Víctor se recostó en el lecho en su baño particular, situado dentro de la enorme sala de baños de su palacio. El reciente recuerdo de que podía haber muerto hacía apenas una hora, desguazado por ese jabalí, le perturbaba mucho y empezó a pensar como nunca en la muerte. El final de todas las cosas buenas, de los placeres que colmaban su vida, despreocupada hasta cierto punto.
Despreocupada. Así la ven ellos, mis criados, que no se dan cuenta de lo duro que es mandar. Las decisiones que debo tomar cada día, para empezar, y que no siempre son fáciles.
La muerte, sin ir más lejos, siempre presente en su vida. Entre sus más cotidianos deberes. Y el aún joven Patrón recordaba muy bien el día en que mató a su primer hombre. Eso sí: como rico que fue desde la cuna, por supuesto, no tuvo que mancharse las manos, pues el diligente Mayordomo siempre se ocupaba de estos menesteres.
Cazamos un ratón en la despensa, Patrón. ¿Qué hacemos con él?
Azotadlo, claro. Como siempre.
Eso ya está hecho, respondió entonces el Mayordomo, que nunca precisó de órdenes para tales cuestiones menores, pero matar sí era un acto irreversible que requería de la aprobación patronal. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Lo metemos al baúl[1]?
Pues no sé, Mayordomo, lo que haría mi padre en este caso, fingió Víctor, aunque por supuesto que conocía de sobra al hombre de hielo que lo engendró. Un vengador absoluto cuya primera sentencia, al llegar a la Casa, solía ser una del tipo:
¡Esto sólo se arregla con un crucificado cada milla entre Legión y Burdigala!
Y el Mayordomo cumplía su parte acostumbrada, buen conocedor de esa política paterna.
Lo que haría el General es matarlo, pues, ¿qué otra cosa se puede hacer con una alimaña?
Sí, desde luego.
Pero el hijo del Patrón no se decidía. En esos días, su padre se había tenido que ausentar de pronto de la Casa, por una cuestión con unos bagaudas merodeadores, y nunca se sabía cuándo podría regresar para ejecutar su justicia. En muchas ocasiones podía tomarle varios días el empalmar una cacería de hombres con otra de fieras o, como también sucedía a veces, recibir por el camino un aviso urgente de ayuda, por parte de cualquier población o terrateniente en apuros. La captura de un esclavo huido o unos colonos revoltosos o el encargo de una escolta cada vez más necesaria, por todos esos caminos, constituía a la vez un deber y un entretenimiento para el General cazador. Una ayuda armada que, por supuesto, se cobraba bien. Pues, como el mismo Viejo Señor decía siempre:
En esta vida no se regalan ni las nalgadas.
Me tienes que dar la orden, Patrón, pues tu padre me tiene prohibido matar a nadie sin permiso.
Víctor lo sabía muy bien. Los excesos del Mayordomo ya habían provocado, para entonces, algún problema con el servicio, pero Asturio muy bien que no convenía tensar la cuerda con la gente de casa y lo mantenía a daya. Sin embargo, Víctor no tenía la frialdad de esos dos hombres. Carecía de su facilidad para impartir los más fieros castigos, a pesar de haberse criado entre sangre y violencia y, es más: al desempeñarse a la diestra de su padre había descubierto que le repugnaba tanta brutalidad, pero tampoco quería parecer débil a la hora de impartir una justicia que sin duda era necesaria. Por fortuna para él, en esa ocasión, también su hermana se había enterado de lo ocurrido y se metió para interceder por el prisionero.
Esto son cosas de hombres, le censuró el Mayordomo, pero ella ignoró al brutal jefe de los criados y se dirigió a su hermano.
No lo hagas, por Dios. ¡Déjalo libre y que se vaya, para qué más, si ya se ha cobrado lo suyo!
Liberarlo, ¿para qué? ¿Para que vuelva a las andadas en un par de días?
Un par de meses como poco, querrás decir, pues hay que ver cómo lo habéis dejado, respondió ella, con un aplomo que ya quisieran muchos hombres de guerra. Pero tampoco el Mayordomo estaba dispuesto a dejarse comer la tostada y mucho menos por una mujer que por entonces, además de todo, era casi una adolescente.
¡Más se merece por ladrón!
¿Te parece poco la paliza que le habéis dado? ¡Da gracias a Dios de que no puedes enseñar a ser cruel a quien no puede aprenderlo!
En ese momento, Víctor acalló a los dos contendientes.
