Maniatado y conducido por los hombres del Mayordomo, Eugenio no se hacía muchas ilusiones sobre su destino: el viejo molino al que su enemigo solía llevar a sus presas, o tal vez algún otro escondrijo, aunque al cabo daba igual. Tenía tantas causas pendientes con el Mayordomo de su Amo que lo único claro era, al final, que no le esperaban caricias.
¡Me las vas a pagar todas juntas, pedazo de cabrón! ¿Te acuerdas de nuestra pelea en la cocina? Nuestras peleas, más bien, por todos estos años… ¡Pues pienso darte lo que no he podido en esas veces y, de regreso lo voy a celebrar con quien tú ya sabes! Con Ana o con la misma Señora, ¿por qué no? Merece que lo siembren, ese campo[1], y yo estoy más cerca de ella que tú, pero ahora mucho más.
Eugenio fingió indiferencia ante sus amenazas. Sabía que Mayordomo le temía, en el fondo, por más que se las diera de bravucón. De hecho, Eugenio pensaba que de todo el servicio de la Casa sólo a él le respetaba, entre otras cosas, por la protección que Serena le otorgaba. Y Víctor le debía la vida, además, por mucho que se hubiera saltado alguna norma.
No hace falta que me lleves tan lejos para una pelea conmigo, le respondió. ¿No mentabas la que tuvimos en la cocina de la Casa? ¿Por qué no acabarla ahora? Tú desátame y bájate del caballo, que ya verás… ¡Seguramente te puede el miedo!
Eugenio no esperaba que su provocación tuviera resultado. Porque una pelea en esas soledades, en una penumbra total, le pondría en bandeja una huida en la que nadie podría seguirle. ¡Sería tan fácil dejarles atrás!
No caeré en tus trampas, Cazador: ¡tú estás en la mía! Y esta vez, te lo aseguro, ni tu amante Señora te va a poder salvar. Tu culo es mío, compañero, y no dejaré que te me escurras…
¿Estás seguro? Tócame y te las verás con el Patrón, así que tú mismo.
El Mayordomo no las tenía todas consigo y se notaba, por más que fingiera seguridad. De hecho, al abandonar la Casa con Eugenio maniatado, Serena quiso asegurarse de que ningún daño le iba a hacer.
Si te atreves a hacerle daño, le advirtió, te acusaré de haberme violado. Después de todo, por lo que sé, no sería la primera vez que Eugenio te para los pies en alguna tropelía de ésas. Y mi hermano también lo sabe.
Insensible a sus advertencias, el Mayordomo siguió adelante con su arresto, así y todo, por mucho que no iba a dejar desatender esa amenaza de su Señora. Y es que la pena reservada para un inferior, como al cabo era Mayordomo, si violase a otra de su clase, consistía en una remesa mortal de azotes. Un castigo físico improbable para Mayordomo, por la confianza que le tenía su Señor, aunque todo cambiaba si la víctima era una ciudadana honorable. Y mucho más si se trataba de Serena, claro, porque el castigo sería entonces la peor de las muertes.
Ya responderé yo ante el Señor, había replicado Mayordomo. ¡Y ya veremos quién ha hecho qué cosas! Pero será el Señor quien juzgue y castigue, no yo.
Porque nunca se atrevería a tomarse la justicia por su mano, no con Eugenio, hasta que Víctor regresara. Y por mucho que le odiara, no era menos cierto que también le temía, cuando Mayordomo nunca pudo doblegarle y mucho menos por las malas. Como en aquella ocasión de la cocina, cuando estuvieron a punto de matarse. Una noche en que Mayordomo venía borracho y como siempre, por ser quien era, alguien tenía que aguantarle. Pues mientras el Señor reinaba en su salón, Mayordomo hacía lo propio en sus cocinas. En sus poblados dispersos y talleres, donde era el amo de la retaguardia del Señor, y hacía uso y abuso de su posición. Y la ayudante de la cocinera, Ana, era una de sus tantas debilidades, pero Eugenio se había propuesto proteger a esa muchacha. Mantenerla lejos de la violencia y la lujuria tan típicas de la casa, aunque fuera una tarea imposible.
