Nos retrotraemos casi dos mil años en la historia de nuestro país, cuando un golpe de Estado contra Nerón tuvo lugar entre España y la Galia, iniciando una serie de guerras civiles muy sangrientas y con una legión nueva creada entre los plebeyos de España como una de las unidades de élite que brillaron con luz propia en este periodo. La Legión Séptima Gemela, con base en León, fue la más española de las legiones romanas y sus aventuras duraron siglos antes de desaparecer, hacia el final del Imperio.
Carretera de Verona a Cremona.
Siguiendo las órdenes, los flavianos levantaron el campo, llenos de entusiasmo. Y se pusieron en camino, dejando atrás los techos de Verona, pero dos días de marcha no enfriaron su furia. Y sería la quinta hora del día de la tercera jornada de camino cuando hallaron por fin al enemigo. La caballería del Danubio salió en tromba y Licinio le deseó fortuna a Magilo, pero la suerte del encuentro les fue adversa y esos jinetes estuvieron pronto de vuelta.
– ¡Son los nuestros, que vuelven! ¡Abrid las filas!
Los jinetes pasaron entre ellos, cerrándose al punto las filas. Pues tras ellos venía el enemigo y entonces, tras un breve combate los vitelianos, emprendieron la huida también. Y el ejército de Antonio avanzó, ávido de sangre, pues la auténtica batalla esperaba por delante.
Ya oscurecía cuando divisaron, muy cerca ya, los muros de Cremona. A su abrigo acampaba el enemigo y las águilas de Vitelio, el odioso general enemigo, refulgieron bajo el sol agonizante. Pero no les cegó ese brillo, sino el botín que reunía esta ciudad, pues se comentaba que eran días de mercado y a una colonia rica se sumaba un tropel de forasteros. Gentes de los contornos y mercaderes que se habían congregado con su mercancía. Un gran tesoro que, contenido entre sus muros, pasaría a sus manos con la victoria. ¡Pero antes habría que luchar!
– Ayúdame, Erudino –dijo Licinio, que sacó del peto un hatillo. La figurilla de Erudino, que Serena le regalara, le devolvió la mirada en silencio.
– Si quieres, reza por mí –dijo Cneo- ¡Hoy nos va a hacer falta toda la ayuda y de todos los dioses que existan!
– Rezad mejor porque cobremos cuando todo termine. ¡Y no hierro de Germania! –respondió Toro, inmune como siempre al temor- Hay que atacar ahora mismo, ¡sangre!
– ¡Pero si es casi de noche! ¿Cómo vamos a luchar?
– Pues lo mismo que de día, amigo mío, pero con menos luz.
– No lo veo claro, Toro, y nunca mejor dicho. ¿Cómo distinguiremos al enemigo en estas sombras? ¿Cómo asaltar la ciudad, esas murallas tan altas, si no tenemos máquinas de asedio?
El grueso de la tropa ansiaba pelear, pero centuriones y tribunos se mostraban más reacios y no era para menos. Con la derrota arriesgaban sus carreras, sus recompensas, y no sólo la vida. Por su lado, sin tanto que perder y ansiosos de botín, la soldadesca pedía en cambio la batalla. Y golpeaban sus escudos con las armas, para no oír las voces de mando.
– ¿Querías luchar? Pues por ahí vienen los Flavianos –dijo Licinio. Y es que la marea informe del enemigo, semejante a un hormiguero en la distancia, empezaba a maniobrar ante sus ojos. Y salían de la ciudad en tropel para formar sus centurias en la llanura. Y el cántabro sintió que sus piernas flaqueaban al considerar que pronto los tendría muy cerca. ¡Parece una broma! La mitad de esas legiones estuvieron en Cantabria por años, hasta hace no tanto, y ahora tenemos esas mismas banderas enfrente.
– ¿No escuchasteis lo que dicen, compañeros? Si esperamos a la mañana, no lo dudes, aunque venzamos no veremos un sestercio –dijo Toro-. ¡Con la luz vendrán las súplicas, las treguas con los vencidos, y la ciudad será perdonada! Los jefes pactarán con esos cerdos, para rendirles la ciudad sin violencia, y cobrarán a cambio un soborno. ¡El botín de la ciudad tomada nos pertenece a los soldados y el de la entregada a los jefes! –añadió, a puras voces, para ser oído en su entorno- ¡Por eso os digo que luchemos ahora y acabemos con esos cerdos de una vez, que ya habrá tiempo para dormir cuando ganemos!
No era el único que pensaba así, pues ya todo el Ejército clamaba ahora en bloque por combatir. Y el general Antonio, animado por este ímpetu de sus hombres sin dejarse acobardar por las tinieblas, que se extendían por todas partes, desplegó a sus fuerzas sobre el campo abierto. Y la Séptima ocupó su puesto, formada en campo abierto en la creciente oscuridad y con su águila bien visible entre las filas. Los vitelianos estaban ahora muy cerca y se les podía escuchar, con sus cuadros en movimiento hacia ellos, entre las sombras. Y Licinio trataba de discernir, en esa semioscuridad de luna llena, a qué distancia se encontrarían, pero era más fácil advertirles por el ruido. Y un griterío bestial les anunció, como en una pesadilla, que cargaban contra ellos de frente.
– ¡Lanzad! ¡Roma o muerte!
Licinio arrojó un dardo con todo el impulso que pudo, pero no hubo tiempo para más. Los vitelianos se echaron sobre sus escudos como un oleaje furioso y unos y otros se apuñalaron en las tinieblas.
Julióbriga, Cantabria
Serena despertó de súbito. La lluvia repicaba en las tejas, sobre la piedra del patio, y los truenos sacudían las paredes. Había tenido un mal sueño y aún se estremecía al revivir la visión. Aquel rostro querido, hundido en el barro. Y ahí radicaba el problema, puesto que no recordaba su rostro. ¿Magilo, tal vez? Se negaba a creer que fuera Licinio, ese desagradecido que partió de allí sin despedirse.
