No era fácil ser mujer, aun con dinero, en una sociedad tan brutal. Tan irracional y falta de justicia. Para Serena era una pesadilla frecuente soñar que la violaban y los responsables eran, casi siempre, los hijos de la rebelión que de continuo se multiplicaban por los contornos. No eran pensamientos agradables, desde luego, pero es que ella misma sabía que algo parecido se iba a hacer realidad si su matrimonio con Cornelio se consumaba.
Antes que permitir tal cosa, se decía, si nadie lo remedia antes, soy capaz de echarme al monte junto a Eugenio y que sea lo que Dios quiera.
Ya lo decía Ovidio, sobre los maridos implacables en sus celos:
Implacable marido, nada logras,
Poniéndole un guardián a esa tierna muchacha.
Debe cada mujer ser custodiada por sí misma y,
Si alguna es fiel cuando nada teme, ésa sí es fiel.
Y la que no lo hace porque no le es posible, ésa lo hace.
Y, sin embargo, en este caso, ese celoso era el propio hermano, que no quería perder el dominio sobre su auténtico apoyo en la Casa. Y si rezaba el dicho que los amantes, como las abejas, viven una dulce vida de miel, en el caso de Serena y Eugenio era un manjar que les llegaba con retraso. Y fue ella la primera en aprovechar la oportuna ausencia de todos los señores, cosa inaudita en la historia de la Casa, para hacer realidad lo que tanto ambos deseaban. Y los días se habían alargado sobre la Casa sin noticias decisivas sobre la guerra, aunque sí con una vigilancia exhaustiva del Mayordomo. Hasta una tarde concreta en que éste, cansado de velar y vigilar, pareció bajar la guardia.
Vamos a la despensa, propuso Serena, ya cansada de tanto esperar para nada, cuando ella misma ansiaba entregarse al que quería de verdad. Sólo yo tengo las llaves y mi cuarto está muy vigilado. Más ahora que nunca.
Había prometido portarme bien, dijo Eugenio, aun a sabiendas de que su carne era débil. Pero esto es demasiada tentación, ¿sabes? Sólo soy un hombre.
Quién sabe si saldremos vivos de ésta ni cómo saldremos, pero no pienso ser de ningún otro. Pase lo que pase. Así que no hay tanto que perder.
La cuenta estaba hecha, en verdad. Si su hermano no regresaba, o lo hacía derrotado, sus planes de grandeza se vendrían abajo como un chamizo que arrastra la riada. Y acaso tendrían que huir, antes de que el enemigo saqueara la Casa, lo que redundaría en más posibles ocasiones para los amantes. Pero si los teodosianos volvían victoriosos, por el contrario, Serena sería moneda de cambio para esa inevitable alianza local.
Lo que más me duele de todo esto es que mi hermano está en peligro, musitó, mientras Eugenio la desvestía en la oscuridad. Un botín por el que por largo tiempo había sitiado la ciudad amurallada y que de pronto, en el momento señalado por los dioses, se descubría ante las puertas abiertas desde adentro. Pero ella parecía tener su cabeza en otra parte, como su propio hermano hacía poco, en los pensamientos funestos de esa guerra que estaba en marcha. ¿No crees que vamos hacia un desastre?
No tanto como parece. Los patronos van a la guerra como salen al campo: para asegurarse de que los suyos trabajan y se emplean a fondo. No tanto para bregar ellos, así que descuida: no le va a pasar nada.
Sea como sea, si pierden, tendremos por aquí a esos invasores. Saquearán la Casa y a todos los que moramos en ella. ¡Pueden matarnos, Eugenio! ¡Hacer lo que sea con nosotros! Y a las mujeres nos violarán, para empezar, si es que no nos llevan luego como esclavas…
No era una conversación muy deseable cuando lo que él intentaba era hacerle el amor, por primera vez, aunque fuera comprensible su inquietud. Y ellos mismos luchaban ya, como decía el poeta, su propia batalla nocturna, con el ariete de Eugenio en auténtica incandescencia.
¿Crees que pueden ganar? Me refiero a los nuestros.
¡Claro que sí! ¿Por qué no iba a ser? Y no creas todo lo que dicen. Siempre pasa que, en la guerra, como en cualquier pelea, parece que el otro siempre es más diestro o tiene menos miedo, pero la gente de Usurpador no creo que sean las legiones de Julio César. No creo. Y los señores se han llevado consigo a sus mejores hombres, claro, porque no son idiotas. Por tanto, sí, podemos ganar. Y se luchará en nuestro territorio, en España, lo cual es siempre una enorme ventaja.
