieta en la que todos ellos vivían. Un país fronterizo donde campaban a sus anchas las bagaudas y los bárbaros de las montañas del Norte, pero también la gente de Asturio y otros caudillos romanos, quienes se arrogaban la potestad de defender a los romanos decentes que sufrían las agresiones de esos salvajes. Una protección que a veces se revelaba, para los indefensos lugareños de la tierra de nadie, peor que la enfermedad que se pretendía erradicar. Pero a nadie se le había ocurrido aún ir a Roma a contarle al César lo que sus propios lugartenientes hacían a otros romanos, también, fuera de todo Derecho, y en cualquier caso le hubiera parecido muy bien. Pues como el propio Asturio reconocía sin tapujos:
Mientras el oro y la plata sigan llegando a Tarragona, para embarcar en los barcos del César, tengo su permiso para descuartizar a su propio hijo si se interpone en mi camino.
¿Quién en el mundo iba a pararle los pies? Asturio tenía plena potestad para quemar ciudades enteras ante la menor sospecha de rebelión, entre el Pirineo y Finisterre, como otros antes que él ya demostraron hacía tiempo al destruir Julióbriga hasta los cimientos: un escarmiento duro que sirvió a los impenitentes cántabros para recordar quiénes mandaban, fuera de sus apartados montes, antes de que los hijos de Roma volvieran a reconstruirlo todo como si nada. Como hicieron en Cartago sus antepasados. Y no dudaban en esclavizar a todos los sospechosos sobre la marcha, fueran culpables o no, como Eugenio sabía que ocurrió en su día con su madre.
Pero ella no era de aquí, sino que vino de África. Siempre me contó eso, razonaba Eugenio, en sus infinitas charlas con el Viejo Cazador. Un veterano criado de la Casa que se ocupó de enseñarle todos los secretos de su oficio y también, buen conocedor de todos los entresijos, de informarle sobre un pasado doloroso y falto de piezas.
Ella ya había sido raptada antes, claro, pues ni siquiera pertenecía a este país. Sus Lares estaban tan lejos de nosotros como el sol cuando alguien la traería hasta aquí, tan cerca del Mar donde el mundo se termina, pero fue muy poco lo que a mí me contó. Tan solo me dijo que consiguió escapar de la hacienda donde la tenían y que se consiguió evadir, ayudada por tu padre, en una de tantas fugas de esclavos como ya había por entonces. Pero ya sabes que Asturio conseguía recuperar a muchos de esos fugitivos y también hacía otros cautivos por el camino, a los que repartía luego por diferentes lugares. Y tu padre volvió a por ella y a por ti, pues os trajeron juntos a la Casa, pero vio que era imposible llevaros con él y se le ocurrió otra manera de acercarse sin hacer tanto ruido: trató de ganarse la confianza del servicio y hasta del Patrón, cuando era un hombre muy hábil, pero Asturio tenía ojos y oídos por todas partes y les sorprendió cuando ya se preparaban para huir. Y lo que vino después, me parece, por desgracia no hace falta contártelo.
Lo recuerdo demasiado bien, confirmó Eugenio, para quien nada de ese oscuro pasado era digerible. No sólo porque eran sus padres y padecieron, en sus carnes, la barbarie de esa casta de tiranos, sino porque él mismo había quedado en la Casa como único recuerdo de su triste historia. Porque la otra parte restante de ese triste rompecabezas era un medio hermano suyo que andaba perdido, por los montes cercanos, desde hacía demasiado tiempo.
La madre de Eugenio y Liberato siempre fue la gran mujer en la vida del viejo General, como éste siempre demostró, incluso educando a los hijos de su favorita como si fueran los suyos propios. Incluso con una venganza brutal, cuando se enteró de su presunta traición con el que era de verdad su marido. Una represalia en la que él murió sin contemplaciones, pero en la cual su madre también tuvo que pagar la cuenta por lo que a ella misma le tocaba. Y hubo un día en que ella también murió y entonces, para sus dos privilegiados hijos, la vida dio otro giro definitivo en el cual seguían inmersos, aunque cada uno de distinta manera. Eugenio siguió en la Casa como si nada hubiera pasado y luego nació Liberato, que no dejaba de ser un consentido de Asturio y que mantuvo sus atribuciones de heredero hasta que también el General falleció. Toda una complicada historia de familia que terminó así, con el dueño y señor de todo bajo la tierra, pero Liberato no se quedó mucho tiempo a ver qué pasaba con él a continuación y marchó. Se echó al monte junto a otros descontentos con los Próculos y otras casas reinantes cercanas y empezó un pulso con tales potentados que todavía duraba. De ahí que la gente de los contornos murmurase que mientras Víctor era el Patrón de la Vega, en los montes al norte era su hermanastro Liberato quien gobernaba.
