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Home Actualidad

Palacio de Velarde en Santillana del Mar: una visita obligada para todos

by Redacción
08/08/2025
in Actualidad, Arte, Cultura, Historia, Literatura, Santander, Tecnología
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Palacio de Velarde en Santillana del Mar: una visita obligada para todos
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Mi visita al Palacio de Velarde en Santillana ha sido muy satisfactoria y una grata sorpresa que no me esperaba. Para empezar, yo tenía la impresión de que este palacio de tipo renacentista y barroco estaba cerrado a las visitas y no me esperaba encontrarme una exposición permanente en un museo muy bien montado en todos los aspectos. El palacio en sí está cargado de Historia y es un buen resumen de la historia de todos los tiempos de Santillana del mar y de España entera.

Los Velarde crearon un palacio renacentista de primera desde la base de una torre medieval

La historia de la vida palaciega en este edificio histórico va unida a su trayectoria arquitectónica. Una evolución que va desde una torre medieval de toda la vida, destinada a ofrecer más protección a la Colegiata y seguramente a ciertos nobles y hombres de armas que la custodiaban, así como a otras personas que podrían refugiarse aquí en caso de emergencia. Son las fortificaciones más típicas del norte de España y son bastante simples, por lo general, consistiendo básicamente en cubos de piedra con ventanas pequeñas para facilitar la defensa y ponérselo difícil a cualquier enemigo que intentase entrar por la fuerza.

El arco de la puerta principal de la torre medieval inicial aún sigue en uso. Este edificio robusto debió quedar absorbido dentro de la estructura renacentista del palacio posterior, más destinado a la comodidad y la ostentación que a una defensa pura y dura frente a los enemigos.

El palacio renacentista más importante de toda la provincia

Esos tiempos de Reconquista y guerras de bandos entre nobles cántabros pasaron y ya no fue tan necesaria tanta seguridad. Con el Imperio de los Reyes Católicos llegó la paz y el orden a todos los reinos de España y la familia Velarde se adaptó a esta nueva administración, sin renunciar a la carrera militar nunca, teniendo su máximo exponente en el héroe nacional que todos hemos admirado. De hecho, la familia que amplió la torre medieval y que era el linaje de los Velarde ya venían de residir en otra torre fuerte, en las proximidades de la Colegiata, que ahora mismo se encuentra en ruinas. Pero esta familia no dudó en invertir un montón de dinero en construir nuevas dependencias alrededor de esa torre hasta crear el palacio renacentista más importante de toda la provincia.

Los cargos que los Velarde desempeñaban en la corte y hasta en la Inquisición

Los cargos que los Velarde desempeñaban en la corte y hasta en la Inquisición, que constituía un tribunal de justicia estatal bastante moderno para la época, les permitieron amasar una fortuna que se combinaba con los recursos propios del feudalismo del momento. Allí mismo cobraban los impuestos a los aparceros que trabajaban las tierras en torno a Santillana y seguramente en otras comarcas vecinas.

Hay una historia muy curiosa de un importante inquisidor, figura importantísima dentro de la historia de los Velarde y del palacio de su mismo nombre. Este hombre tuvo desavenencias muy importantes con la facción que apoyaba al rey por encima del poder del Papa, ya que era papista, lo que le llevó a sufrir continuas campañas de desprestigio. En una de ellas fue acusado de haber mantenido relaciones sexuales forzosas con una sirvienta con la que tuvo un bastardo al que más tarde reconoció y que heredó la fortuna familiar y el título.

El palacio de Velarde está cargado de historias que tienen que ver con esta nobleza y clase alta

El palacio de Velarde está cargado de historias que tienen que ver con esta nobleza y clase alta del final de la Edad Media en la época moderna y hasta contemporánea, pues distintos terratenientes y hasta figuras importantes del mundo de la cultura fueron pasando por este palacio y dejando su propia impronta curiosa. La evolución de los propietarios de este palacio y sus distintos modos vivendi constituye una buena forma de explicar el cambio social y económico de España desde el final de la Edad Media hasta la Edad Contemporánea.