¡Bueno, ya está bien! Mira, Serena, a mí también me parece penoso todo esto, pero he de cumplir a toda hora la voluntad de mi padre. Y eso significa castigar a los culpables.
Los varazos que le han dado ya bastan para un hambriento, hermano. ¡Matarlo es una barbaridad!
Yo no puedo hacer nada, respondió Víctor, con un gesto mínimo que bastó al capataz para volver a su sumaria tarea. Y a continuación le dio a su hermana la explicación que ella exigía, sin ocultar su disgusto.
No seré yo quien se enfrente a nuestro padre cuando vuelva de su viaje.
Pues no te preocupes por eso, anda, que yo lo haré, replicó ella, con el ademán de salir detrás del Mayordomo e impedir la ejecución, pero Víctor la retuvo por el brazo.
¡Tú no estás investida de esa autoridad!
Nadie debería estarlo. ¡No para matar o dejar que maten a otros!
Eso no le gustó a Víctor, pues era verdad. Como siempre les decía su preceptor:
Cuando matas a nombre le quitas todo. Pensadlo bien cuando os toque tomar esas decisiones.
Y ese momento llegó, cómo no, sin nadie más que él mismo para asumir toda la responsabilidad sobre sus espaldas. Porque siempre hay una primera vez para todo: un asunto que había ocurrido hacía ya muchos años, pero cuando su mente y su cuerpo ya estaban formados, pero no había excusa posible ni para su conciencia ni mucho menos para su padre. Un hombre severo que no toleraba la debilidad en ninguna manera.
Si causas problemas en la Casa, hermanita, seré yo quien lo pague, resolvió Víctor.
Y le impidió la huida con su fuerza superior, puesto que en valor nunca podrían medirse.
Me pregunto qué hubiera pasado si hubiese nacido hombre, se cuestionaba Víctor, admirado de la determinación de su hermana. Y ella le devolvió una lluviosa mirada de impotencia.
No te engañes, Víctor. El ser más misericordioso que nuestro padre no te disculpa de tus otras debilidades.
Serena se refería a su sumisión a la severidad paterna, a la hora de impartir castigos, pero no sólo a eso. Porque el heredero de Asturio siempre fue reconocido por su afición por las mujeres y, en concreto, las de la Casa, puesto que Víctor no se alejaba nunca demasiado de una Hacienda en cuyos límites se sabía seguro. Es más: la proliferación de las bagaudas por todas partes le hacía sentir vulnerable incluso dentro de sus propias fronteras, por lo que el Patrón echaba mano de las muchachas que tenía más cerca. Y no le estorbaba que fueran apenas adolescentes o casadas entradas en años. Un ingobernable apetito sexual que excedía al de su padre, para los de la Casa, cuando el Viejo Señor apenas paraba un mes seguido entre los muros de su querida propiedad y sus vicios, por tanto, no podían escandalizar a nadie tan de seguido.
Para empezar, a mi querida hermana, que siempre ha sido la voz de mi conciencia, pero hasta ella tiene sus propios asuntos privados. ¿De verdad se creen que no me doy cuenta?
Ajeno a los pensamientos de su Patrón, Eugenio el Cazador caminó hacia los baños. Para muchos en la Casa, las mejores estancias de la Casa. Tan limpias y decoradas como el resto, ofrecían un lugar de recreo necesario, pero lo mejor era que cualquiera de la Casa podía usarlos. Y después de un día de montería en que cruzaron los campos, bajo el calor, era más que agradable visitarlos. También solía decirse que los baños eran el mejor sitio de encuentro, para hacer negocios o tratar asuntos importantes. El ambiente allí era relajado y, sin la ropa puesta, se diluían un tanto esas diferencias de rango que tanto separan a los hombres. Incluso entre los de un estatus similar, como era el caso del Mayordomo y Eugenio, pues Cazador uno de los escasos criados que escapaba al severo control de tan estricto capataz. Mayordomo mandaba de hecho a los guardias de la Casa y Eugenio, como experto en monterías, a los batidores. Uno era el perro guardián de los señores y Cazador, por su parte, se constituía en un querido defensor para todos los servidores.
El Señor te espera en el caldario, le advirtió Mayordomo, al encontrarle de frente en el pasillo. Y se atrevió a tomarle del brazo con indolencia, de seguido, mientras le susurraba sus típicas impertinencias: tampoco te creas tan importante por haberlo salvado de un jabalí, ¿eh? Mis guardias y yo os salvamos a todos cada día de bandidos bastardos como el cabrón de tu hermanito.