Sí, debía de ser Magilo. ¿Quién si no? Un adversario le derribaba y moría gritándole al cielo. Cerraría los ojos en aquella tierra ingrata, la que fuera, pero muy lejos de todo lo que había amado en vida. De la casa a la que nunca regresaría. Al sentirse tan sola, deseó por encima de su orgullo que él también regresara. Sería lo único que podía de verdad confortarla en su abandono. Porque Licinio siempre había estado a su lado, pero ahora que más le necesitaba se encontraba lejos, demasiado lejos de ella. Hacía tiempo que había partido en pos de sueños inalcanzables. Ambiciones que serían imposibles a su lado, claro, en ese apartado villorrio entre las montañas.
Envuelta en su mantilla se postró ante el altar mientras la lluvia golpeaba el tejado del patio. Y con lágrimas en los ojos imploró a Erudino para que no abandonara a sus amigos. Para que les guardase del peligro en su destierro, en especial en esa hora peligrosa, llena de rumores de batallas terribles. Y en silencio pidió también por su regreso, para que acabase la guerra y regresara pronto a casa.
Cremona, Norte de Italia.
La luna se ocultaba tras su denso manto de nubes y ponía así un velo piadoso a la matanza, pero no tapaba su estruendo bestial. Ese mare magno de golpes, de vítores y estertores, de hombres jóvenes que se mataban sin piedad en mitad de las tinieblas. Y Licinio y su gente pasaban por su peor hora, pero no se arredraban. Carga tras carga, los vitelianos cerraban contra ellos. Arreciaban como un oleaje furioso y los compañeros caían ante ellos o se retiraban a la retaguardia, heridos, con lo que eran cada vez menos para aguantar. Y ya habían visto arrancar, junto al brazo del Centurión, la bandera de su Manípulo. Y así fue que Quinto Reburrino acababa de morir, tal y como siempre habría querido, en el fragor de la batalla, pero su Centuria se mantenía firme a pesar de todo. Y ellos seguían su ejemplo con valor, aunque agotados y en la desesperación. ¿Cuándo terminaría esa tortura?
– ¡Cubríos el pecho y la cara! ¡No bajéis los escudos!
Pero el escudo le pesaba en la zurda y su diestra estaba exhausta de golpear. ¿A cuántos rivales se había medido sin lograr derribar a ninguno? Y es que estos hombres no eran bárbaros, simples salvajes sin idea de luchar, sino auténticos legionarios romanos. Y tenían sus mismas armas, su misma y férrea disciplina. Gracias a los dioses que a su lado, batiéndose como un león, hombro con hombro estaba Toro. Un titán capaz de hacer el trabajo de tres: un golpe que segó ese brazo atrevido, hendiéndolo hasta el tuétano. Y ese tajo brutal que cruzó una cara asustada, que ya no olvidaría la de aquel que lo marcó para siempre, pero siempre acudían más enemigos. Tarde o temprano darían con un rival más diestro, era sólo cuestión de tiempo, y entonces todo se acabaría. Magilo. Su casa. Serena. ¿Volvería a verla? Tal vez en otra vida. ¿Y qué sería de su madre y su hermana? ¡Habrían de arreglarse sin él!
-¡Juntad los escudos, cubríos bien el pecho!
Así les insistía Avito, su nuevo Centurión provisional, mientras recorría incansable sus mermadas filas. Y él mismo daba pruebas de valor, allí donde flaqueasen las fuerzas.
-¡Lanzad golpes certeros, no malgastéis vuestras fuerzas!
Pero Licinio cayó al fin, exhausto, derribado por un escudo enemigo. Y sintió que el tiempo se detenía cuando alzaron la espada sobre él. Tendido sobre la hierba la sintió mojada y en el acto supo por qué, ya que no había llovido esos días. Tirado a su lado, el rostro inerte de Cneo le devolvió una mirada vacía.
– ¡Toro!
Pero no podía levantarse, ya que resbalaba con la sangre. Y cubierto por su escudo luchó aún, para que no le clavaran al suelo, pero otro escudo se interpuso. Y la espada de Toro surgió de la nada, como un rayo, rompiendo a la vez casco y frente de su enemigo. El crujido sonó a gloria y el viteliano cayó sobre él como un fardo. ¡Estaba salvado!
– ¡Sangre, hermano! ¡Tu extraño dios te está protegiendo!
Los aullidos de Toro intimidaron al reemplazo de ese rival caído, pero éste dudaba y se mantenía alejado, bien cubierto por su escudo.
-¡Levántate ya, Licinio, por tus muertos! ¡Yo también necesito tu escudo!
De nuevo en pie, escudo con escudo, ambos saltaron hacia adelante y su oponente se vio desbordado, pues su línea había retrocedido algunos palmos. Y esta vez fue Licinio clavó, aun sin fuerza, pero fue suficiente para que Toro golpeara su flanco. Y enterró la espada entre el cuello y el hombro de su víctima, en el sitio idóneo, pues por aquí es que antes se entrega el alma. Y el terror asomó a esos ojos en el momento supremo. Sería un mozo de sus años, otro aventurero superado por su sueño, pero no hubo piedad para él.
– ¡A dormir, bastardo!
Toro lo separó de sí con el pie y su adversario le miró desde abajo, ya tendido sobre la hierba. ¿Estaría vivo aún?
– ¡Buen golpe, Licinio! ¡Agarra su bolsa, corre, que yo te cubro!
Dicho y hecho, Licinio se agachó sobre su víctima, aún expirante, y empezó a buscar en sus bolsillos. Podía oír sus quejidos al registrarle y entonces, como si fuera un vendaval, un viento fortísimo hizo vibrar todo el frente. Un aullido de victoria y derrota que sacudió a ambos bandos por igual, pero no era fácil de interpretar.
– ¡Nuestra es la victoria! ¡Les hemos quitado un Águila!
Y echándose de pronto hacia atrás, empujados por el entusiasmo de los ganadores, los vitelianos rompieron sus filas y huyeron.
– ¡Victoria!
