Via della Pergola, Perugia
La mañana siguiente fue viernes, 2 de noviembre de 2007. Un día festivo que amaneció como otro más de ese otoño, marcado en Perugia por el clímax de la fiesta estudiantil del nuevo curso. Y nada en absoluto hacía presagiar que sería tan importante para nadie y menos que se iba a convertir en el pistoletazo de salida para una vida nueva, para Amanda y Raffaele, que apenas se despertaban cuando era ya la hora de comer.
¿Cómo podían siquiera imaginar que esa mañana o en cualquiera otro momento iban a ser protagonistas de la historia más vendida de los últimos años en todo el mundo? Y mucho más en concreto en los países de origen de ellos dos y de una tercera estudiante, ya por entonces fallecida, por lo que nunca se enteraría de su surrealista e indebida fama post mortem.
En esas primeras horas de la mañana del día de después de Todos los Santos, el día de los muertos en verdad, varias personas muy distintas tampoco sabían que sus destinos acababan de quedar unidos para siempre. Y no fue porque no hubiera avisos, variados y extraños, ya que se dio un aviso de bomba en la casa más próxima a la de estas estudiantes. Y en una de las iglesias más antiguas de Perugia, situada frente al antiguo Templo de los etruscos, una gallina echó a volar, aunque no hubo testigos de esto.
Eso sí, antes de seguir, es bueno aclarar que lo que viene a continuación estaría basado en el relato de Amanda, por supuesto, tal y como ella lo contó y tantas veces se ha repetido, pero que muchas personas en el mundo no acaban de creerse del todo. Y eso que su historia no era ningún cuento de Kafka, precisamente, sino una de tantas que cualquiera pueda haber vivido varias veces.
Esa noche, en fin, la estilosa pareja había estado haciendo el amor en la casa de Raffaele y viendo una película, Amelie, que en pocas palabras trata la historia de una joven despreocupada y promiscua. Según sus propias palabras, comieron unas pizzas y fumaron unos porros, también, sin renunciar a los placeres del sexo. Y tuvieron suerte de no verse interrumpidos por nada, ya que el jefe de Amanda la dispensó de ir a trabajar al pub esa noche:
No hay mucho trabajo. No hace falta que vengas hoy, le escribió, en inglés, este también joven extranjero. Un hombre llamado Patrick que procedía de Kenia y que regentaba un humilde pub en el centro de Perugia. Chividiamo dopo*.
Chividiamo, le escribió de vuelta. Aquello eran excelentes noticias y la pareja pudo irse a dormir cuando quisieron, después de ver la peli y hacer un poco el tonto. Incluso apagó el móvil, por alguna razón que luego no pudo recordar.
Y así llegó la mañana, que empezó tarde, como siempre que una pareja da comienzo a su romance.
Anoche estuviste soñando algo, amore, porque no callabas.
¿De verdad? ¡Qué vergüenza! Y, ¿qué decía?
Llamabas a alguien, creo que a tu madre, pero no soy bueno entendiendo el inglés de personas sonámbulas.
¡No seas cabrón!
No te preocupes, cari, que no dijiste nada comprometedor. Son cosas normales de la resaca, aunque bebimos poco, pero la maría también produce esos efectos.
Pues voy a dejar de fumar porros, ¿eh? ¡Y usted tampoco debería, señor Potter, pues podrían expulsarle de la escuela de magia! Bueno, principesso*, me voy a mi casa a cambiarme y esas cosas. Luego nos vemos, si quieres.
Claro, ¿por qué no? Vente de vuelta si quieres y comemos. Y hacemos algo juntos, no sé.
Yo sí sé, dijo ella, con una carcajada que contagió a Raffaele.
Amanda salió del piso y recorrió la cortísima distancia que la separaba de su propio piso, situado en la parte superior de una antigua cabaña campestre. Y los misterios empezaron desde que llegó a su destino y vio que la puerta estaba abierta, pero nadie contestaba a sus saludos.
Bongiorno?
