Via della Pergola, Perugia
La noche en que la iban a matar, Meredith Kercher se levantó a las 5:30 de la mañana para hacer un trabajo sobre los mártires asesinados en Perugia. Como ciudad de tres milenios que era, la amurallada población presumía de una larga tradición de guerras, catástrofes y asesinatos que no tenía tanto que envidiar a su Londres natal, con la diferencia de que ni la más lúgubre ciudad inglesa concentraba esa atmósfera oscura y maldita.
La preciosa estudiante inglesa había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicada de cagada de pájaros.
No te preocupes por eso, le dijo su madre, de origen paquistaní y por ello muy inclinada a interpretar lo sobrenatural. Es normal que sueñes con lluvia si estás en un sitio tan montañoso, en otoño, donde llueve casi tanto como aquí.
Perugia era una ciudad amurallada que se abrazaba a una colina, en un entorno verde de montes y con una antigua historia a sus espaldas. Todo era antiguo y enigmático en este lugar y eso fascinaba a las cuatro compañeras de piso, pero sin duda a la estadounidense en particular, pues las demás eran europeas y estaban más acostumbradas a este rollo gótico entre una película de Robin Hood y Harry Potter.
Esto era lo que me faltaba para convertirme en una escritora como Dios manda, decía la yanqui, que verdaderamente estaba teniendo el tiempo de su vida e incluso más que ninguna otra del piso. Simplemente por esa atmósfera literaria y peculiar de Perugia que a las demás no les decía tanto como a ella, aunque el tema de la fiesta universitaria era el gran atractivo en común para todas.
Si quieres que te diga lo que pienso, amiga mía, creo que algún día lo conseguirás, le dijo Meredith. Espero que me dediques tu primer libro.
A Amanda le gustaba mucho su compañera inglesa, tanto en el trato como por su encanto y belleza exótica. Y no tenía mucho que envidiarla, al final, puesto que ella misma se sabía muy atractiva para los hombres y estilosa, aunque era inútil no reconocer que admiraba tanto ese atractivo peculiar de Meredith, entre latino y del trópico: su tono de piel oscurito le resultaba de lo más atrayente. O el hecho de que la chica inglesa fuera mucho más sofisticada que ella. Y al final mantenía una relación mucho más cercana con Meredith que con las dos italianas, con las cuales existía además la diferencia del idioma.
¿Qué vas a hacer hoy, Meredith?
No sé, se hablaba de fiesta por el centro, pero yo estoy muy cansada. Creo que iremos a ver una peli en la casa de una amiga, ¿y tú?
También, eso creo. Raffaele me propuso ver una peli en su casa, aunque es posible que me llamen para trabajar en el pub.
En todo caso, si es con Raffaele, dudo mucho que vayáis a ver la película, dijo la inglesa, que provocó la risa en su compañera antes de tomar la puerta para irse. See you!
Meredith salió al camino y no hizo caso del grito brujo de esa lechuza, que voló ante ella cuando cruzaba la carretera desde las casas hacia el monte cercano. Como un misil blanco en la oscuridad, planeó ante la estudiante por pocos segundos antes de perderse otra vez en las tinieblas de la arboleda. Un claro signo de que la muchacha no debería seguir su camino o tal vez, cómo interpretarlo, de que no debería volver más a esa casa maldita.
No lejos de allí, por el campo que rodeaba la ciudad, el inspector Canessa se sobresaltó al ver un rápido movimiento a su lado, pero era el vuelo blanco y silencioso de una lechuza. Ocupado siempre en identificar y facturar a la cárcel a lo peor del estrato social, que en Perugia no era cualquier cosa, se movía con prevención por naturaleza. Siempre alerta ante cualquier cosa que pudiera pasar a su alrededor, inclusive una agresión contra él mismo, aunque sabía que los mafiosos locales rara vez erraban su primer tiro: eran gente demasiado profesional, adinerada y tutelada desde arriba como para no hacer las cosas bien y tenían al peor personal del Mediterráneo a su servicio: mercenarios de las repúblicas balcánicas, sicarios de los Bore Zakone o simples sicarios autónomos, de ésos que iban y venían por los países y realizaban trabajos por encargo.
Tampoco tenía miedo a morir. Algo curioso en alguien que siempre llevaba a mano su pistola, incluso cuando no estaba de servicio, pero consideraba que había pasado esa frontera cuando su vida empezó a convertirse en una espiral de monotonía y oscuridad que llegó a su clímax con el abandono de su mujer.