Esto repetían sin cesar los flavianos, que emprendieron la carrera tras sus enemigos. Y los vitelianos arrojaban sus escudos, para correr así más ligeros, y buscaron a toda prisa amparo en Cremona. Y es que a su espalda venían ellos, todo el ejército flaviano, pero no tardaron en detenerse ante el mayor obstáculo: los muros de la ciudad se alzaban ahora ante ellos y desde lo alto les llovió una verdadera granizada. Piedras, flechas y hasta tejas ardiendo, todo lo que esa gente tenía a mano se lo tiraban con furia. Desesperados en su defensa común frente a los asaltantes. Y Licinio se preguntó, por segunda vez aquel día, cómo se podría tomar sin máquinas esa ciudad, pero ya no dudaba tanto como al principio. Tras la batalla todo era posible, había vencido y estaban vivo, así que ahora asaltarían Cremona como fuera y obtendrían su premio. ¡Para esto habían sangrado! Y ya corrían por todas partes los jinetes, en busca de herramientas para el asalto, pero nadie se sentó a esperar su regreso. Incansables en su afán de saquear y vencer, los legionarios formaron sus tortugas de escudos y la noche ya clareaba mientras un clamor se elevaba cada vez más entre las filas.
– ¡Salve, Sol Naciente Invicto!
Así gritaban sus camaradas, los del Ejército de Siria, que saludaban con pasión al nuevo día. Y a la luz incipiente del alba, que empezaba a asomar en el horizonte, los flavianos recobraron sus fuerzas y redoblaron el asalto con vigor. Pues no habría descanso para ellos, entre la ciudad y sus cuarteles, si Cremona no caía primero, pero era obvio que no iba a ser tarea fácil. Entremezclados sobre sus muros, soldados y ciudadanos de Cremona se ayudaban, ofreciendo a los flavianos una defensa desesperada. Y así y todo su ímpetu fue más fuerte y se llegaron al parapeto, con furia salvaje, y sobrevino una lucha a muerte por forzar esa última barrera. Un asalto tan decidido que parte del mismo parapeto cayó, sobre la ciudad, socavado por los golpes y las llamas, y una ola de atacantes se agolpó frente a la brecha. ¡Por fin! Y Licinio esperaba su turno, un lugar en la victoria, cuando entonces los compañeros clamaron desde lo alto de las murallas.
– ¡La ciudad es nuestra!
Antonio entró en la ciudad entre una batahola de gritos. Aclamado como César y en medio de un golpeteo de armas, de esos soldados tan sufridos, todas las miradas se volvieron hacia él. Y Fusco y Mesala, sus dos lugartenientes, le flanquearon enseguida y le mostraron la columna de los vencidos. Con el rostro en el suelo y camino de las puertas, en espera de su destino, recibían los insultos de sus hombres, que les zarandeaban con violencia y los escupían, pero ellos en cambio callaban. Porque lo único que podían esperar ya era piedad, perdido todo su orgullo. Y esta triste procesión de derrotados, con las vencidas banderas al frente, la encabezaba un Cécina exultante.
-Por ahí viene ese imbécil –exclamó Antonio, incapaz de contenerse. Y es que el flamante General de Vitelio, arrestado hacía unos días por sus propios soldados, acababa de ser liberado por los mismos que lo arrojaron a un calabozo por traidor. Y es que los vitelianos querían ahora que intercediera por ellos y se lo enviaban por delante, como embajador, a la plana mayor de los ganadores.
– ¡Salve, Antonio! ¡Tuya es la victoria! ¡He aquí a lo mejor del Ejército de Germania humillándose a tus pies! En vano les pedí que me apoyaran, hace pocos días, en mi afán de unirme a tus fuerzas. De acabar entre los dos con esta guerra fratricida,. Pero ellos se obstinaron, ponían por delante su lealtad hacia Vitelio, ¡ese borracho comilón! Ya sabes que son de suyo orgullosos y por eso iniciaron esta guerra, como si fuera un asunto de honor y no una cuestión de Estado. Pero ahora te pido que tengas clemencia con ellos, pues se rinden sin condiciones y todos somos camaradas.
Cécina se mostraba tan satisfecho como si el triunfo fuera suyo también. ¡Cómo rodaba la vida! Antonio recordó una mañana de primavera, hacía apenas un año, allá en la lejana Tarragona. El día en que Cécina y él se enfrentaron, ante el trono de Galba, por causa de ese famoso desfalco. En aquellos días estaba en juego el favor de Galba y también el mando de su Ejército. La guerra estaba apenas empezando, ¿quién lo diría? Ríos de sangre habían corrido desde entonces, en esos largos meses, y acaso corrieran aún, antes de que todo acabara.
– Estos hombres han luchado bien –sentenció Antonio, que se compadecía de tan humillada y valerosa tropa. Nada se les podía reprochar y sí a aquel torpe emplumado, que los había llevado al desastre por no saber cumplir bien su misión-. Merecían haber sido mejor conducidos, pero no dejaré que se les maltrate. ¡Que formen afuera hasta nueva orden y que esperen allí sentados! Se les darán armas y banderas, mas no todavía. Mesala, Fusco: encargaos de todo en mi ausencia. ¡Yo iré a lavarme!
– ¡Pero, señor! ¿Qué hemos de hacer con nuestras tropas? Están fuera de sí y no podemos sujetarles. Pero tampoco podemos dejar a toda esta gente en sus manos, a los vecinos de la ciudad. ¡Son ciudadanos romanos!
– Pues si están fuera de sí, ¿qué quieres que yo le haga? ¿Es que soy un Dios? Os cedo el mando hasta nueva orden, y a ver qué hacéis ahora. ¡Yo ya he ganado la batalla!
Y al decir esto les dio la espalda y se dejó conducir por un criado que le guió hasta unos baños, en un edificio desierto, y de fresco que eran sentía hasta frío. Desprendido de su escolta, que quedó en la puerta, Antonio avanzó en la penumbra, alumbrado por un candil y absorto en sus pensamientos. Apenas podía creer que hubieran vencido, pero así era. Y con este golpe decisivo, en una sola batalla, la guerra estaría ya acabada o así quería creerlo. Los que aguardaban ahí afuera, tendidos sobre el campo o prisioneros, eran el nervio del enemigo. Y cuando tuviera noticia del desastre, sin duda alguna, Vitelio se suicidaría como ya hiciera Otón antes. Como hizo también Nerón, tras el éxito de Galba. ¡Cuatro emperadores muertos en poco más de un año!
Roma no ha conocido jamás un desastre como este y tú le has dado fin, Antonio. Tú eres el héroe.