¡Enhorabuena! Por mi parte, no sabría cómo agradecértelo, replicó Eugenio, que se desprendió de su agarre con naturalidad. A lo mejor dándote por el culo, si vienes conmigo a los baños. ¡Así el Señor verá quién manda de nosotros dos, se me ocurre, ya que tanto te preocupa eso!
Eugenio era el héroe del día y ese bruto tuvo que morderse la lengua cuando Eugenio le dio la espalda y siguió su derrotero, al encuentro del Señor, que le esperaba sentado en el caldario. Un sencillo recoveco relleno de agua, a la altura del suelo, que un criado se ocupaba de mantener en su temperatura ideal. Y el rostro de Víctor estaba más alegre de lo común, siendo como era un tipo jovial. De escaso cabello rubio y ojos claros, bajo y fornido como su padre, Asturio, había heredado de éste la llaneza del soldado. Del General que se preocupa de que sus soldados coman y descansen, aunque Víctor no era tan severo como su padre cuando se producían errores. De hecho, aplicaba como norma general una máxima de Séneca, al cual Eugenio y él estudiaron juntos de niños:
Vive con el inferior tal cual quisieras que el superior viviera contigo.
Siempre haz con el esclavo no más que lo que quisieras hiciera contigo un dueño.
Un dueño que en el caso de Víctor no resultaba fácil de juzgar. ¿Era el tirano que pintaba todo el mundo, incluso las bagaudas, o nada más que un superviviente en un nido de serpientes? Lo que no se le podía ocultar a nadie en la Casa es que estaban ante un fruto de las circunstancias que a los Próculos les tocó vivir desde la cuna, con toda una herencia que suponía también muchos deberes. Era el hijo único de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad[2], pero él parecía feliz con su padre hasta que éste murió de repente, diez años antes, y siguió pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su muerte. De ella heredó el instinto. De su padre, aprendió desde muy niño el dominio de las armas, el amor por los caballos y la maestranza de las aves de presa altas, pero de él aprendió también las buenas artes del valor y la prudencia.
Aquí estás, por fin. Pasa, Eugenio, no te preocupes, que ya sabes que no me gustan los chicos. Tu culo está seguro conmigo, bromeó Víctor, como si acabase de oír su conversación con Mayordomo. Y los dos se echaron a reír.
Sí, Patrón, ya sabes lo que dijo el poeta: “lo que tú haces es otra cosa[3]”.
Así es. ¿Ya celebraste tu victoria de hoy con alguna moza? Pero aún no has tenido tiempo…
No te molestes por lo que voy a decir, Señor, pero antes que los señores llegan los batidores. Y si quieres una noche mejor, mi amor, confía en la gente de Cazador.
Muy buenas las rimas, Eugenio, pero no me jodáis las paredes para escribirlas. ¿Vale? Que luego siempre hay cenutrios que te copian la idea y se dedican a ponerlo por todas partes.
Aunque seas buen rimador, por favor, no jodas las paredes de tu Señor.
Los dos rieron de nuevo y Eugenio se cubrió con una toalla antes de descender los escasos escalones y sentarse, frente a Víctor, dentro de esa otra minúscula piscina. Un recoveco de los baños cuyo suelo estaba abajado igual que el techo, como si fuera una especie de cripta, lo que les permitiría hablar sin ser observados ni oídos. Y no era una situación tan tensa como podía llegar a ser, curiosamente, cuando los dos eran niños o mozos. Cuando se criaban juntos en la Casa, sí, pero con un universo de desigualdad entre ambos y no sólo por el rango: el carácter de Víctor era por entonces insoportable para todos, un auténtico tirano que se creía el rey del mundo, pero la responsabilidad del mando había recaído un día sobre su espalda y lo había cambiado para mejor. Con sus defectos y su severidad de Señor, por supuesto, pero no era más el muchacho impertinente y tan cabrón que fue, con todo el mundo, a falta de que la Casa entera fuera a descansar en sus manos. Y fue esta circunstancia, sin duda, lo que le hizo madurar en un sentido más justo y menos brutal que su padre.
