Moisés F. M., confesó ser el autor de los disparos que acabaron con la vida de Roberto Lazcano y Asan Osman en La Maruca el 16 de junio de 2010. Durante la primera jornada del juicio con jurado en la Audiencia Provincial, relató que venía sufriendo amenazas persistentes, que había sido agredido por Roberto poco antes de los hechos y que éste le había advertido incluso con quemar su local y a quienes estuvieran dentro.
Presuntas amenazas y extorsiones contra el autor de los disparos
Respondió a las preguntas del fiscal y de su propio abogado, Ignacio Hernando, pero se negó a contestar a los letrados de las acusaciones particulares. Según explicó, la tarde del 16 de junio abrió su club, Los Arcos, y después fue a una peluquería en Avilés. Al salir recibió una llamada de un responsable de otro establecimiento cercano que le dijo que también estaba recibiendo amenazas iguales a las que él había recibido y le pidió que fuera a hablar con él para saber si pensaba denunciar.
Tras esa llamada, se topó con Asan Osman, que hizo un gesto como si disparara, lo que le hizo pensar que estaban «yendo a por él». Fue entonces corriendo en coche al otro local. Apenas llegó, en cuestión de minutos apareció Roberto Lazcano, le propinó un puñetazo y lo tiró al suelo; además, según Moisés, le amenazó con incendiar su negocio y tuvo que ser detenido por el gerente para que no continuara la agresión. Antes de marcharse, Roberto intentó atropellarle con el coche, dijo el acusado, que aseguró sentirse paralizado por el miedo, aunque recordó que debía volver al bar porque tenía a muchas personas bajo su responsabilidad.
Aparcó en la parte trasera del club y sacó una pistola que había comprado meses antes en el mercado negro. Relató que otro día, en un restaurante, un amigo le mostró un mensaje amenazante y le sugirió que comprase un arma; ese contacto le puso en contacto con unos vendedores portugueses que le indicaron que el arma estaba cargada y cómo funcionaba el seguro, sin facilitarle más munición.
Volvió al local y avisó al portero de que «venían a por todos»
Ya armado, volvió al local y avisó al portero de que «venían a por todos». En menos de un minuto aparecieron Lazcano y Osman. Moisés explicó que se aproximaron por la calzada porque habían dejado el coche enfrente; Roberto sacó algo oscuro bajo la camisa que él creyó inicialmente que podía ser una escopeta, aunque luego resultó ser un taco de billar. Temiendo por su vida y ante lo que él describió como una actitud intimidatoria y amenazas de muerte, efectuó dos disparos de aviso. Según su versión, los atacantes continuaron insultándole y asegurando que la pistola no les asustaba.
Asegura que, aterrado, disparó varias veces contra el cuerpo de Roberto. Cuando vio a Asan llevarse la mano a la cintura, lo apuntó y abrió fuego contra él; después de eso, dijo no recordar detalles, alegando nerviosismo extremo. Añadió que, al marcharse, subió a la acera y el coche pasó sobre Roberto sin que él tuviera intención de atropellarlo.

Sin dirección fija, se desplazó hasta un acantilado e incluso intentó suicidarse, aunque ya no disponía de balas. Tiró la pistola al mar para que nadie pudiera usarla y no recuerda con precisión si llamó a su mujer o a su suegro para advertirles. Explicó que toma medicación quincenalmente y que su memoria está afectada; indicó además que la última dosis la recibió el viernes anterior al juicio, por lo que no recuerda con exactitud los hechos.
Uno de los caídos le advirtió, antes de abrir el club, de que «controlaban la zona»
Dijo que por la mañana, por iniciativa propia, acudió a comisaría con su abogado para contar lo sucedido. Contó también que durante la noche posteriores recibió llamadas ofreciéndole pisos para esconderse e incluso la posibilidad de abandonar el país, porque se había corrido la voz de que él era el autor; esas llamadas llegaron a los teléfonos del negocio de compraventa de coches al que se dedicaba antes de abrir el club.
Ante el fiscal relató que las ofertas de ayuda procedían de gente del mundo de la noche de Asturias —Oviedo, Gijón y Mieres— y que quizá vinieran porque su suegro llevaba años en ese entorno. El abogado le preguntó por cómo vivía los meses previos; relató que se dedicaba a la compraventa de coches a nombre de su esposa y que había sido amigo de Roberto, con quien solía quedar para cenar y tomar algo. Sin embargo, la relación se quebró cuando Roberto, acompañado por un portero, le advirtió antes de abrir el club de que «controlaban la zona» y que no convenía que se metiera en ese negocio, comentario que puso fin a su amistad.

El padre de Roberto Lazcano, también vinculado a este submundo de la noche avilesina y muy conocido en la ciudad, se personó en el lugar del crimen y observó destrozado el cadáver de su hijo mayor, tapado por una lona de la policía. Tuvo que ser atendido in situ por los servicios médicos después de sufrir un ataque de nervios muy fuerte.
Decían que no podían salir con normalidad al parque ni dejar a los niños ir solos al colegio
Comenzaron entonces las intimidaciones: mensajes, cartas en el buzón —una de ellas vista por su hijo de nueve años— y marcas en el portal con cruces y sus iniciales en el timbre que le avisaban de que iban a matarle. Relató que la familia vivió asustada, que no dormían por la noche, que sus hijos estaban aterrorizados y que no podían salir con normalidad al parque ni dejar a los niños ir solos al colegio.