La situación le pareció bastante rara, porque las dos compañeras italianas no habían estado allí desde hacía más de 24 horas y Meredith tampoco se encontraba en la casa. Al menos, se diría, no se encontraba consciente, puesto que no había contestado a sus insistentes saludos y era la hora de comer.
Bueno, quién sabe, la puerta cierra mal y ha podido ser eso. Que Meredith o algún amigo suyo cerrase mal sin querer, pensó. Pero lo importante es que nadie ha entrado en la casa.
Y se metió en la ducha sin pensar más, para qué, si no tenía ninguna importancia, pero las cosas raras no habían hecho más que empezar. Y apenas salió de la ducha advirtió manchas de sangre, en el lavabo y el suelo, que interpretó como de una pequeña herida o algo así.
Tal vez Meredith se ha cortado o algo y salió a por tiritas o alcohol. En esta casa no tenemos nada de eso, pensó, aunque también es posible que esté con la regla.
Pero eso no cuadraba con el concepto de limpieza y detalle de la inglesa o las italianas, que eran las típicas especiales con estas cosas.
Habrá que limpiar, se dijo, con cierta resignación, pues no era ni mucho menos una maniaca de la limpieza y le fastidiaba muchísimo tener que recoger lo de otros. Y fue en uno de esos trayectos por la casa, al pasar por el baño de las chicas italianas, que advirtió un desagradable aroma a caca que también le llamó la atención. ¿Qué era esto? Alguien había dejado el retrete lleno de mierda y no había tirado de la cadena, ¡qué asco! Y eso sí que no era normal.
Tal vez a alguno de los chicos de abajo, quizás el novio de Meredith, le dio un apretón y no se acordó de tirar de la cadena, quiso pensar, pero ganaba fuerza otra explicación mucho más turbia: o tal vez sí nos han entrado en casa y nos han dejado este regalito. ¿Será posible?
Pero nada parecía faltar.
¿Qué habría pasado? Meredith no cogía el teléfono, por su parte, así que pensó en las dos personas que más podían aconsejarla en ese momento.
Oye, mamá, mira, todo está bien aquí, pero he visto algunas cosas raras en el apartamento y no sé qué hacer, le contó a su madre. La puerta de la casa estaba abierta y había gotas de sangre en mi baño y caca en el retrete, en el otro baño, pero es el de las italianas y ellas no están, dejando aparte de que no serían capaces de dejar eso ahí y no tirar de la cadena.
No creo que sea nada malo, cariño, pero ve cuanto antes con Raffaele. Por favor.
Sí, estaba camino de su casa. Luego te llamo, se despidió, ya a punto de llegar al piso de su novio, pero Harry Potter estaba en la ducha y tuvo que esperar a que saliera para volver a su casa. Tampoco mostraba tanto interés por lo ocurrido y esto la tranquilizó un poco, así que se puso a limpiar mientras terminaba.
A ver, la verdad es que sí es bastante raro, pero no te preocupes, le dijo, una vez que salió del baño y mientras se vestía. Mira, vamos a echar un vistazo si quieres y llamo a mi hermana. Ya te dije que es policía y nos dirá qué podemos hacer. ¿Has llamado a tus otras compañeras?
Filomena está en camino. También le pareció un poco extraño el tema y en especial lo de la… Mierda… Porque eso sí que no es normal para nada.
Y lo mismo dijo la hermana de Raffaele: que llamaran cuanto antes a la Policía. Pero dio la casualidad de que ya se encontraban allí cuando llegaron, en las cercanías de la casa, lo que encendió aún más las alarmas de todos.
No hemos venido por vuestra llamada, explicaron, sino que una vecina avisó de que había encontrado estos móviles en su jardín.
Pues ya sabes lo que ha pasado, dijo Raffaele, que se volvió con gesto grave hacia Amanda: ahora sí es seguro que os han entrado en casa.