¿Tal vez por miedo a la rebelión? ¿Quizás porque se veía incapaz de sujetar a su gente por el temor absoluto que inspiraba el pasado Señor? Lo único que tenía claro Eugenio era que su Señor actual era inteligente y se había dejado ayudar por Serena, la cara amable de ese régimen doméstico, aunque sin variar su política de serios castigos para los insurrectos. Y por esto eran pocos los que se atrevían a desafiarle y serían muchos menos, estaba claro, si su hermanastro en común no hubiera levantado la bandera de la oposición. Su hermanastro pequeño, al que siempre cuidó como si fuera más que eso: como a un hijo de cuyas cualidades se sentía tan orgulloso, pero esas mismas virtudes le hacían odiar su papel de criado en la propia Casa de su padre. Y, la verdad, pensaba Eugenio, razones no le faltaban.
Pero, dime, hermanito: ¿qué puedes hacer tú al respecto? ¿Es que no ves que a la fuerza ahorcan?
Por su parte, un muy joven Liberato, precoz en inteligencia y físico, se negaba a aceptar tanta injusticia:
¡Eso es lo único que le falta a este cabrón de Víctor! Ahorcarme cualquier día de éstos. Pero antes que eso o de seguir soportando sus palos, esos desprecios suyos y de la bruja de su madre, te lo aseguro: ¡tomaré una espada si hace falta! ¡Me echaré al monte con quien quiera seguirme y ya veremos aquí quién tiene más pelotas!
Ea, hermano, haz lo que quieras. Te diga lo que te diga, vas a hacerlo igual, así que allá tú, pero déjame recordarte algo: hay más cadenas que perros bravos.
Sus consejos no sirvieron de mucho y en poco tiempo, después de esta conversación, su medio hermano se lanzó a los montes para convertirse en el cacique de toda una tribu de desheredados. Un rebelde Liberato que era una presencia continua que claro que se interponía entre sus dos hermanastros, Víctor y Eugenio, hijos ambos de distinto padre, pero también estaba esa otra hermana del Señor que tanto los unía. Tal vez demasiado.
La amas, ¿verdad?
Eugenio no se esperaba esa pregunta de sopetón y se sintió cazado en su juego. En su amorío prohibido con la hermana del Señor, que no gozaría nunca de la aprobación de éste, pero decidió hacerse el tonto.
¿A qué se refiere mi Señor?
A la Casa, dijo Víctor, que sin duda le había colocado un lazo para ver si lo pisaba. Amas a esta Casa, ¿verdad? Por eso me eres tan fiel.
La Casa es todo lo que conozco, Señor. Tan mía como mi propia vida, reconoció, con la humildad que le caracterizaba. Y servirte a ti es servir a la Casa, Señor.
Eres un empleado bueno y fiel, pero: ¿qué hay de mí? Hoy casi diste tu vida por estos huesitos. ¿Soy acaso un buen Señor?
Yo no entiendo de mandar una Casa, mintió, puesto que sí conocía cada aspecto del trabajo y la vida entre esas paredes. Sólo soy un cazador, con algunos batidores a mi servicio, pero estoy contento con lo que tengo.
Y yo. Por eso tengo algo para ti, en recuerdo de esta jornada, dijo el Señor, que se asomó al vestíbulo para señalarle un hato de ropa. Y Eugenio reconoció enseguida la rica túnica, blanca con ribetes azules, pues se la había visto vestir a su Señor muchas veces. Quiero que te la pongas esta noche, en el banquete que haremos en tu honor. Siempre me quedó un tanto holgada, pero tú eres más alto y te sentará bien.
No era necesario, Señor. Sólo he cumplido con mi deber.
Y yo intento pagártelo, de alguna manera, si este pobre regalo compensa tan grande servicio. Pero no será el único y la cena de esta noche será en tu honor. Como te dije antes, nunca olvidaré este día.
Eugenio no extrañaría su vieja túnica, ya raída por el constante trabajo a la intemperie. Víctor se mostraba más amistoso que nunca, era lógico, pero esto le puso por instinto en guardia. Aunque se habían criado juntos, siempre hubo una enorme distancia social entre ellos.
No hay nada como un buen baño después de una jornada de caza. Sobre todo, cuando uno ha salvado a su Señor. Y ahora, dime: algo habrá que quieras pedirme, ¿no?
Eugenio suspiró, incapaz de verbalizar lo que pensaba. Por supuesto que había algo que quería pedirle, pero…
No osaría pedirte nada, Señor.
Pues debes hacerlo, no seas modesto. Tal vez una mujer, una sólo para ti. O quizás un chico.