Le agradó este pensamiento que le asaltó, una vez solo, sentado a oscuras en las piscinas. La paz que se respiraba ahí adentro, tras los gruesos muros de piedra, sólo la turbaba el eco cercano de la victoria, pues sus hombres festejaban el triunfo en las calles. ¿Habría terminado ya, al menos, esa cruel matanza? Por supuesto que no. A esos cremonenses les aguardaba un destino sombrío con esa soldadesca entre sus muros. Y eso sin contar a esa chusma de esclavos, ayudantes y cantineros, que seguían al Ejército por doquier. ¡Cómo habrían de faltar! Les había visto avanzar a retaguardia, pegados a las tropas como cuervos y más terribles que los soldados en su degradación. Y ahora llegaban con el triunfo para comer también ellos del botín y dar rienda suelta a sus instintos.
– Ciudadanos –repitió Antonio, que parafraseaba en soledad a sus subalternos. ¡Por supuesto que lo eran! Los cremonenses eran ciudadanos romanos como él, como sus soldados. Y, no obstante, ¿qué podía hacer él? Bastante prodigio había sido evitar que sus hombres, ebrios de sangre, exterminaran a los vitelianos tras la batalla. A todos esos camaradas que, vencidos, se les rendían sin condiciones, y en especial había salvado a sus centuriones y jefes. ¡Cuánto más odio había contra ellos y más botín para robar! Pero poco podía hacerse, en cambio, por la ciudad y sus gentes. Esos infelices ya estaban condenados.
– No soy un dios –repitió, como si los dioses pudieran oírle.
¿De verdad que no se podía? ¡Por supuesto que no! Los soldados están furiosos, rabiosos por las heridas y los compañeros perdidos.
El combate ha sido feroz y ahora tienen sed de botín, de vino y diversión. Ha sido una larga jornada, pero han aguantado bien y por eso hemos vencido. ¿Qué más se les puede pedir? Los cremonenses tienen su parte de culpa, hay que reconocerlo, por haberse resistido a nuestras fuerzas.
Pero, ¿de veras la tenían? Ya desnudo, Antonio metió los pies en el agua y se estremeció por su tibieza.
– ¡Por Minerva! ¡El agua está helada, joder! ¿Éste es el baño que merece un general vencedor?
– No te preocupes, mi General, que ahora haré por calentarla –dijo la voz de ese criado, desde la penumbra, y Antonio se estremeció y no más por el frío. Afuera, Cremona ya ardía.
Tras la dura batalla venía el reposo del guerrero, aunque eso del reposo era muy relativo. Cremona estaba tomada y los vencedores lo celebraban en las calles. Algunos lloraban de emoción, felices por seguir de una pieza o porque lamentaban la suerte de sus compañeros caídos. Ya no había enemigos por delante y los pensamientos de todos se volvían hacia lo que contaba de verdad: el botín. Hasta las heridas podían esperar si el dolor lo permitía, pero no la sed de botín y placer tras la batalla. Y Licinio sumergió la cabeza en una fuente y se sintió renacer.
Aún estoy vivo.
De pronto, sintió que alguien le agarraba por el cuello y lo retenía bajo el agua. Agotado tras la batalla, incapaz de luchar, se acordó de esos sicarios a quienes Galba hizo ahogar en los baños de Tarragona. Y cuando al fin se vio libre y pudo tomar aliento, qué alegría, vio que Magilo reía con ganas ante él. Y ambos amigos se abrazaron en el acto, jubilosos de reencontrarse tras esa dura prueba.
– ¡Maldito desgraciado! ¡Así que sigues vivo! ¿Y a cuántos has matado?
Licinio advirtió un gesto de dolor en su amigo y se preocupó, ya que Magilo mostraba una herida de un feo color púrpura. Un buen tajo que se advertía bajo las vendas y acentuado por la trémula luz de las antorchas, pero podía más el orgullo y Magilo no se quejaba.
– No es nada, hombre, ¡sólo un rasguño! Estuvo cerca esta vez, ¿sabes una cosa? ¡Hasta me pareció ver a mi abuelo! Pero me dijo que resistiera, que a ti te quedaba poco y Serena no debía estar sola en invierno.
– ¡Eres increíble! ¡Ni siquiera las heridas enfrían tus ganas de tocarme las pelotas!
– ¡Y cómo había de ser si seguimos vivos! Veo sangre en tu armadura y en tus brazos, ¡por los dioses! Es la batalla que siempre soñamos luchar.
– Tal vez lo fuera para vosotros, pues los jinetes podéis replegaros si os va mal. Pero en las filas de las centurias, amigo, imagínate: ha sido un matadero. Estoy vivo de milagro –admitió. Y es que dolía reconocer que podría estar en el campo, agonizando él también entre las sombras-. No sabría decirte cuántos camaradas he visto caer, escudo junto a escudo. Y entre ellos a Cneo, ¿lo recuerdas? Ni siquiera me enteré cuando le mataron. ¡Y peleaba codo con codo junto a mí!
– Que los dioses de la guerra lo acojan en sus estancias –dijo Magilo, que abrazó a su amigo con afecto- Muchos buenos camaradas han muerto hoy y la matanza se ha cebado en nuestra Legión. Incluso se dice que un hijo mató a su padre, que servía en el bando contrario, sin haberle reconocido. España entera estará de luto cuando se sepa lo que hemos pasado, pero vencimos y eso es lo que cuenta.
– ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Sangre!
Era Toro, claro, que venía contento por debajo de su máscara de sudor y sangre.
-¡Se nos están adelantando, venid! ¡Busquemos alguna casa que asaltar o nos quedaremos sin nuestra parte!
Dicho y hecho, el pelotón mandado de Toro se perdió en las calles, tomadas por las tropas y la chusma de criados que los seguían a todas partes. Y es que la señal de un general ausente les había dado licencia, decían, para robar, matar y violar sin medida. Una fiesta que celebraban en las mismas casas de los cremonenses mientras éstos trataban de huir, de ponerse a salvo de su furia, pero era inútil si no habían escapado ya. La mayoría de los superviviente trataba de resistir en sus casas, encerrados a cal y canto, pero a sabiendas de que sólo retrasaban lo inevitable. Y los infelices que habían caído ya en manos de la tropa sufrían toda clase de vejaciones y torturas. Resultaba un espectáculo increíble el ver a esas legiones romanas arrasando una ciudad romana como si fuera la mismísima Cartago, pero era real. Aquí y allá, en cualquier rincón, los soldados de Antonio violaban a sus víctimas sin importarles su edad o su clase. Y a los más viejos del lugar, inútiles como botín, los arrastraban y golpeaban con crueldad, sólo por diversión. Y los que habían llegado primero defendían su botín y lo que nadie quería se reservaba para la chusma. Para los cantineros del Ejército, que habían entrado también en Cremona detrás de sus pasos. Y se les veía armados por doquiera, a costa de los caídos en batalla, y animados por una crueldad aun mayor por su miseria. ¿A quién le importaba ya? Por su parte, Licinio asistía insensible a este cruel espectáculo y no era para menos. La ira por los caídos y el dolor de las recientes heridas se sobreponían a todo lo demás. Y el vino hacía lo suyo, también, corriendo de mano en mano y anulando cualquier reparo lógico. Hoy estaban vivos y mañana podían no estarlo. Así es el juego cruel de la existencia, así es la guerra y tal el sino sin sentido de los hombres.