La verdad es que el Palacio ha sido afortunado en cuanto a personalidades se refiere. Inquisidores, mecenas del arte, médicos con un prestigio internacional tremendo y hasta escritores bastante importantes de nuestro país han pasado por aquí y la exposición no se olvida de ninguno de ellos. Incluso un espía alemán de la II Guerra Mundial estuvo aquí refugiado antes de pasar a vivir en Argentina. Cada estancia ha sido refinadamente representada para explicar las peculiaridades de cada uno de estos personajes y de sus épocas, incluso utilizando tecnología muy puntera para representar un show de luz y sonido que reproduce fielmente a los personajes de los que se está hablando en cada momento. Los propios espejos y marcos de los cuadros representan en realidad películas muy vivas que cuentan historias que estamos escuchando y viendo a la vez. Es una auténtica pasada.

El mobiliario también es una muestra de todo lo que se ha vivido en esta casa

El mobiliario también es una muestra de todo lo que se ha vivido en esta casa, aunque como muy bien dice el guía de investigador histórico que nos acompañó:

Es muy improbable que todos los muebles hayan estado en la casa todo el tiempo, aunque curiosamente representan épocas muy diversas de la historia de este palacio. Pero es muy probable que hayan ido llegando hasta aquí por coleccionismo y renovación de los propietarios que han ido pasando por el palacio.

Especial atención merece el último morador de esta casa, el doctor Guerra Pérez-Carral, que tuvo una vida impresionante que empezó precozmente en su romancesca participación en la Guerra Civil del 36. Parece ser que este futuro médico tan prometedor y reconocido, en los años posteriores, estuvo a punto de perder la vida en actos de valor en batalla que le hicieron merecedor de las condecoraciones más importantes en el bando derrotado en el conflicto. Esto le llevó a emprender el exilio cuando terminó la contienda, convirtiéndose en una eminencia médica y un mecenas impresionante, cuya donación de libros valiosos al Estado se contaba en millones de euros.

Él mismo fue un gran investigador y divulgador que siguió la estela cultural de otros mecenas y eminencias anteriores, como fueron la inquieta Trinidad von Scholtz Hermensdorf o Ricardo León, quien fue testigo y cronista literario de la decadencia social de Santillana en su costumbrista novela Casta de hidalgos. Una historia bastante humana y bien contada sobre un joven del pueblo, de una familia ilustre venida a menos, que regresa a sus orígenes después de haber fracasado en su aventura bohemia.

En la imagen: uno de los retratos de la pared, animado mediante tecnología, nos mira desde el rincón antes de seguir su camino fuera del marco.

En un silencioso rincón de la Montaña, apartado del bullicioso comercio de las gentes, hay una villa singular, famosa en los anales de la historia y de la fábula, reliquia venerable de la España vieja, lugar de poesía y de reposo, que se llama Santillana del Mar. Yace esta villa peregrina como entregada a un sueño de siglos, semejante a esas estatuas que, en los sepulcros de las capillas misteriosas, nos atraen con la mística expresión de sus semblantes de piedra, cual si a contarnos fuesen los graves secretos de la eternidad. El tráfago moderno huye de este rincón solitario hacia lugares de más fácil placer, donde más alegres suenan las voces de los mercados y los tamboriles de las romerías. Aún no se ha atrevido el pico del minero a abrir las entrañas de esta tierra madre, ni el telégrafo a tender sus vibrantes hilos sobre esta triste calzada, ni la locomotora a surcar, bebiendo los vientos, esta campiña austera.

Comienzo de Casta de hidalgos.

Jesús Ceballos, el protagonista bohemio de Casta de hidalgos

Era hijo de un hidalgo montañés —uno de esos mayorazgos que aún quedan, tallados en viejo pedernal en los rincones de Cantabria—, el cual vivía desde hacía largos años en su casa solariega de Santillana, olvidado del mundo. Nacido y educado Jesús en aquella villa silenciosa, con el pensamiento nutrido de antiguas memorias y la fantasía encendida por libros de aventuras, fue poco a poco alimentando el deseo de conocer el mundo, de echar el alma a volar como una alondra y huir de aquel sepulcro de muertos y vivos en el que moraba ocioso.