Bueno, vamos a ver: prueba a llamar a tus compañeras, dijo uno de los agentes, que pertenecían a la Policía Postal de la zona. Igual pertenece a alguna de ellas.
Y así fue. El teléfono de Meredith se iluminó con las palabras Amanda roomie, pero eso no resultaba tan buena noticia. Porque no era lógico que su compañera de piso se hubiera dejado el móvil por ahí tirado, o se lo hubieran robado, sin que hubiera dado señales de vida por algún sitio. Y la puerta de su habitación seguía ahí, cerrada como una incógnita impenetrable y cada vez más alarmante. ¿Por qué no se sabía nada de ella?
Hay una ventana rota aquí, dijo uno de los agentes. La rompieron con esta piedra, mirad, pero no toquéis nada. No toquéis absolutamente nada, ¿de acuerdo?
Era el cuarto de Filomena, que justo llegaba en esos momentos, con la lógica preocupación por lo ocurrido. Porque a nadie le agrada saber que un desgraciado ha entrado en su casa y ha estado tocando sus cosas, pero mucho menos a una auténtica friki del orden y la limpieza como Filomena. Y, así y todo, como era de esperar, la gran incógnita era la estudiante cuyo móvil había sido robado y que no aparecía por ningún sitio. Y se suponía que no había dejado Perugia, como sus compañeras italianas, puesto que éstas sí tenían muy cerca a sus familiares.
Esto no es normal,decía el novio italiano de Filomena. Hay que entrar ahí como sea. Pero ya, insistió, ante unos policías que se negaban a forzar esa puerta.
No es nuestra competencia y no hay motivo para romper la puerta. Tenemos que esperar a la Policía de Perugia, ¿de acuerdo?
¡Los cojones! ¿Y si ha tenido cualquier problema?
Y probó suerte en patear la puerta de nuevo, como ya había intentado Raffaele antes. Y lo hizo con tal potencia que ésta cedió, por fin, y pudieron asomarse a la oscura y desordenada estancia. Todo parecía revuelto. Y destacaba sobre todo lo demás un edredón, extendido en el suelo en gran desorden, pero Amanda no llegó a mirar lo que había.
Mamma mía! ¡Meredith! ¡No!
Los gritos se sucedieron con tal potencia que atronaron el reducido espacio de las estancias y el pasillo, donde se agolpaban los jóvenes y esos policías.
¡No, no! ¡Meredith!
¡Todos afuera, ordenaron los agnetes! Y Raffaele tomó del brazo a Amanda, que estaba en shock, para sacarla de allí de inmediato.
¡Vámonos!
Pero, ¿qué ha pasado?
Amanda sólo identificaba dos palabras, aparte del nombre de Meredith y ese no continuo, persistente, que intentaba negar una cruda realidad.
Había un pie, repetía Filomena, que balbuceaba en un mar de lágrimas mientras los policías se entretenían en el interior de la vivienda. ¿Qué habría pasado? Cuando salieron de allí, por su expresión grave, era obvio que algo muy tremendo.
No os mováis de aquí, ¿de acuerdo? Tenemos que esperar aquí, les ordenaron, en un tono de voz que no admitía ninguna réplica.
¿Qué ha pasado? ¿Está muerta?
La han matado, respondió uno de esos policías, aunque en tono dubitativo esta vez. Y es que era obvio que no estaban ante agentes especializados en estas cosas, sino que se encontraban casi tan fuera de ese ámbito como ellos mismos.
¡No, por favor! ¡No!
Todos los presentes trataron de encajar una realidad que ya se intuía, por toda la información recabada hasta el momento, si bien no era fácil hacerlo y se escucharon llantos desgarradores. Las dos compañeras de piso presentes se fundían en un abrazo y sus amigos en torno trataban de consolarlas, pero ellos mismos se encontraban emocionados.