En esa primera gran misión encomendada, que fue su reciente viaje a Legión, Eugenio había visto por fin una gran ciudad. Un cuartel militar que era mucho más que eso, pero que era de entrada un cuartel. Lleno de soldados de verdad, que iban y venían, armados hasta los dientes y mandados por buenos oficiales, aunque los patronos tenían también su experiencia: diestros cazadores como eran, mataban de continuo a los bagaudas, a sus propios colonos y hasta a sí mismos, pues no dudaban en ajustarse las cuentas por cualquier discusión absurda. Unas lindes en disputa, el amor de una concubina o un desafuero tonto podían desencadenar, en cualquier momento, una auténtica guerra entre señores, pero seguían sin ser los expertos capitanes y soldados del verdadero Ejército.
Y mientras ésos se quedan en su sitio, parece mentira, los teodosianos han ido a la guerra con sus milicias. ¡Quiera Dios que no los maten a todos!
Según ellos, iban a luchar por la Patria, pero, ¿qué Patria era esa? ¿Una España cuyos límites apenas podían calcular? ¿Los campos palentinos de los que comían todos y que constituían su imperio privado? Esto último parecía lo más probable. Lo que estaba claro era que nada de eso podía ser por una Roma que sólo conocían por referencias, por más que se llamasen romanos a sí mismos.
Cuando empiezan a hablar de Roma es cuando creo que ya se han vuelto locos del todo, comentaba Eugenio. Es como escuchar a nadie de ir a tomar Troya, ¿no te parece? Lo mismo que vemos en este mosaico con Aquiles y Ulises.
¡Y tanto! Mi hermano también se escondería con gusto detrás de todas sus amantes: ahí seguro que no le encuentran, respondió Serena, aunque su sonrisa no ocultaba la inquietud que le producía esa guerra pendiente.
Ojalá lo hiciera, respondió Eugenio, que había adoptado de los Próculos esa forma tan conservadora de pensar. De resignarse a lo que tenía.
Aunque al final nada tengo, razonaba para sí, salvo este momento de oportunidad que acaso no vuelva a presentarse. ¿Es legítimo desear que Víctor nunca regrese y así poder ocupar mi sitio, por fin, no tanto en su trono, sino en la alcoba de mi moza? Este invento de la guerra parece que ya ha allanado, por de pronto, el principal de esos caminos.
Pero Eugenio nunca comentaría estos pensamientos con Serena, ya de por sí tan agobiada con el tema. Y a pesar de los peligros e incertidumbres, por el momento, ellos se entregaban a lo suyo. De manera, eso sí, que no se comprometiera el gran valor que tenía para una dama su virginidad, claro estaba, en su única manera de ser demostrada, aunque los amantes siempre se las arreglaron para hacer lo que pudieron. Y lo importante era no dejar pruebas demostrables de lo que perpetraban, en ese refugio que creían seguro, porque suponían que nadie iría allí a buscarlos. Y como todos los amantes que en el mundo han sido, ajenos a todo, se daban a sí mismos como si no fuera a haber un mañana. Pero los pasos de alguien frente a la puerta, alguien que sólo podía ser de Mayordomo, interrumpieron ese fogoso encuentro. Justo cuando se empezaba a derretir la cera.
¿Quién está ahí?
Soy yo: Serena.
Pero, Señora, ¿qué estás haciendo aquí a estas horas?
Ésta es mi casa y no tengo que es darle explicaciones a nadie, ¿de acuerdo? Tenía hambre y vine a coger unas uvas. ¿Cuál es delito?
Perdone mi Señora que pase, pero, si oyes ruido de madrugada, como decía tu buen padre, o son ratones o están follando, respondió el Mayordomo. Y se adentró sin miramientos en la sencilla sala y con su lámpara alumbró a Serena, sola en la oscuridad, aunque debía serle obvio que así no era. Me defraudas, Señora. ¿La primera noche sin el Amo y ya le traicionas así, a sus espaldas y con un criado? ¡Sal de ahí, Cazador! Por una vez eres tú el que ha sido cazado.

*Ana era una criada de la Casa que pasa desapercibida, incluso en el relato, pero que representa a esa mayoría silenciosa que también hace la Historia, desde atrás. A la izquierda, escena erótica del mosaico de yacimiento de Casale, en Italia. Y, a la derecha, una de las muchachas del mosaico de Aquiles de La Olmeda.*