– ¡Hay que asaltar una casa, pronto, o nos quedamos sin nada!
Así gritaba Toro, pero todas las que merecían la pena parecían ya ocupadas. Porque la mayoría no habían sido desvalijadas aún, pero estaban en trámite de serlo. Y así avanzaban por Cremona, sin rumbo fijo, entre casas y comercios arrasados, cuando unos camaradas vinieron a su encuentro.
– ¡Condenados patricios! ¡Más que en casas, se diría que estos cabrones viven en castillos!
Los compañeros trataban de asaltar una gran casa, toda ella de piedra, que prometía un buen botín en sus entrañas. Pero su número y sus armas, a pesar de su furia, eran en vano ante las recias puertas de roble, que eran fieles a sus amos y no cedían a las espadas. Y entonces se fijaron en el hacha que esgrimía Magilo, la cual había tomado en el asalto a las murallas. Y Toro se la quitó de las manos y empezó a atacar la puerta, como un auténtico bestia, y con tal ímpetu que arrojaba una nube de astillas alrededor. Y los de la casa se percataron del peligro y respondieron, a su vez, arrojando a la calle sus muebles. Y ellos huyeron enseguida y se cubrían con los escudos al retroceder, pero Toro ni se enteraba de nada. Pues él seguía a lo suyo y machacaba la puerta con las fuerzas de un ser infernal. Y como si de un fuerte se tratara, en verdad, una tinaja de aceite hirviendo fue volcada sobre él, desde una ventana: mortífera lluvia que le alcanzó de lleno en un brazo, abrasándolo hasta el codo, con lo que sus aullidos resonaron en las calles.
-¡Me cago en la cabeza de Júpiter!
Y ellos acudieron en su auxilio y derramaron agua fresca sobre las quemaduras, pero nada aliviaría su dolor
– ¡Malditos patricios, hijos de puta! ¡Os desollaré vivos, cabrones, os juro que lo haré!
En torno a sí todo era ruido, gritos y golpes, pero Licinio ya no prestaba atención. A su lado discutían varios, soldados todos, que se disputaban a una joven prisionera. Y los jirones de su vestido mostraban, con cada tirón, las bellas formas de su cuerpo. Pero la expresión de terror de sus ojos, enmarcados en un rostro hermoso, llamaba más a la compasión. Y tanto tiraron de ella que la descoyuntaron, entre unos y otros, con lo que arrojaron al fin su cuerpo sobre el empedrado. Y con un último grito la muchacha cayó, sobre el firme de la calle, como si fuera una muñeca rota, pero la pelea no acabó aquí y brillaron los aceros sobre el cuerpo aún palpitante.
– ¡Mirad lo que habéis hecho, salvajes!
Así gritaba un legionario, cegado por la cólera. Y Licinio se fijó en que ese compañero y sus camaradas se las habían con suevos*, los feroces aliados germanos de Vespasiano
– ¡Ahora ya no sirve, cerdos! ¡La habéis matado!
– ¿Cómo que no? A mí aún me sirve, romano, así que la tomaré por ti –rió un suevo, que ya se cernía sobre el atractivo y roto cuerpo. Pero un legionario se adelantó a sus planes y el germano se echó hacia atrás, eso sí, demasiado tarde, pues su cortada mano cayó sobre la muchacha y la salpicó de sangre, aunque poco podía sentir ella ya.
– ¡Fuera de aquí, bárbaro andrajoso, si no quieres terminar como ella!
El germano no estaba solo y enseguida llegaron refuerzos. Un pelotón de sus paisanos que tomó la calle y rodearon furiosos a los legionarios. ¿Sería posible?
– ¿De dónde ha salido esta chusma?
Así dijo Toro, que se olvidó en el acto de sus heridas y empuñó su espada para correr él también a la refriega.
-¡A por ellos, vamos, masacremos entre todos a esos barbudos!
Licinio y los demás iban detrás y muchos legionarios se les unieron. Y los suevos no tardaron en huir, superados en número, y al cabo había mucho para robar por todas partes. Infinidad de tiendas, casas y templos que estaban siendo vaciados, antes de quemarlo todo, pues tampoco lo sagrado estaba a salvo. Y en un ejército como ése, formado por hombres de todas las naciones, todo estaba permitido y nada vedado. Y los mayores tesoros se encontraban, como de costumbre, junto a los altares de los dioses.
– ¡Mirad eso! ¡Han incendiado el Templo de Júpiter!
Espada en mano, una caterva de criminales desvalijaba el santuario. Y ya las llamas crepitaban a su espalda, pero esto sólo aceleraba el proceso de saqueo. Y bajaban con las manos llenas de botín, sin mirar a quién robaban ni a quién acababan de matar para lograrlo. Esto fue especialmente duro para él: que aquellos salvajes se atrevieran a profanar los altares. Que tocasen las imágenes de los dioses, los sagrados objetos de culto, con sus manos manchadas de sangre. Y todo para robar esos tesoros que a ningún mortal pertenecían.
Seguro que Júpiter nos va a castigar por esta afrenta.
Cremona.