La vida es un pequeño regalo, había escrito un tribuno militar, hacía siglos, en la propia lápida de su tumba: insensiblemente viene, insensiblemente se afirma, pero muy luego se va, insensiblemente también.
Y el caso de esta pobre chica asesinada, ante la estúpida mirada de tanto pasota, confirmaba que polvo somos y seremos. Y a nadie le importaba tanto que una joven inocente hubiera sido muerta así, a las puertas de la misma ciudad, reventada literalmente a puñaladas.
La utilización de diversas armas punzantes, cuchillos y punzones podría indicar la actuación de un grupo de agresores, rezaba el informe de la Científica. El ataque se realizó con ensañamiento y la víctima murió desangrada, literalmente ahogada en su propia sangre.
Y lo peor era que no tenían muchas pistas de las que tirar, por más que lo habían intentado todo. La víctima misma no iba identificada, salvo por la posibilidad de que alguna tintorería reconociera la letra de la etiqueta que se había encontrado al revisar con cuidado las prendas. Y las compañeras de calle de esta muchacha la habían reconocido como lo que era o, mejor dicho, lo que ejercía bajo las órdenes de otros. Los mismos que imponían una ley del silencio irrompible entre su ganado sexual. Y las vigilaban día y noche, por su protección, por lo que Canessa y sus compañeros tuvieron que recoger a varias de ellas en sus coches de paisano. Pagarlas por sus teóricos servicios para llevarlas aparte y obtener esa información que necesitaban.
¿Qué se oye de este tema? Si la conocías, tienes que decirnos todo lo que sepas, advertían a las chicas. De lo contrario, podrías ser acusada de obstrucción a la Justicia. Lo sabes, ¿verdad?
Pero sólo recibían miradas de terror por parte de personas que ya de por sí vivían aterrorizadas. Y era completamente inútil amenazarlas con nada. Porque les tenían más miedo a esos matarifes que a cualquiera cosa que pudiera venir de la Policía, de la que tampoco se fiaban para empezar. Y poco más sacaron de varias de ellas, a las que lograron interrogar, salvo lloros y furiosas protestas. Apenas se limitaban a reconocer a Ludmila como una más de su gremio, en esas calles sombrías de las afueras de la estudiantil ciudad, pero siempre desde la más prudente distancia.
La he visto algunas veces, por eso sé quién es. Por la ropa, decían, al ver fotos de las prendas, porque los investigadores evitaban en lo posible que nadie viera las imágenes del cuerpo. De hecho, estaba en curso un retrato robot más exacto, por parte de una especialista en representar las facciones de los cadáveres cuando estaban vivos. Porque las fotos disponibles eran demasiado duras y tampoco mostraban esos rostros de forma tan aproximada, dado que la muerte desfigura muchísimo las caras y la expresión. Y lo único que conseguirían enseñando esas fotos sería aumentar el terror que esas mujeres ya tenían dentro.
¿Te das cuenta de que, si no colaboras, y no conseguimos atrapar a estos desgraciados, la próxima vez podríamos volver para preguntar por ti?
Pero no había manera. Su propio miedo a ser las próximas protagonistas de fotos como ésas les impedía hablar. Y es que la omertá que imperaba en ese submundo se elevaba a su máxima potencia cuando se había cometido un asesinato tan cruel. Y Canessa no dudaba de que esas chicas sí estaban informadas, igual que cualquier trabajador relacionado con esa industria del proxenetismo local, de muchísimos detalles importantísimos sobre lo que habría ocurrido. Y también estaba convencido de que esos bárbaros que hicieron aquello no se ocultaban, ante sus subalternos y esclavas, sino que antes bien presumían de su dureza. Les hacían saber las consecuencias de desafiarles. Y dejaban los cuerpos a la vista para que todo el mundo, en ese bajo mundo, tuvieran claras las normas del juego. Un mundo en el que trabajaba y del que vivía muy bien mucha gente, demasiada, tan solo en el sector de la trata, como no dejaban dudar algunos números recientes: hacía pocos años, las estadísticas que se manejaban hablaban de casi 50.000 personas que ejercían la prostitución en Italia, en la gran mayoría de los casos bajo el control estricto de gánsteres albaneses.
Canessa dejó el dosier sobre la mesa y apagó el flexo, listo para irse a la cama, pero no sin echarle una última mirada al colorido icono ortodoxo que se encontró en el bolso de Ludmila.
Ludmila.
Había que ponerle un nombre a esa infortunada desconocida a la que habían arrebatado todo. Incluso su identidad.