O quizás tu hermana, pensó Eugenio, pero era un deseo que no podía ni insinuar. O insinuar sí, tan solo, y sólo por ser él quien era. Te lo agradezco, Señor. Pero lo que yo quiero no está en tu mano dármelo. Por eso no quiero nada.
Me ofendes, Eugenio. ¿Cómo es eso? Solía pensar que en esta Casa podíamos complacer todos vuestros deseos, claro está, siempre que lo merecierais. Pero si crees que no puedo, tú pídemelo. ¡Ya veré yo si puedo dártelo!
En realidad, no preciso de nada, Señor. Tengo todo lo que necesito.
Como quieras. En tal caso, yo decidiré por ti, dijo Víctor, que posó su agradecida mano en su hombro. Nos veremos en la cena.
Eugenio se dirigió hacia la entrada de los baños, donde una atrevida pintada le despidió.
Aquí habita la felicidad, se leía, junto al basto dibujo de un pene. Un mensaje que él interpretó como un augurio de lo que le esperaba, de una manera o de otra, cuando urgía celebrar su victoria. Y, una vez afuera, ya revestido de su nuevo traje, Eugenio atrajo las miradas de todos. Pues no era común que nadie de su clase luciera tales prendas. Ni siquiera el consentido de la Señora, como siempre había sido.
Pareces un príncipe, le dijo Serena, al pasar junto a él para irradiarle con su sonrisa. Tal vez sea hoy.
Sí, tal vez. Me hará libre, tal vez, en pago a mi servicio, ¿y luego qué? ¿Me hará otra merced mi Señor, entregándome a su hermana? No lo creo. Eso nunca lo hará.
Pero la voz de su maestro de oficio, el viejo Cazador, se abrió paso en su cabeza.
¡No seas necio, Eugenio! ¡Ve poco a poco! Por algo se empieza, hijo, pero la libertad es lo primero, ¡y ya veremos luego! El hombre humilde debe empezar su casa por algún sitio y lo primero es comprar el terreno. Desbrozar la tierra inculta, talar y quemar las malezas, y luego pasar el arado. Igual que en un acecho, la vida es paciencia. Esperar el momento apropiado. Tal vez sea pronto para recoger la cosecha, pero todo llegará: confía en los dioses y espera. Por lo áspero se llega a las estrellas[4].
Un lema que también Serena estudió en su momento, pues compartía las clases del preceptor con Eugenio y sus hermanos. Una verdadera estoica[5] que le daba gracias a Dios todos los días, pero era consciente de los límites que se le habían puesto a su felicidad. Uno era la imposibilidad de poder dar rienda suelta a sus sentimientos hacia Eugenio, aunque mantenía la esperanza absurda de que eso se podría resolver algún día. Pero la otra frontera para su capacidad de sonreír tenía mucho menos arreglo, pues fue ella misma quien se encontró el cadáver aún caliente de su suicidada hermana. La misma a cuyo espíritu todavía rezaba, como una reminiscencia familiar de lo que siempre había sido y seguía siendo el paganismo: el rezarle a los muertos y hablar con ellos sin intermediarios, como si aún siguieran presentes por el mundo, y hasta solicitarles cuantos favores se pudiera uno imaginar.
Ya sé que no querías hacerme daño, Flavia, pero la verdad es que lo conseguiste. Ojalá hubiera estado más pendiente de ti, pero ya sabes que siempre hay mucho que hacer en esta casa y todos vienen a mí con sus problemas. Pero, mira, hagamos una cosa: yo te perdono a ti y tú me perdonas a mí, ¿de acuerdo?
[1] Esta pregunta se la hizo un sicario llamado Nicol a su joven patrón, William Rodríguez, hijo del famoso caudillo del Cártel de Cali, tras la detención de éste y la iniciación de William como jefe de esa organización. La potencial víctima de ese tema, por cierto, no terminó en el baúl: se trataba del infiltrado Jorge Salcedo, sobre quien luego escribiría el libro En la boca del lobo.
[2] Homenaje a Crónica de una muerte anunciada y en general a toda la literatura hispana, a la que quiero tanto.
[3] Se refiere, en bromas, a un poema de Marcial: La sagrada censura del supremo Emperador prohíbe y veda el adulterio / Alégrate, Zoilo: tú no jodes.Porque era, posiblemente, un fellator y cunnilingus, luego le daba igual esa prohibición, pero aquí Víctor se refiere a que no le gustan los chicos.
[4] Frase de Séneca.
[5] Filosofía que consiste en no desear demasiado y soportar bien la vida como venga.