Robar, violar y matar. Cremona era el paraíso del guerrero y nadie entre los vencedores se guardó ningún impulso de saqueo o abuso. Como diría más tarde un cronista: por tres días, Cremona fue suficiente. Pero la noche había caído por tercera vez desde la batalla y tras dos días en vela, con una batalla y largas marchas de por medio, Licinio y los suyos se sintieron agotados. Y buscaron con hastío un sitio para dormir, aunque no sería nada fácil. El fuego había arrasado para entonces los barrios hasta dejarlos irreconocibles, pero quiso la suerte que pasaran por un sitio familiar y aún en pie, recortada a la débil luz la luna, divisaron la primera casa que asaltaron. La misma donde Toro fue abrasado con aceite hervido, cuando en vano forzaba las puertas, pero ahora esas puertas se encontraban abatidas y rotas.
– ¡Troya ha caído, compañeros! Otros vencieron donde fuimos derrotados, así que veamos qué nos han dejado.
– Por lo menos no han quemado la casa y a lo mejor podemos dormir aquí -dijo Licinio.
Poco podría quedar allí, en verdad, que valiera la pena, pero Licinio y los suyos franquearon el umbral, aunque lo que allí encontraron se parecía mucho a lo que ya habían visto por doquiera. Como ya hicieran antes con ellos, los habitantes de la casa se habían defendido hasta el final frente a nuevos asaltantes, pero de poco les sirvió alargar la agonía. Muebles y enseres aparecían por el suelo, ennegrecidos por el fuego y mezclados aquí y allá con los cadáveres. Era evidente que algunos fueron atormentados antes llegarles el fin y flotaba en el aire un olor inolvidable. Mucho más que el olor de los cuerpos, quemados a medias y pudriéndose sobre el suelo de adoquines y mosaico. Era más que eso, era el olor mismo de la muerte, del terror y la furia contenidos. ¿Y de qué me extraño? Yo soy quien ha creado esto junto a otros, ¡ésta es nuestra obra! Y como si despertara en ese momento de una horrible pesadilla, pasada de pronto la euforia y la inconsciencia del vino, Licinio se sintió mareado. Y no pudo contener por más tiempo las náuseas cuando cayó al suelo de rodillas.
– ¡Compórtate, Licinio! Pasaremos la noche en esta casa, ¿qué fue de tus modales?
Así bromeaba Magilo, que no parecía tan afectado por lo vivido, pero su rostro estaba cambiado, como cubierto por una máscara, y ya no parecía él mismo. ¿Tendré yo el mismo aspecto? Toro, por su parte, no podía ocultar su frustración, pues al estar todos muertos en esa casa ya no podía vengarse por sus quemaduras. Y descargaba su rabia como podía, atravesaba los cadáveres con su espada y los maldecía, allá donde estuvieran, pero hasta él estaba agotado, y exhausto por las heridas. Y camino de los aposentos subieron las escaleras, que partían desde el patio, y aunque sobraban cuartos se acostaron en la misma alcoba por seguridad. Y en el cuarto contiguo encerraron a sus cautivos sin contemplaciones, a patada limpia, con Toro como maestro de ceremonias brutal.
-¡Los invitados dormiréis aquí! Y procurad no hacer ruido si sabéis lo que os conviene.
Se trataba de media docena de cremonenses, capturados entre los muros de la ciudad, que sobrecogidos por el terror no osaban protestar. Pero antes de dormir se libraron de los cadáveres que había allí arriba y los lanzaron sin miramientos por la galería, pues a nadie le agrada dormir en semejante compañía. Unos cuerpos que cayeron al patio con un ruido sordo, como si fueran sacos de trigo, mientras de afuera les llegaba el rumor apagado del final de una gran fiesta.
– ¿Quién hace la primera guardia?
Quién sabía si podían llegar nuevos saqueadores y robarles todo lo que habían logrado reunir. O lo que era aún peor, quemar la casa con ellos adentro, por pura diversión. Pues así había hecho en verdad los vencedores, que arrasaron la ciudad de una punta a otra, como se hace en las plazas enemigas. Y cuando habían acabado de desvalijar le pegaban fuego al edificio y no importaba que fuera templo o vivienda, sino que todo a su paso se convertía en ceniza.
Cuando llegó su turno de guardia, Licinio quiso morirse. Apenas había descansado y para burlar el sueño recorrió la galería sin cesar, lámpara en mano. Y pensó en registrar las bodegas, que anteriores saqueos no habrían acaso vaciado. Pero la sola idea de bajar al patio y enfrentarse en soledad a la visión de esos cadáveres le causaba pavor. La casa estaba en completo silencio, apenas alterado por los sollozos ahogados de una cautiva, y también por los ronquidos de sus camaradas. Pero no tardó en oír pasos, abajo en el patio, así como voces destempladas. Figuras oscuras que se aparecieron de entre las sombras, igual que fantasmas, y Licinio echó mano a su espada.
– ¿Quién vive? Somos de la Séptima –les advirtió, desde ahí arriba, y provocó que esas sombras se detuvieran en seco.
– ¡Salve, soldados! ¿Hay algo de sobra para unos humildes servidores?
– Nada –contestó él, más aliviado ahora. Pues esos hombres no eran soldados, sino sólo un puñado de siervos de la legión, pero es que ya no se fiaba de nadie. Un hombre armado era un hombre armado, sea cual fuese su clase, y mucho peor si era un esclavo. Pues la gente más despreciable tiene el peor despertar cuando se ven libres de castigo-. Mirad si acaso en la bodega, que tal vez quede vino.
Los saqueadores siguieron su consejo y no tardaron en marcharse. Y apenas se fue el último, Licinio creyó oír nuevos pasos, más furtivos esta vez. Y en silencio desenvainó su cuchillo, más apropiado para este lugar tan estrecho, pues los pasos sonaban cercanos. Provenían de la galería que daba a la calle y a Licinio se le heló la sangre. ¡Habían dormido en la casa de una familia asesinada y sus Manes estarían furiosos! Pero toda la culpa es de Toro. Con tu impiedad hacia los muertos, hacia los dueños de esta casa, has atraído su venganza de ultratumba.
Licinio empezó a caminar, paso por paso, pero el miedo le atenazaba. Al fondo del corredor, la mortecina luz de la calle apenas mostraba la galería. Y la lámpara apenas alumbraba por delante, pero no le hizo falta más. A la roja luz de los incendios se recortó la figura, menuda e inconfundible, de una niña pequeña.