Aquella noche había puesto en práctica su pensamiento, saliendo a escondidas de la villa y dejando el blando sosiego de su casa para cabalgar a su gusto, tierras adelante. Era una noche templada y apacible, noche de verano en las Asturias de Santillana. Montaba Jesús un menguado rocín, con el corazón espoleado por el ansia de ver realizadas sus soñadas aventuras. Aunque avanzaba solo por la desierta carretera, sin más armas que una vieja pistola ni más dinero que treinta duros mal contados, le bastaban, para ahuyentar toda zozobra, sus pocos años y aquella brava locura juvenil que lo lanzaba a caminos desconocidos, dejando el blando y ocioso lecho para internarse por trochas y veredas.

Tenía seis años el muchacho cuando murió su madre, dejándole una hermanita. Con aquella dulce señora —que pasó en tranquila locura los últimos años de su vida— se fue la única ternura que en aquella casa moraba. Jesús vio sustituir el cariño materno, que aun en su demencia velaba por él, por la fría tutela del ama de llaves: una pasiega sencilla y hosca.

¡Cuán semejantes, sin embargo, eran el padre y el hijo! Jesús era hijo del hidalgo de Santillana, como el siglo presente es hijo de los pasados: almas viejas en cuerpos jóvenes; hidalgos del antiguo régimen, sin espada ni pergaminos, pero llenos de residuos atávicos; cosas viejas con nombres nuevos; vino añejo fermentando en los odres de ogaño. Del padre al hijo, a pesar del abismo intelectual que los separaba, continuaba la casta de los Cevallos infanconada, venida a lamentable decadencia...

Cayó por último en la redacción de un periódico, una especie de casa de refugio de pícaros y desvalidos con talento

Varias veces vieron a Jesús, muy dado a las cosas de teatro, con la Camelia, aquella pícara comedianta; y aun muchas noches atrevióse a salir el mozo a las tablas representando farsas, con grande escándalo de cuantos le conocían. De la noche a la mañana desapareció Jesús de Santillana y nada se pudo saber de él en muchos años, mientras anduvo en faz de comediante por los caminos de Castilla.

Lleno Jesús de repugnancia y pena, pensó morir también —a tal punto se le había metido en el corazón aquella pobre comedianta—, pero su mocedad y algunos amigos lleváronle a Madrid, haciéndole saborear las dulces primicias de la alegre vida de la corte.

Pasado algún tiempo, su alma voluble, que tornaba presto de los dolores más hondos a las más insensatas alegrías, hallóse bien con su libertad y pensó que debía alborozarse de haber dejado aquella vida miserable de cómico de la legua.

Asaltábale a veces el remordimiento de lo que había hecho con su padre, pero le causaba terror la idea de tornar a aquella tumba de ásperos recuerdos. Lanzóse al cabo a nueva bohemia, pasó hambre y dolor; mas sostúvole el orgullo, ese orgullo que, por huir de honrada subordinación, nos somete a las humillaciones más fieras; desempeñó oficios varios, no todos de recta condición, y cayó por último en la redacción de un periódico, una especie de casa de refugio de pícaros y desvalidos con talento.

A este personaje aristocrático venido a menos y sin fortuna le gustaban mucho las chicas, pero se acabó enamorando de una santita que es ni más ni menos que la patrona de la villa: Santa Juliana.

—¡Sigue, sigue tu camino de perdición y déjame a mí con mi paz!

—¡Perdóname, Juliana! Yo no quiero hacerte sufrir…

—¡Vete, Jesús, vete! Rosuca y Donia te esperan. Ve a contarles cuentos, a divertirlas, a engañarlas… Las pobres niñas son tan lindas y tan alegres… Deja a los tristes con su tristeza y ve a buscar eso que tú llamas alegría de vivir… En esta casa no hay alegría…

La decadencia de Santillana del Mar según Casta de hidalgos

—¡Ay, Juliana!… ¡Cuántas cosas han conspirado contra mí! Pesa una fatalidad sobre nuestra familia, esa fatalidad que arruinó a mi padre, que turbó la razón de mi madre, que ha puesto tristeza en mi hogar y en el tuyo… ¡Ah, Santillana, cementerio de muertos y de vivos! ¡Cómo has infundido tu aliento de sepulcro en nuestros corazones!