¡Salve, Eugenio!
El Cazador se puso en guardia, ante ese montaraz que saltó por delante, pero se relajó al ver que era un hombre de su hermano. Muy ufano de burlar a los guardias y hasta a él mismo, el gran Cazador, cuando tendría su buena práctica en esquivar al enemigo.
¡Tienes que decirle a tu Señor que cambie de guardias, amigo, porque es demasiado sencillo burlarles!
Ya he visto el letrero que has dejado en el establo. ¿Te crees muy gracioso? ¿Es que no ves que si te agarran los guardeses lo vas a pasar peor que mal? Y por mí más te valdría matarte, entonces, o hacerte matar, porque te torturarían y saldría mi nombre a la palestra. Eso seguro.
No se puede ganar la guerra sin pelear y por esto he venido. Porque necesitamos de alguna ayuda desde dentro.
No me interesa eso que dices ni tampoco quiero saberlo.
¿Estás seguro? No es por nada, Eugenio, pero se ve que algunos prosperáis mientras otros peleamos por lo que es justo.
Ah, ¿sí? ¿Le llamas prosperar a robar? ¿Incluso a los más pobres colonos? No intentéis pasar por santos conmigo: en un cortijo grande, el más tonto se muere de hambre.
Mira, no he venido para ofenderte, pero si hay algo seguro es que tu plan con la Señora no tiene futuro. ¿Ves? Ahora sí me escuchas.
El mensajero de su hermano tenía razón en eso. Si las cosas seguían su curso normal, como hasta entonces, su sueño de tener a Serena no pasaría de eso: una quimera irrealizable, además de peligrosa, porque Víctor jamás lo permitiría. Y la única salida que les quedaba no era otra que escapar, fugarse de la Casa con todo lo que esto conllevaba, lo que pintaba más arriesgado que ir a la mismísima guerra. Porque Víctor no toleraría una humillación semejante en su propia Casa, con su propia hermana, sino que lanzaría a los caminos a toda su gente y se convertiría en su enemigo de por vida. Y para esto contaba con primos, amigos y hasta hermanos, como Cesaro, repartidos por toda España y en posiciones de poder e influencia. Con mucha gente a su cargo.
Malo o bueno, Víctor es mi Señor. Y es el hermano de Serena.
¡Pero el plan de Liberato no tiene por qué acabar en sangre, Eugenio, piénsalo! Ni siquiera tienes que comprometerte. Nos basta con que nos señales el lugar donde vas a tender tus redes en la próxima cacería. Y que lleves lejos a los batidores, en un rodeo que nos dé tiempo a nosotros para actuar y así poder capturar a todos esos potentados juntos. A partir de ahí, podríamos pedir un rescate por ellos, ¿entiendes? O una tregua que permita a los compañeros regresar a sus aldeas, una verdadera amnistía para ellos, pero aquí nadie ha hablado de matar a nadie.
Ya veo. Y dime una cosa: ¿de verdad crees que podéis hacer todo eso y sin sangre?
Si tú nos ayudas, se puede hacer cualquier cosa. Incluso envenenar a Mayordomo y sus hombres, lo que allanaría aún más tus planes. Y los nuestros.
No sé si bebéis más de la cuenta, pero se diría que habéis secado las cepas de toda Palencia. Esos hombres que dices son también mis compañeros, al fin, así como Víctor es mi Señor. Y respecto a Mayordomo, ¿qué quieres? Es el primero que está deseando acusarme de algo como esto que propones.