– Madre mía –exclamó, y fue tal el susto que dejó caer la lámpara. Y la pequeña vasija hizo ruido al romperse, pero la niña no se movía ni tampoco Licinio. Y sólo su llanto infantil le convenció, a duras penas, de que no era un espíritu infernal, y acercándose a ella vio que temblaba. ¡Erudino! He temido a una pobre niña y tan asustada como estoy yo mismo.
– Por favor, señor soldado, no me hagas daño –exclamó, y Licinio se apiadó de ella. Había visto a muchos niños en Cremona, en esos días terribles, y no se cambiaría por ninguno. Al igual que sus padres, que sus hermanos mayores, sufrieron la guerra en sus carnes, y lo mejor que podía pasarles era haber muerto cuanto antes. De hecho, a muchos los mataron por diversión. ¡Había tantos!
– No te haré nada, descuida. Tengo una hermana de tu edad –le dijo, tratando de no asustarla. ¡Por mis Manes! ¿Me estoy volviendo loco o es idéntica a Himilce?
Licinio la tranquilizó y le dio de beber de su odre. Y se preguntaba cómo habría sobrevivido, pues era obvio que había pasado inadvertida para los verdugos de su familia. Y es que era obvio que, por el desorden en torno y a la vista de tantos muebles destrozados, saqueadores previos habían rebuscado a conciencia. En verdad era un milagro que no la hubieran encontrado, de esos que sólo ocurren cuando la Tierra se une al Infierno.
– Gracias, Señor. Mis padres me escondieron, pero no soportaba ya esta sed.
Licinio abrió su zurrón, pues la pobre cría tenía un aspecto enfermizo. Y una vez que hubo comido, cuando ya se creía a salvo, le contó su historia de terror. Cómo su madre actuó a tiempo y logró esconder a su pequeña en el techo, donde nadie más podría entrar, ya que era un hueco muy estrecho. Y cuando los soldados subieron la escalera, ávidos de sangre y botín, era fácil saber lo que ocurrió. Las manchas de sangre aún eran visibles por doquier. ¿Qué hemos hecho? Esta gente eran ciudadanos, igual que nosotros. Acaso no eran soldados, sí, pero esta casa es parecida a la mía.
– Han matado a mis padres. Han matado a los criados. ¿Qué será de mí ahora?
Mejor ni lo pienses.
Y la abrazó como si fuera su hermana, a quien de veras le recordaba, y su rubia cabeza se apoyó en su coraza. Y cella entre los brazos, bañados ambos por la luz de los incendios, también él se durmió.
Cremona.
– ¿Es así como haces guardia, Cántabro? ¡Mierda para tus ancestros! ¡Podrían habernos robado, degollado y hasta violado! ¡Incluso pudieron quemar la maldita casa, con nosotros adentro, y tú aquí roncando!
Así gritaba Toro, loco de furia, pero su expresión cambió cuando descubrió el bulto que se ocultaba a medias entre sus brazos
– ¿Qué es lo que guardas ahí? Veo que has encontrado algo valioso, por una vez. ¡Déjame ver!
– No vamos a usarla, Toro. Ni vosotros ni yo –le advirtió Licinio, sin inmutarse. Al cántabro no le agradaba ese despertar, aunque sabía que merecía una reprimenda como poco. En la rutina de campamento, quedarse dormido en el turno de guardia podía penarse con la muerte. Y visto lo visto, uno no se podía fiar de los propios compañeros de armas en la victoria.
– ¡Tranquilo, hombre, que no tenía intención! No me gustan tan crías y además perdería valor –respondió Toro, con gesto de desprecio-. Es guapa, muy joven aún, pero ya crecerá y parece sana. Nos darán un buen precio por ella.
Toro se acercó a la niña, que se encogió entre los brazos de Licinio. Como si fuera un caballo para vender, le examinó los dientes con detenimiento y asintió con satisfacción. Todos ellos habían pactado repartirse lo conseguido, en sus rapiñas en la ciudad, para evitar riñas inútiles. Y así lo habían hecho hasta entonces, también con las mujeres que encontraron, en su frenética carrera de saqueo y diversión.
– Parece patricia y no es desde luego una esclava. En este caserón vivían nobles, gente de mucho postín, y si se ha salvado es porque todos la protegieron. Apuesto a que ya sabe coser y también leer y escribir. Habrá que verlo: estas niñas de buena familia son un poco consentidas, pero seguro que nos dan lo que pidamos por ella.
– Bueno, no estoy tan seguro de que quiera venderla –repuso Licinio, que se levantó del suelo con esfuerzo. Cortes y contusiones cruzaban su cuerpo, por debajo de la armadura, y se hacían sentir con cada roce o movimiento.
– Como quieras, ¡qué me importa lo que hagas! Pero entonces restaremos su valor de tu parte, amigo, puesto que ése era el trato. La encontraste en la casa y nos pertenece a todos nosotros.
– Te confundes, Toro: no tengo que compartirla. La encontré yo solo, mientras vosotros dormíais, y esto no se incluye en nuestro pacto.
Toro le mostró sus quemaduras. Las ampollas habían tomado un feo color púrpura y le cubrían la piel desde el codo hasta la mano.
– ¿Has visto mi brazo? ¡Su gente me hizo esto! ¿Y me dices que no tengo derecho?
– Las heridas de cada uno suyas son y ya has tomado tu parte.
– ¿Esas tenemos? ¡No sé por qué te salvé el pellejo la otra noche! De no ser por mí, ahora mismo estarías ahí afuera, secándote al sol junto a Cneo. ¡Y no aquí, por cierto, disputándome lo que es mío!
Equivocados o no, Toro y los demás no parecían contentos y rodearon a Licinio, amenazadores. Todos salvo Magilo, por supuesto.
– ¡Esperad! No tiene sentido pelear entre nosotros, compañeros. No cuando ahí afuera nos matarían a todos por un puñado de denarios. Será mejor que salgamos de esta ciudad maldita y mejor cuanto antes. Vayamos al campamento en buena hora, con lo que ya tenemos, que ya decidiremos allí lo que se hace con el botín.
– Tú te callas –gruñó Toro, que se encaraba ahora con Magilo-. Puede que seas el perro guardián de este ingrato y por eso te hemos dejado acompañarnos, pero ningún bárbaro de pelo largo le va a dar órdenes a Toro. ¿Estamos?