Bajo esa presión, reconoció una recaída en el consumo de drogas: dijo que había dejado de consumir en 2007 tras entrar voluntariamente en un programa de desintoxicación, pero que en los meses previos consumía grandes cantidades —entre tres y cinco gramos diarios, según su testimonio— junto con abundante alcohol. Afirmó que la pistola la adquirió después de la paliza que sufrió en abril y que la utilizó la noche en la que, según su versión, disparó cinco veces a Lazcano y nueve a Osman. Aun así, insistió en que no quería matar a nadie.
«Prefiero ver a Moisés en prisión antes que muerto en un patatal», declara María Granda, esposa de Moisés F. M., el autor confeso del doble homicidio ocurrido en La Maruca. La joven habla sin rodeos, se acomoda el cabello, gesticula mientras responde breves llamadas telefónicas y observa con cierta nostalgia las paredes color fucsia del club Los Arcos, en la avenida de Lugo, donde poco más de un mes atrás tuvo lugar una tragedia que acabó con la vida de Roberto Lazcano y Asan Osman. Ella no se encontraba allí aquella noche. María asegura que no quiere tener relación alguna con el mundo de la prostitución; su vida, insiste, gira en torno al sector de la automoción. Sin embargo, el local ha vuelto a abrir sus puertas, y en ello hay un vínculo familiar inevitable: su padre, Juan Granda —también suegro de Moisés—, ha retomado la gestión del negocio. La joven se sonroja y confiesa que teme que las pesadillas regresen.
A mi marido lo machacaron porque querían controlar el negocio y quedarse con Los Arcos
Son las siete de la tarde. Una decena de mujeres aguarda la llegada de los primeros clientes. Las luces de neón parpadean invitando a entrar. «Esperamos un mes para reabrir el club por respeto a los fallecidos», explica Juan Granda. María cruza los dedos, nerviosa. «Espero que nadie piense que volver a abrir el local es una falta de respeto», afirma. Luego añade con voz queda: «El negocio de la prostitución, aunque no quiera, es el que eligieron los dos hombres de mi vida: mi padre y mi marido». Su pareja está ahora en prisión, pendiente de juicio, acusado de haber cometido un doble asesinato. «Tengo miedo —confiesa—. A mi marido lo machacaron porque los Lazcano querían controlar el negocio de la prostitución y quedarse con Los Arcos».
Moisés F. M. se había puesto al frente del club en noviembre de 2009, según relata su esposa. Desde entonces, dice, fue víctima de agresiones y amenazas. «Tres meses antes de que ocurriera la tragedia —explica— vinieron al local ocho personas que lo golpearon con las banquetas. Moisés presentó denuncias e inició un tratamiento médico porque estaba mal, muy afectado». María fija la mirada en el fondo del salón y continúa: «Aquel día, él temía que lo metieran en el reservado y no salir con vida».
Sabía que algo grave podía pasar, aunque nunca imaginó ese desenlace. «No pensaba que mi marido llegaría a matar a nadie, pero estaba al límite. Estaba destrozado, amargado, le había cambiado el carácter, no dormía. El día de los disparos le dijeron que irían al club a matar a las chicas y no aguantó más», relata con la voz entrecortada.
Tomarse la justicia por su mano después de denunciar tantas veces
Ahora, María Granda intenta sacar adelante a sus dos hijos, de ocho y nueve años. «Ante todo hay que ser persona —dice con firmeza— y tener respeto, independientemente de la profesión». Ya ha acudido con sus hijos a visitar a su marido en la cárcel. «Lo triste es que Moisés tuviera que tomarse la justicia por su mano después de denunciar tantas veces. Estaba harto de recibir cartas amenazantes y notas que le dejaban en el felpudo… Yo tuve que cambiar de número tres veces; era una pesadilla», recuerda.
Su padre, Juan Granda, interviene ocasionalmente en la conversación: «Roberto Lazcano y su padre no se trataban. Uno no dejaba entrar al otro en sus clubes, pero aun así se veían para repartirse palizas», asegura. Según su versión, la discusión entre Moisés y Roberto el día del crimen comenzó en otro club de alterne de La Maruca, antes de acabar en Los Arcos.
A ratos, la mujer de Moisés pierde la compostura. «Estoy hecha polvo», confiesa con lágrimas en los ojos. «Solo quiero que mis hijos crezcan junto a su padre, llevarlos al parque y disfrutar. Cuando Moisés se metió en el mundo de la prostitución se alejó un poco de nosotros, pero cuando empezaron las amenazas temía más por nuestra seguridad que por la suya. Nosotros no tenemos nada que ver con todo esto», insiste, apoyada en la barra del local, junto a la puerta. «Hoy solo he venido a por unos papeles, pero ya me voy; no quiero estar aquí. Y me voy con miedo: por mi padre, por los trabajadores, por las chicas… todos somos personas», repite mientras su padre intenta calmarla.
Juan Granda, pragmático, comenta: «Ahora toca volver a levantar el negocio, recuperar clientes. Lo ocurrido hizo mucho daño y cuesta encontrar chicas de Avilés que quieran trabajar aquí». Apenas termina la frase cuando le suena el teléfono; alrededor, algunos jóvenes le ofrecen ayuda. Son casi las ocho, las luces de neón se intensifican y los primeros clientes comienzan a llegar con timidez. María se despide. El club permanecerá abierto unas horas más. Antes de marcharse, deja claro: «Reabrir el local no es una burla. Aquí estamos de alquiler, hicimos una gran obra que todavía estamos pagando. No podíamos mantener esto cerrado más de un mes».
Cruza los dedos, suspira y concluye con voz baja: «No queremos más daño».


