¡Vamos, Eugenio! El único pecado de tu hermano es haber alzado la voz. Haberse negado a que le dieran por el culo como a cualquier esclavo y ser un donnadie, él, cuando tiene tanto derecho como cualquiera de tus señores a disfrutar de esa Casa. Pero en vez de compartir con él nada quisieron reducirlo a una bestia de carga más, sin dignidad ni derecho a nada. Y es que los verdaderos esclavos son ésos que repiten las monsergas de sus amos y nos llaman esclavos a nosotros, los que sí tenemos el coraje de tomar una espada. Pero es preferible morir como un hombre a vivir como un perro.
Era el viejo lema de Liberato, que unía a su valor una gran inteligencia y cultura, forjada en el corazón mismo de la Casa: dones de los dioses con los que encandilaba a sus seguidores y a toda la gente, en especial, en el campo inculto donde tanta necesidad había.
Entiendo vuestras razones, amigo, pero no las comparto.
Eso no hace falta que lo digas. Si uno mira cómo vives, se diría que eres más terrateniente que nadie. Y tal vez el honor se transmita por vía paterna, después de todo, porque Liberato nunca aceptaría una espada de quienes mataron a sus propios…
Eugenio no toleró esa acusación, sino que enganchó al bagauda por el cuello.
¡Repite eso y te mato! ¿Me oyes? ¡Si vuelves a molestarme, lo último que va a preocuparte es que te agarren los de Mayordomo, porque yo mismo te sacaré las tripas!
¿Qué está pasando ahí? ¿Quién es ese hombre, Eugenio?
Era el Señor, ni más ni menos, que cabalgaba a escasa distancia de la Casa. Y por fortuna, pensó Eugenio, ni Mayordomo ni sus hombres le acompañaban ya.
¡Es un viajero perdido, Señor, que me ha preguntado por la carretera! Está por allí, le indicó, y espero que tengas un buen viaje de vuelta.
¡Si no tiene trabajo, aquí hay una azada para él, dijo el Señor! ¡Díselo, anda, que nos hacen falta brazos para la temporada!
Pero antes de que el otro se pasara de listo y aceptase, a lo mejor, Eugenio contestó por él.
¡No, mi Señor! ¡Te agradece la propuesta, pero tiene un largo camino que andar!
El Señor volvió grupas y ese hombre respiró aliviado. El mismo que hacía escasos momentos se inflaba como un gallo de pelea.
Gracias, Eugenio. Y perdóname por lo que dije antes, por favor: claro que se ve a la legua de quién eres hermano.
¿Bromeas? Yo le enseñé todo a ese desagradecido, ¿me oyes? Todo. Y ahora vuelve con él y dile que se vaya a otra parte, porque no podré salvarle si lo agarran. Y dile, también,añadió, en una pausa de duda… Bueno, no hace falta. Él ya sabe.
El bagauda se perdió por donde vino, entre la intrincada maleza del bosque, y Eugenio regresó a la Casa como si nada. Pero no le gustaba la idea de que, en una de esas entrevistas, aunque fueran involuntarias, alguien se enterase de que se veía a escondidas con la gente de su hermano. Y es que la confianza que habían puesto en él los señores, con los cuales se había criado, era el centro mismo de su existencia. El eje de su vida, con la Casa como símbolo de esa unión y de esa única realidad que jamás conoció. Ese único amor que lo era en todos los aspectos, puesto que también Serena era parte de ese mundo que contenía el viejo edificio.
Que el Señor de esta hacienda no persiga a los ladrones le dijo, al encontrársela a continuación, porque tiene aquí a una moza que roba los corazones. ¿Cómo fue tu día?
No muy bien.
Es por esa mujer, ¿verdad? ¿La que acaba de echar tu hermano? Pero a buen seguro ya la habrás instalado en otra parte.
No, no es eso. Quieren casarme con Cornelio, Eugenio, como sospechaba, y ahora van en serio. Porque a lo mejor piensan que debo ser sorda o tonta, pero en esta Casa hasta las paredes tienen oídos.
Ya veo. Tu cara lo decía todo, respondió él, que le secó una lágrima con los dedos. Tranquila, mujer, ¡fuerza! Que ya pensaremos en algo. No hay un camino fácil desde la tierra a las estrellas[3].