– Déjale, Toro, que tiene razón –le contuvo otro, también agotado, mientras se apoyaba en la pared con aire derrotado-. Yo, al menos, he tenido más que suficiente. Y no hemos dormido en muchos días. La culpa es este aire inmundo, que va a acabar de trastornarnos a todos, así que marchémonos en buena hora. Ya no queda mucho que hacer por aquí salvo enfermar de peste. La diversión se ha terminado en la ciudad y es hora de salir, como están haciendo tantos compañeros.
¿Ciudad? Más bien lo que quedara de ella. Entre esas ruinas ennegrecidas se pudrían sus gentes, cada uno en la postura en que la muerte lo encontró, pero a menudo los Dioses nos reservan lo mejor para el final. Y camino de la Puerta Decumana, ya a la vista de la muralla, Licinio asistió a un último desmán todavía. Allí se levantaba el templo de Diana Cazadora, vaciado por un tropel de soldados, que salvaban lo que quedase de las llamas. Le habían pegado fuego al edificio y el recuerdo de Serena, tan devota de Diana, se clavó en su corazón. ¿Para qué quemarlo? ¿No bastaba con saquearlo, al fin, con despojarlo incluso de sus sangradas imágenes? Por el atuendo que traían se diría que eran orientales, como tantos soldados flavianos del Danubio. Tal vez mesios o quizás dálmatas, ¿qué importaba? ¡No eran más que puros bárbaros, sin ningún respeto por nada!
¿Y qué se podía esperar? Si sus propios oficiales, ciudadanos de alcurnia al cabo, les observaban tan tranquilos. Sus soldados dejaban el botín a los pies de sus caballos y entre el impío montón lloraban varias mujeres. Eran las sacerdotisas de Diana, uncidas ahora como esclavas, que se abrazaban sin esperar ninguna ayuda de los dioses.
¿Dónde estás hoy, Diana famosa, dónde tu arco y tus flechas? ¿Qué se hizo de tu furiosa fama, que sólo los inocentes conocen?
– ¿Qué estás mirando, soldado? Sigue caminando –le dijo uno de esos caballeros. Despojado de su casco, sin duda por el calor de los incendios, ese oficial le devolvía una mirada de desprecio. Y sus soldados detuvieron su tarea un momento mientras rodeaban a sus jefes.
– ¿Es que no hay nada sagrado?
Esto dijo Licinio, mientras apretaba los puños, pero ellos se rieron a gusto, burlándose de aquella piedad a deshora.
– ¡Déjalo estar, Licinio! Tienen todas las de ganar –digo Magilo, no sin razón. Pues más orientales se agrupaban, junto a sus capitanes, dispuestos a defender su territorio. Y algunos empuñaron sus arcos, tan cortos como letales, esperando solo una orden-. En una guerra como ésta nada es sagrado, ya deberías saberlo. ¡Nos marchamos en buena hora, camaradas! ¡Buen botín!
Y así lo hicieron: cruzaron por fin esas puertas y dejaron atrás una obra inmensa de muerte. El resultado de tres noches de saqueo sin pausa. La ciudad había quedado irreconocible y cuando los incendios se apagaran sólo quedarían cenizas y acaso algunas ruinas ennegrecidas. Los cremonenses que no hubieran huido a tiempo estarían muertos o habrían sido cautivados. Para estos últimos, su calvario sólo estaba comenzando, pues un prisionero de guerra se convertía en el acto en esclavo y lo mismo les ocurriría a ellos, por muy ciudadanos romanos que fuesen.
Cuando llegaron al nuevo campamento, situado a la vista de la ciudad, ya había allí una legión de esclavos cremonenses. Testigos incómodos de un crimen que lo era de todos, pero que a nadie incomodaba demasiado. Los jefes del Ejército no tenían prisa por marcharse y ellos aprovechaban la espera para reponer fuerzas. Y aún había gente entre esos muros, soldados y cantineros, escarbando entre las ruinas. En busca de lo que otros no pudieron encontrar, pero el fuego ya se habría comido su parte de todo eso. Y afuera de la ciudad otra escena se ofrecía, con esclavos y aldeanos que recorrían el campo de batalla, y formaban enjambres de docenas. Buscavidas que pululaban entre los más desventurados, los caídos en el combate, pues no había habido tiempo para quemarlos. Y por esto se les dejaba abandonados allí, pudriéndose al sol, luego de robarles lo que tuvieran. Y Licinio se sintió asqueado, al pasar por allí camino del campamento.
– Deberíamos buscar a Cneo. Lo menos que podemos hacer es enterrarle con dignidad y no dejarle a merced de esas alimañas.
– ¿Por qué no paras de quejarte, mamón? Me voy a dormir –respondió Toro, dándoles la espalda-. Y cuidado si vais en busca de Cneo, pues a esos cuervos no les gusta compartir su presa. ¡A ver si consigues encontrarlo, para empezar, pues te recuerdo que la pelea fue en la noche! Encontrarás la peste antes que su cuerpo, te lo aseguro.
Desde luego que no le buscarían, aunque tal era su deber, pero es que no sería fácil. No en medio de ese desastre, al que apenas podían arrimarse por causa del olor. ¿Y cómo empezar, además, si habían luchado de noche en un lugar desconocido? Cualquiera sabría dónde estaba su bandera o dónde formaban la línea cuando Cneo cayó, rodeados siempre de sombras. Las moscas llenaban el aire, de un hedor insoportable, y apenas se podía respirar. Una visión patética muy alejada del campo de honor que imaginara, en su juventud, cuando Licinio pensaba en un campo de batalla. Y lo que más le irritaba era que gente vil, los desharrapados que les seguían en las campañas, osaran pasearse por allí. Que rebuscaran entre los cadáveres de los caídos y todo para robarles. Aquello era para él como saquear los templos, ni más ni menos, pero en verdad que no había nada sagrado en una guerra. Y hubieron de retirarse al fin, incapaces de aguantar la náusea y sin lograr encontrar a su amigo. Al igual que estos soldados, los cuerpos insepultos de los cremonenses quedarían allí, entre los muros de sus casas, como pruebas silenciosas de su propia desdicha. Por encima de ellos, el humo de los continuos incendios se cernía, como una niebla, sobre aquel cuadro sombrío. Y Licinio se alegraba de que todo hubiera acabado ya y de vivir para contarlo, aunque la guerra no había terminado todavía.