Jesús hablaba con exaltación. Juliana escuchaba temerosa.

—No hables así, por Dios. Me da miedo oírte, Jesús.

—Todo ha conspirado contra mí —continuó él, sin escuchar la voz suplicante—. Nacido en medio de estas ruinas, fruto tardío de un árbol muy viejo, vine al mundo con la fatiga precoz de una herencia demasiado pesada. Mi vida errante, los libros y el pensamiento, han completado la obra…

Un año, después de muchos, pareció que la vieja Santillana recobraba su antiguo esplendor. Volvió a ser asilo de príncipes, cuna de infanzones, alcázar de magnates y teatro de famosos hechos. Los habitantes de la olvidada villa se maravillaron al ver llegar hasta sus puertas una lucida hueste cortesana: carrozas y automóviles, largo desfile palatino, reyes y prelados, príncipes y caballeros, hidalgos y capitanes, damas de hermosura y alcurnia.

Las campanas vocingleras tañeron con júbilo; se quebró el silencio de las vetustas calles; los decrépitos palacios se engalanaron con flores y banderas; salieron a la luz del sol los clásicos tapices reposteros, la rica argentería de la Colegiata, los viejos terciopelos y los restos venerables del señorío de las Asturias. En el campo de Revolgo resonó, como antaño, el murmullo de danzas, músicas y holgorios populares; y, llegada la noche, en la cumbre de Bispieres, sobre la atalaya rota, una gran hoguera se alzó hacia los cielos, recordando aquellas lumbres que en torres, baterías y almenaras encendían los antiguos para señal y aviso de campanas y atambores. Poco a poco, el misterio de Santillana parecía desvanecerse.

Pero fue, al fin, breve fiesta y piadoso engaño de los hombres. Apenas pasado el verano y vuelto el viejo de cabeza blanca y barbas de nieve, huyeron todas las alegrías de Santillana. Los árboles gimieron temblando, las fuentes desbordaron sus cauces, el cielo dejó correr sus lágrimas; las puertas se cerraron, los pájaros se recogieron en sus nidos y la nieve cayó suavemente en copos menudos que no llegaban a cuajar. En el silencio de las estancias abandonadas, las goteras sonaban isócronas, marcando las horas tristes, horas que se desgranan lentamente, como las cuentas del rosario de la eternidad…

Las visiones en el Claustro de la Colegiata

Iba a entrar Jesús resueltamente cuando el anciano le cortó el paso con aspereza y le dijo con voz grave:

—¡Téngase el forastero! ¿Qué desea su merced en esta casa?

—Señor —exclamó Jesús, pasmado—, busco a mi padre, a don Juan Manuel de Ceballos, cuya es esta casa, donde nací.

—¿Está usted loco o quiere burlarse de mí? —repuso el anciano con mal humor—. Don Juan Manuel de Ceballos soy yo, y no tengo hijos de vuestra catadura. Mi hijo, don Gonzalo, que en gloria esté, murió en Flandes hace años, dejándome este nietecito que aquí veis. Ni tengo más herederos ni doy posada a gentes extrañas. Conque así…

Jesús, harto de aquellas cosas estupendas que le tenían, desde hacía tanto tiempo, como alma en pena, arremetió contra el viejo y le dijo con voz tonante:

—¡Vive Cristo, que ésta es la casa de mi padre y que entraré a viva fuerza si es menester!

Al ruido de las voces acudió la gente, y pronto corrió por la villa el rumor de que un orate, escapado de la casa de locos, andaba suelto por Santillana cometiendo desaguisados y fechorías.

Cuando Jesús se dio cuenta, huyó asustado hacia la plaza, perseguido por una turba hostil que le azuzaba y le arrojaba piedras. El griterío infernal resonó por toda la villa; los vecinos se asomaban a los balcones, las puertas se cerraban, las mujeres corrían a refugiarse en los portales, los soldados requerían las armas, y el abad preguntaba a sus familiares el motivo de tan terrible algarabía.