Todo se arreglará, ¿de acuerdo? Tutto andara bene, decía Raffaele. Y abrazaba a su novia con aire protector mientras aparecían, en número creciente, nuevos coches de Policía y una ambulancia medicalizada. Una triste procesión a la que se unieron enseguida nuevos vehículos y personas, también periodistas, que se dieron cita en las cercanías en un número cada vez mayor. Como si fueran buitres que se congregan en torno a una res muerta. Y las preguntas de la Policía no se hicieron esperar, en especial, a la primera testigo de todo.
¿A qué hora llegaste a la casa? ¿Estás segura de que la encontraste abierta? ¿Cuándo viste a Meredith por última vez? ¿No viste que había una ventana rota? ¿Por qué no llamaste antes a la Policía? ¿No te parecía raro que hubiera sangre en el baño? Por favor, dinos exactamente todo lo que hiciste desde que entraste en la casa. ¿Viste a Meredith en compañía de alguien sospechoso últimamente?
Amanda nunca se sintió amenazada por ese interrogatorio primero que, como es lógico, sólo pretendía recabar datos sobre lo que había sucedido. Y contestó desde la nube de sensaciones e incredulidad en la que se encontraba, incapaz de asumir aún lo ocurrido, pero eran pocas las respuestas que ella o los demás recibían: la Policía estaba en pleno trabajo de investigación y no tardaron en ver a varios de ellos enfundarse en trajes asépticos. Esos famosos trajes blancos de las películas que les permitirían adentrarse en la casa y recoger pruebas sin contaminar la escena del crimen. Pero el cadáver permaneció allí durante toda esa larga y terrible tarde.
Amanda estaba en shock y lo sabía. Todo lo vivido formaba una especie de sueño surrealista y cruel. Y, sobre todo lo que significaba lo sucedido, sus sentimientos de pena y empatía por Meredith, se imponía el hecho terrible de que había estado sola en la escena de un asesinato. Que se había duchado y cambiado, como si nada, en la misma vivienda en que habían matado a una persona, su compañera de piso, cuyo cuerpo aún permanecía allí. Y hacía muy pocas horas que se habían visto, en esa misma casa, aunque sin saber que su despedida iba a ser para siempre. ¿Qué había pasado? Las lágrimas no asomaban a sus ojos de la impresión y sentía tanta angustia que no era capaz ni de hablar apenas o, al menos, de hablar muy alto. Gracias a Dios, menos mal, Raffaele estaba a su lado y podía respaldarla. Podía refugiarse en su pecho y sus acogedores brazos, que le inspiraban una gran seguridad.
¿Te das cuenta de una cosa? Si hubiera estado yo, quién sabe, tal vez me habrían matado a mí.
Es mejor que no lo pienses. No tiene sentido plantearse cosas que no son. Además, si hubieras estado, yo también me encontraría contigo, luego ya seríamos tres personas y estaría muy raro que nos matasen a todos. Pero a ella la vieron sola en la casa y claro, era una víctima perfecta. O pudo ser alguien que conocía, no sé…
¿Me estás diciendo que si hubiera estado yo nada de esto habría pasado? ¡Dios mío…!
¡Deja de pensarlo, Amanda, no tiene sentido! Si hubiéramos estado o no, al final, es lo mismo, pues nunca sabremos qué habría ocurrido entonces. Es imposible saberlo y, además, ya no importa. Lo que cuenta es que tú estás bien y ahora hay que ayudar a la Policía en lo que podamos. ¿Estás segura de que les has contado todo?
Claro que sí. Todo. Y tampoco había tanto que contar, ¿no?
La pareja se confortaba en un abrazo, aunque era obvio que era ella la que más necesitaba ese cariño. Esa seguridad que le proporcionaba su novio, que guardaba un parecido surrealista con Harry Potter. Y él mismo potenciaba ese aspecto tan friki con la bufanda amarilla que envolvía su cuello. Pero era un gesto inocente que no pasaba desapercibido para nadie. Ni para las cámaras ni para la Policía o el Fiscal, que se fijaban en todos esos detalles aparentemente nimios, pero tan frescos y auténticos como sólo podían ser los primeros momentos vividos en la escena de un crimen.