Yo no pude salvar a mi madre, pero a lo mejor sí puedo salvarla a ella, se había propuesto. Y lo había conseguido, por el momento, aunque era una lucha contra el reloj. Contra los diversos poderes que reinaban en esa Casa, aparte del propio Señor, que rara vez dejaba escapar una presa.
Ha ido a la despensa, dijo una cocinera, en aquella ocasión, cuando Eugenio preguntó por la muchacha. Pero lo dijo con una expresión preocupada que, a él, buen rastreador como era, no le agradó nada. Un murmullo apagado provenía de allí y Cazador se acercó, como siempre, con la cautela propia de su oficio.
¡Déjame, por favor!
Te dejaré, no te preocupes. Si yo sólo te quiero para un rato, perra, ¡estate quieta! ¡No te hagas la estrecha conmigo!
¿Qué hay, Mayordomo! ¿Manoseando a las siervas del Señor? Eso está muy feo, dijo Eugenio, al tiempo que le apuntaba con el dedo. Si vuelves a tocarla, te mato.
¿Quién te ha llamado, Cazador? ¡Siempre apareces cuando menos se te espera!
De eso trata mi cometido, ya lo sabes. de llegar sin aviso. Es una cualidad necesaria para matar alimañas, añadió, mientras acariciaba el pomo de su puñal.
Las alimañas son mi cometido, no el tuyo. Lo tuyo son los ciervos y jabalíes, pero tú no te conformas con poco. Ambicionas otras presas, bien lo sé, y ante todo las que no están a tu alcance.
¡Y qué te importan a ti mis ambiciones, me pregunto! ¿Acaso las conoces?
Te crees intocable porque tienes amigos poderosos, pero no te confíes. Y no creas las promesas de una mujer: su palabra vale bien poco y en la Casa, al final, no pintan nada.
Yo creo lo que me da la gana.
El mundo no se ha hecho a tu voluntad, Cazador. Ten cuidado con eso, no sea que tu libre albedrío acabe contigo en una cruz. Y conmigo poniendo los clavos.
¿Y quién te ha dicho que quiera vivir para siempre, necio? ¿Acaso envidias la suerte de un loco?
A mí no me engañas: tú no tienes mucho de loco ni de empleado. ¿Crees que no sé lo que pretendes? Andas de aquí para allá, ocupado en tus quehaceres y sin hacer mucho caso de nadie. Recibes regalos y honores, pones tus lazos por ahí y acechas a tus presas en silencio, pero no nos engañas a todos.
Yo sirvo a mis señores y lo hago bien. ¿Qué tienes tú que decir?
Digo que tienes de siervo lo que yo de bodeguero, pues no tienes ningún ánimo de servir a nadie. ¡A lo mejor es que esperas una vida mejor, como esos cristianos!
Yo no espero nada. Esperar es de necios.
Cualquiera lo diría, respondió el Mayordomo, con una sonrisa de bribón. No te ofendas por lo que voy a decir, pero se diría que tienes un buen plan con la Señora.
Eugenio no esperó más afrentas y entonces, sin mediar otra palabra, le propinó un puñetazo en el mentón. Y Mayordomo trastabilló, no estaba muy acostumbrado a que le respondieran, pero se repuso enseguida y avanzó contra él con su daga. Y dispuesto a no dar un paso atrás, sin embargo, Eugenio recapacitó, mientras Mayordomo le animaba a atacarle. Daga en mano, también, era su brazo más ágil que el de su oponente, pero no subestimaba la fortaleza hercúlea de éste. Porque no hacía tanto que Mayordomo había desnucado a un colono, Gratio, por una riña sin importancia, aunque era obvio que si le hacía daño a él la historia sería distinta.Y entonces, Mayordomo bajó su arma primero, justo cuando Víctor y otros empleados aparecieron.