Jesús, entretanto, logró escapar de la turba y, maltrecho por las pedradas que le llovieron en el arroyo, se refugió en la Colegiata, desierta en aquel momento. Se escondió allí como pudo, sin ser visto, temblando de miedo y rendido por la fatiga.

Sin saber cómo, se halló en el Claustro. El patio estaba desierto y silencioso, cubierto de yerba húmeda y frondosa que, a modo de triste cabellera, mecía el viento. Se veían los viejos ataúdes de piedra, carcomidos por el tiempo, donde aún se alcanzaban a leer los ilustres nombres de Santillana, Velarde, Calderón, Villa, Polanco, Barreda…

Una Santa Compaña en Santillana del Mar

Como si algo faltara para aumentar el horror de aquella escena sobrenatural, los ataúdes de piedra comenzaron a abrirse; los viejos sepulcros seculares se estremecieron, y las calaveras del osario parecieron agitarse. De aquella tierra amasada con el jugo de los muertos brotó una muchedumbre imponente, como una milagrosa resurrección. Surgieron viejos abades de rostros hundidos por la abstinencia; rudos guerreros con arneses enmohecidos y cicatrices terribles; hidalgos apergaminados que mostraban con orgullo en el pecho las cruces de Calatrava o de Santiago; pálidas monjas, blancas como las hostias, con ojos negrísimos y profundos como tumbas; caras torvas y atormentadas que parecían salidas del infierno; rostros angélicos marcados con el sello de inefables delicias, quizá gozadas en el paraíso; muecas de réprobos, máscaras de idiotas, caricaturas bestiales, sonrisas divinas, transportes de amor. Toda la lira del alma parecía tener allí su acento y su nota.

Salían de los sepulcros con la misma imagen que tuvieron en vida; salían silenciosos, con el estupor de una vida que recomienza, con el secreto espanto del más allá grabado en la frente.

Jesús, muerto de terror, huyó de aquella procesión de ultratumba, enredándose entre el bosque de ramas y tallos, de miembros viscosos y alas de hipogrifo, de aquel mundo hirviente que parecía preñar la piedra. Y, mientras huía, escuchó surgir de aquella multitud un cántico espantable, un trágico Miserere. Entonces se lanzó hacia la puerta y consiguió escapar de aquel antro de visiones macabras.

La iglesia estaba desierta, envuelta en una paz profunda. Sus tres naves, bañadas en suave luz, cobijaban dulcemente los misterios de ocho siglos, que habían visto pasar bajo sus arcos peraltados. Al frente, el gótico retablo, con el tono apagado de sus oros viejos y las imágenes de sus tablas y relieves, estaba bañado por un rayo de sol que penetraba por la alta vidriera. En el centro del santuario, sobre su sepulcro de piedra, reposaba Santa Illana.

Jesús, lleno de mística unción, conmovido por las aventuras pasadas y sintiendo la necesidad de orar, se acercó al sepulcro de la santa que dio nombre a la Colegiata y a la villa. Sobre un viejo zócalo, labrado toscamente, yacía el cuerpo de la mártir, esbelto, grácil y soñador, semejante a las figuras de tapices y vidrieras, tipo ideal de belleza mística que nace en Giotto y culmina en Rafael.

Jesús se arrodilló ante el sepulcro y comenzó a orar con el fervor de un primitivo, con la ingenuidad y la fe de su infancia lejana, vertiendo en su plegaria todos los dolores y ternuras de su alma. Al santiguarse, alzó los ojos… y lanzó un grito de terror: Santa Juliana se incorporaba sobre su lecho de piedra, mirándole con expresión singular.

¡Santillana está muerta! ¡Yo estoy muerta!

Él no osó moverse. La santa saltó con agilidad del sepulcro y se colocó frente a él. La piedra cobraba carne, color y vida; el rostro se arrebolaba, los ojos brillaban con fulgor extraño. Jesús, absorto, reconoció aquel rostro, aquel cuerpo, aquellas facciones: la santa era la viva imagen de Juliana, su prima.

—¡Juliana! —exclamó con desesperación—. ¿Eres tú? ¿Hasta en este santo recinto ha de llegar a mí el reproche de tus amores? Pues si los muertos resucitan, ¿también ha resucitado tu amor?