Mi último deseo se ha cumplido, por lo menos: que fueras liberado y que tú, al menos, puedas hacer tu voluntad y tu vida, con lo que mi sacrificio no habría sido tan estéril. Porque uno de los dos podrá elegir su Destino y me alegra que seas tú. Con todo lo que has sufrido, desde muy niño, te lo mereces más que nadie.
Los dos podemos, Serena. Y lo haremos. Confía en mí.
Claro que confío, pero no se trata de eso. Sólo te digo que, sea lo que sea lo que vayas a hacer, tan solo no te demores. Cualquier día de éstos, Cornelio vendrá a buscarme y se acabó: la boda se celebraría aquí mismo y es cosa de días.
Eso es lo que ellos creen y no han de pensar lo contrario. Huiremos juntos, si hace falta, pero es necesario engañarles. Pues a mí no me costaría nada, si quisiera, y nadie podría seguirme, pero es más difícil que podamos hacerlo los dos. Tú disimula, entretanto, finge que no pasa nada, que ya veremos lo que se puede hacer antes de que nos pille el toro.
Pues está al caer que me lo cuente, pero, bueno, me haré la tonta y fingiré resignación. Mi hermano sabe que odio la idea de casarme y más con Cornelio. ¡Qué mala suerte haber nacido mujer! Porque ellos pueden hacer lo que gusten en todo momento, atropellar la decencia de cualquiera mujer que se les cruce, pero una tiene que ser una vestal[4]. O mejor una diosa de madera, que ni sienta ni padezca. Y a poder ser, que esté calladita, que estaré más guapa.
Eugenio asintió, complacido de su determinado valor. En cierta manera le recordaba mucho a Liberato, a la que le unía un padre en común, porque Serena no aceptaba ese orden establecido. Aunque fuera la hermana del Señor.
Otro gallo cantaría si hubieras nacido hombre. Hubieras sido un magnífico Patrón.
No digas eso. Lo que me salva es el hecho de ser mujer, precisamente. De lo contrario, pienso que sería igual que ellos.
Sí. Mejor así, sonrió él, que tomó sus mejillas entre las manos. Si fueras un hombre, yo no te amaría tanto.
Afrontaremos el destino juntos, ¿verdad? Y que sea lo que Él quiera, pero nos va a hacer falta ayuda. Si esos dos se lo han propuesto, no lo dudes: lo harán. Antes o después, pero lo harán. Están acostumbrados a hacer y deshacer cuanto les da la gana en estas tierras. Y yo no estoy a extramuros de su patrimonio.
Te lo juro: si me pone la mano encima soy capaz de asesinarle. Le clavo un cuchillo en el vientre y se acabó: que sea lo que Dios quiera.
¡Vaya con la cristiana ejemplar! Pero, mira, no hagas nada de lo que te puedas arrepentir, pues entonces lo arruinarías todo. Y todo lo que hemos hecho hasta ahora y hemos esperado ha de tener un sentido. Y piensa que nunca se ha ganado una batalla sin sangre.
Pero no es él quien debe hacerme la sangre, en todo caso, sino tú. Y después de eso, corazón, ya me daría igual todo. Hasta morirme.

*Liberato era hermanastro de Eugenio, por parte de madre, pero también de Víctor y Serena: porque era hijo ilegítimo del General Asturio con la madre de Eugenio. Huyó de la Casa hacía tiempo y rondaba la finca de Víctor y otros señores, para incitarles a la rebelión. Liberato es un nombre que tiene su origen en la palabra “liberto”, o esclavo liberado. Pero Liberato no era su nombre real de cuna, sino un mote que la madre de Serena le había puesto en una señal de desprecio. Pues entendía que había nacido esclavo y que la predilección de su marido por la madre de ellos lo había liberado. Pero el interesado no se mostró nunca ofendido por semejante alias y, con el tiempo, supo utilizarlo en su favor para ganarse la simpatía de la mayoría humilde, muchos de los cuales eran auténticos libertos.*
[1] La frase original de Carrero Blanco era que los comunistas, como los bárbaros, necesitan de traidores que les abran las puertas. Una frase que se refiere, en concreto, a este periodo de caída del Imperio.
[2] El Carrión, fecundo río.
[3] Non est ad astra mollis e terris via. Séneca.
[4] Monja romana al servicio de Vesta.