¡Basta ya! ¿Qué está pasando aquí?
¡Si vuelves a insultarla, continuaba Eugenio, te saco las tripas aquí mismo! ¡Y de poco te va a servir tu gente ni tu mazmorra! ¡No hay tanta diferencia entre destripar a un jabalí o a un cerdo cebado como tú!
Tranquilo, Cazador, que no voy a hacerte daño. De momento. Sé que estás bien guardado tras las faldas de tu Dueña, dijo el Mayordomo, que se enfundó el puñal con una sonrisa. Sólo ten cuidado, no sea que caigas en tus propios lazos.
Es inútil que trates de amedrentarme, mamón: soy más libre de lo que a ti te gustaría. Y si quieres responder, si tienes algo más que decirme, es la hora de hacerlo. ¡Afuera hay mucho campo para batirse!
Estaban tan briosos que ignoraban hasta la presencia de Víctor, una falta inconcebible en el servicio, pero éste no estaba dispuesto a tolerarlo.
¡Vale ya, os digo! ¿Qué es esta riña tabernera? ¿Y encima de todo, en mi presencia?
No era nada, Señor. Mayordomo ya se iba, dijo Eugenio.
Y así hizo el otro, en efecto, sin duda agradecido de que no le hubiera acusado. Pues, aunque no fuera un delito grave para él, dado el rango que ostentaba, no dejaba de haber interrumpido el trabajo de otros. Y, por más que fueran mujeres[2], el trabajo en la Casa era sagrado.
No quiero ver puñales fuera de sus vainas, dijo el Señor. No en esta Casa, ¿entendido? Si queréis pelea, ya sabéis dónde encontrarla: salid al campo y buscad a los bagaudas. Ellos os la darán.
Ojalá así fuera, pensaba Eugenio ahora, cuando iba camino de quién sabía qué cárcel o tormento. ¿No podría aparecer Liberato, para bien, por una vez en su vida, y poner en fuga a estos perros? Hoy no me importaría que corriese la sangre, aunque fuera de la Casa, con tal de salir de ésta…
Los caballos conocían bien su ruta, a pesar de las sombras, y ayudaba a ello la luna llena que alumbraba la tierra. El silencio era total, salvo algún relincho aislado y el ruido de sus cascos sobre el sendero. Y fuera de esto, no se oía más ruido que el del Nubis[3], saltando entre las peñas de su lecho. Iban al Norte, eso estaba claro, y el caso era que el camino empezaba a parecerle familiar, puesto que iban derechos a la morada de otro de sus grandes amigos: la Casa de Cornelio, también ausente por la guerra, pero que bien les serviría como prisión.
¡Es increíble cómo cambia nuestra suerte! Hace un momento estaba en el paraíso y ahora, aquí me hallo, pensaba. De paseo nocturno con estos mendrugos, en el frío de la madrugada y en tierra de lobos. Y sólo Dios sabe lo que me espera todavía…
Como en un sueño funesto, en medio de las tinieblas, los lobos en efecto les saludaban, con sus no tan lejanos aullidos desde las colinas. Como si pudieran entender que la sangre iba a ser derramada y habría parte para ellos en el festín.
¿Los oyes, Cazador? ¡Pronto roerán tus huesos! Vas a lamentar haberte cruzado en mi camino…

*La madre de Serena, Víctor, Flavia y Cesaro. La esposa del General Asturio y Señora de la Casa, que gobernaba sentada a la derecha de su marido. Varias de estas fotos pertenecen al archivo fotográfico de la Diputación de Palencia cedidas para la divulgación cultural del yacimiento *
[1] Esta frase es de un poema de Ovidio y, a continuación, Mayordomo hace ver que por su superior rango está más cerca de aspirar a la hermana de su Señor.
[2] Digo esto desde el punto de vista de la intensa mentalidad patriarcal de la época.
[3] Homenaje a Galdós en su centenario, pues esa frase es suya, aunque no se refiere al Nubis (Carrión) sino al Urola: de su obra Zumalacárregui.