—¿Qué dices? —musitó la santa con voz suavísima, como melodía angélica—. ¿Por qué vienes a despertar mi sueño de piedra y arrancarme a la paz del sepulcro?

—¡Ah, Juliana, perdóname! ¡Yo te amo, te amo todavía!

—¡Vete, réprobo! —dijo, ahora alterada, la dulcísima voz—. ¿A qué has venido? ¿Por qué quieres sacar de las cenizas frías de los muertos las ascuas aún no apagadas? ¡Vete! ¡Santillana está muerta! ¡Yo estoy muerta!

—¡No, Juliana! —clamó Jesús con salvaje elocuencia—. ¡Algo hay que no muere, y es el amor! Sobre las tumbas del pasado, sobre este espolio de cosas muertas y convertidas en polvo, nuestro amor florecerá como las rosas del camposanto…

Jesús avanzó hacia la sombra, pero ella retrocedió diciendo:

—¡Vete, pecado! ¡Vete, tentación!

—¿Para qué, entonces, has revivido en tu sepulcro? —sollozó Jesús.

—Para matar el pecado.

—¡Alma mía, Juliana! —suplicó Jesús de rodillas—. ¡Ten piedad de mí! Yo soy aquel que amaste…

—¡No! —dijo la voz celestial, con acento lúgubre—. Tú eres mi enemigo. Tú eres el pecado. Tú eres el dragón.

Entonces la santa, desciñendo la cuerda de su hábito, avanzó hacia Jesús con ademán de cólera. Y sucedió algo horrible: Jesús se vio a sí mismo convertido en un dragón. Su figura humana tomó la forma de un monstruo; sus brazos se transformaron en alas viscosas; su cabeza en una repugnante testa reptiliana; su tronco en anillos de serpiente. Intentó andar y sintió bajo su vientre el roce de duras escamas; quiso hablar y solo emitió un rugido. Espantado de sí mismo, quiso huir, pero la santa le arrojó al cuello el dogal de su cuerda.

Jesús sintió un nudo apretándole la garganta, una angustia de muerte. Una densa sombra cubrió la santa, la iglesia, la villa, el mundo entero. El monstruo cayó muerto a los pies de Santa Juliana… y Jesús despertó.

Mi madre, que gloria haya, era una lavandera de Bezana y me parió una noche al aire libre

A Jesús le inspiraba gran curiosidad aquel raro personaje; era sacristán de la Colegiata, y se notaba en él una mezcla extraña y grotesca de zafio y cínico, de buen corazón y mala lengua. Preguntóle Jesús con interés, deseoso de saber noticias de su vida y milagros.

—¿Cómo te llamas? —dijo—. Todos te llaman Leli, pero ¿cuál es tu verdadero nombre y apellido?

—Aquí, donde todos se llaman Barredas y Ceballos, Escalantes y Villas, Tagle, Bustamante y Calderón, yo apenas me llamo Pérez.

—¿Pérez de qué?

—De nada, señor. Pérez y Pérez, para más escarnio.

—¿Eres de Santillana?

—Yo no soy de ninguna parte.

—¡Cómo! —exclamó Jesús, sorprendido.

—Nací en el monte, a la buena de Dios. Mi madre, que gloria haya, era una lavandera de Bezana y me parió una noche al aire libre, cuando iba cargada conmigo y con una cesta de ropa camino de Torrelavega. Acudieron unos campesinos que dormían allí próximos y, al ver la fechoría que mi madre acababa de cometer —echándome al mundo sin más ni más—, nos llevaron a los dos a Torrelavega. Me crié en Santa Cruz de Bezana como perro sin amo; mi madre, que le tenía gusto a esto de darle soldados al Rey, juntaba doce hijos; yo hice la docena del fraile, con lo cual la pobre se estaba desesperada y decía que no descansaría hasta los catorce y quitar el mal agüero. Calcule, mi señor, cómo estaríamos en casa y sin haber de qué.

El pobrecito de mi padre, que gloria haya también, era un holgazán sin dineros: lo peor que se puede ser en este mundo. No aprendió en Cádiz, el infeliz, a ganar dinero, pero sí a gastarlo muy alegremente; era apuesto, bien plantado, cantaba que daba gusto oírle, y se casó con mi madre gastando alegremente las onzas que ella tenía en el arca. Reventábase la pobre trabajando mientras él no tenía más oficio que hacer hijos y jugar a los bolos.

Pero como todo tiene su fin en este mundo, se murió mi madre de un sofocón, se fue mi padre huyendo de nosotros, mis hermanos mayores se marcharon a América y a mí me llevaron a Santander al amparo de un tío carnal que tenía una tienda en la calle Alta. Fui recadero, rodé por el muelle de las Naos, conocí a Sotileza, a Muergo y a don Polinar, que me tuvo en la escuela; pero, como decían —y era verdad— que yo era muy torpe y no servía para nada, que parecía tocho, me sacaron de la escuela y de la tienda y me llevaron a Santillana, como podrían haberme llevado al hospicio. Me protegió don Elías, que es un santo, y aquí a su vera me propuse demostrar que servía para algo. Y, en efecto, andando el tiempo, serví para sacristán después de haber servido para monaguillo. Conque vea usted por dónde he venido a ser sacristán de Santillana.

Era su calle, donde nació, donde estaba el palacio de sus mayores

Al llegar a la plaza, vio destacarse enfrente el viejo palacio de Borja, con su graciosa ojiva de carcomidas y desencajadas dovelas; a la izquierda, el primitivo solar de los Villas, y a la derecha, la torre del Merino, imponente mole de venerable ancianidad, resto nobilísimo de la antigua capital de las Asturias. Contempló Jesús la Torrona con profunda emoción; después de la Abadía, no hay monumento en Santillana que más alto hable de su pasada grandeza. Despojada ahora de su corona de almenas, mutilada y ruinosa, conservando sólo restos de sus gentiles ajimeces y doveladas puertas, de su orgullosa balconada, inspira un sentimiento de grave melancolía.

Entre el palacio de Borja y la Torrona se abre una calle misteriosa y desolada, llena de ruinas, que va a parar a espaldas de la Colegiata, a un campo de soledad, mustio collado que fue un tiempo calle de palacios peregrinos. Formando ángulo con esta vía sin nombre, está la calle de las Lindas, señoreada también por la Torrona y en donde, dice la leyenda, que fue antaño la casa de Gil Blas…

Al término de esta calle atraviesa perpendicular la del Cantón, gran vía de la villa de antaño y de la de hoy, calle de nobles y de hidalgos, calle señorial abrumada bajo el peso de sus blasones. Jesús sintió allí, de nuevo, una emoción profunda: era «su calle», donde nació, donde estaba el palacio de sus mayores. Las vetustas fachadas dan razón de la calidad y alcurnia de los linajes; allí los Hurtado de Mendoza, herederos de los Lasso de la Vega y Marqueses que fueron de Santillana; allí los Ceballos y los Villas, los Bustamantes y los Calderones; allí la casa del Águila, donde el águila moribunda de los Villas tiene atravesado el pecho por una saeta y alrededor la divisa famosa —un buen morir honra toda la vida; allí la casa interesante de los Hombrones, toda blasón, sostenido por dos bizarros tenantes de fiera catadura; allí las fajas de los Ceballos y su enigmática leyenda —es ardid de caballeros Ceballos para vencellos; allí el misterioso brazo armado, el brazo fuerte que a Italia dio terror y a Esforcia muerte; allí la consonante hebrea Beth, símbolo del hogar; allí la frase caballeresca y cristiana, cifra y compendio de los claros varones de Castilla: da la vida por la honra y la honra por el alma…

Allí el libro arcaico, indescifrado, de los linajes, que habla con tosca ingenuidad de las grandezas y los altos hechos de las generaciones muertas; allí la historia de la villa legendaria, enterrada en sepulcros y monasterios, en archivos y genealogías, en crónicas y leyendas, aguardando un corazón piadoso, una pluma discreta, un entendimiento claro que la desentierre y la ponga limpia y fija en los libros de ahora para ejemplo de los hombres del día…

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