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¿Puede ser peor una mujer que un ciclón tropical?

by Redacción
12/21/2025
in Literatura, Los cuatro naufragios del Capitán, Santander
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Una calle para Teodosio Ruiz González, alias Piloto
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Esto es el cuarto capítulo que podréis leer fuera del libro de mi antepasado, Teodosio Ruiz González, que podéis comprar en el 623191492.

Nunca en la vida he perdido un duelo. De ningún tipo. Ni a bofetada limpia ni a palos ni a sablazos. Siempre he ganado y espero no tener que deciros esto desde la ignorancia de quien desconoce que el más importante duelo de todos puede ser el último: el que de verdad te lleva por delante cuando menos te lo esperas. Pero es que tengo demasiada experiencia después de tantos años de trifulcas por todas partes, pues en ambas orillas del Atlántico saben que Teodosio Ruiz no va en broma cuando se trata de partirse la cara con y como haga falta. Así ha sido mi vida desde que tengo uso de sinrazón, si me permitís la expresión, porque la verdad es que no es muy lógico ni razonable estar a brazo partido un día sí y otro también, pero es que así ha sido mi vida.

No podría deciros con claridad cuál fue mi primer combate en serio, aunque sí me acuerdo con todo detalle de la primera vez que me detuvieron después de haber convertido una taberna de Boo de Piélagos en un auténtico campo de batalla. A partir de ahí, os puedo asegurar que siempre he llevado la voz cantante en cada una de las algaradas tabernarias y callejeras en las que me he visto involucrado, en las cuales mi enemigo ha podido siempre escuchar mi característica carcajada, que siempre conseguía desencajar al más duro entre los duros.

Y no importaba el peligro en el que me viera envuelto o si incluso llegaba a verme con el pijama de madera: mi inconfundible risa siempre se escuchaba en la hora de mayor tribulación y hasta de pánico.

Recuerdo aquella vez, por ejemplo, en que una discusión absurda en un café de La Habana terminó a sillazo limpio y, de hecho, uno de esos malandrines me rompió un taburete macizo en la espalda. Un golpe tan brutal que hubiera dejado seco ahí mismo al más pintado, pero en vez de venirme abajo, en un espasmo de dolor, proferí tal rugido que mi oponente se quedó ahí clavado como si fuera él quien hubiera recibido semejante golpazo. Y para colmo y sorpresa de ese cabrito, así como del resto de la audiencia, mi aullido de furia se convirtió en una carcajada tan siniestra y potente que toda la pelea en torno se detuvo para ver lo que pasaba.

Tú eres un demonio, me dijo ese hombre, espantado y ya sin ganas de seguir con la batalla. Y con la misma se marcharon, él y toda su compañía, mientras nosotros seguimos con la rumba como si nada. ¡Sin embargo, madre mía, vaya disgusto cuando me desperté al día siguiente y ni me podía mover de la cama! Menos mal que ya tocaba embarcar de vuelta a Santander y el incidente no me privó de ninguna jornada de despiporre, en esos divertidos muelles cubanos, en los que tantas aventuras pude vivir. Eso sí, había que ver el cuadro marinero, y nunca mejor dicho, de mi nueva y magistral manera de dirigir las maniobras sobre una hamaca que me instalaron los compañeros, en el mismo puente, para que pudiera siquiera aguantar el dolor mientras daba las órdenes precisas. Porque estaba medio machacado por el tremendo sillazo de esa tarde fatídica.

¿Está cómodo el señorito o quiere también una negra que le abanique? Cualquiera diría que el César de Roma está gobernando el barco, se quejaba el Capitán, para quien las explicaciones que le dieron los compañeros no acababan de resultar convincentes. ¿Seguro que no está así por no pagar a la meretriz o el proxeneta de turno? ¿Por qué no confesáis la verdad, malditos, en vez de tomarme todo el día por el pito de un sereno?

Pero yo me echaba a reír, como siempre, coreado por un cortejo de esbirros como era la dotación completa.

¿La verdad? Para contarle la verdad de todo lo que pasa en este barco, mi Capitán, tendría usted que sentarse en una silla, para empezar, pues esto es como Los cuentos de Las mil y una noches.

En una silla bien cómoda, añadía otro, en clara alusión al taburete que me partieron en la espalda, mientras el Capitán tiraba su gorra al suelo, con el humo de la pipa saliendo hasta de sus orejas.

¡Sólo espero que vuestro caudillo de juergas no se equivoque con las maniobras y nos vayamos a pique, cualquier día de éstos, por ir su merced borracho o de cualquier manera, porque os recuerdo que la Ley también existe en el mar! ¡Y mucho más que en tierra!

Pero era inútil que me intentara intimidar o si quiera corregir cuando tenía a cualquier tripulación en la mano y mi fama de piloto experto, curtido en mil batallas navales, contra los peores ciclones del Caribe, me avalaban para ser disputado por todas las navieras de esas rutas. Porque a la hora de la verdad, cuando el viento empieza a soplar en serio y las olas se apoderan de la cubierta, con una potencia infernal, a la mayoría de los mortales se les encogen los testículos y hasta se ponen a llorar, mientras que a mí se me escucha reír también y disfrutar como nunca de la travesía. Porque tampoco me tiembla la mano a la hora de coger yo mismo la rueda y manejar el timón, con temple de guerrero, mientras muchos compañeros se ponen a rezar el último rosario. Y en esos momentos de crisis y pánico os aseguro que mi capitán de turno es mi mayor admirador y me perdona hasta la juerga más impresentable o la multa que haga falta. ¡Ah, amigo! Ahí ya no soy tan malo, claro, sino todo lo contrario. Soy el que consigue que todos esos compañeros y hasta familias enteras, cuando navegamos con pasaje a bordo, lleguen a ese destino para el cual se embarcaron y que esas circunstancias tan dramáticas se arrepienten de haber siquiera considerado.

Así no era raro que tantos marinos y pasajeros se deshicieran en halagos conmigo, cada vez que se cruzaban en mi camino, tanto en La Habana como en Santander o en cualquier puerto o buque donde me podían reconocer. Como aquel paisano bien trajeado del que ni me acordaba, pero que se había quedado con el semblante sereno del piloto experto que lo sacó de aquel trance de muerte.

¿Se acuerda usted de aquella tormenta tropical en el Caribe, entre Matanzas y La Habana? Menudo susto, ¿no es cierto? Pero usted no parecía ni tan siquiera preocupado.

¡Cómo no! La verdad es que ese día lanzamos una moneda al aire, ¿sabe usted? Hace no tantos años, por esos mismos cayos, un barco como el nuestro[1] se quedó clavado en un banco de arena y el ciclón lo enterró allí para siempre, con olas tan altas como montañas. ¡Imagínese! Ni muertos pudieron salir de esa trampa, toda esa pobre gente, pues el capitán había ordenado cerrar las escotillas para evitar que entrase tanta agua… Terrible…

Y dejaba a ese paisano con una impresión tal que se quedaba ahí clavado, como ese malogrado barco de mi relato, mientras yo me divertía un poco a su costa. Y su asombro llegaba incluso a más cuando el que os habla explotaba en una carcajada de las mías, en su misma cara de lápida, antes de despedirlo como si nada, con una fuerte palmada en el hombro, mientras continuaba mi camino sin dejar de reír.

¡Disfrute, pues, del día y de la vida, caballero, que no sabemos ni el día ni la hora!

Así y todo, os reconozco que en alguna de estas ocasiones se me quitaban las ganas de reír y más bien, por el contrario, lo que le entraban a uno eran verdaderas ganas de defecar. Y una de esas aventuras tropicales fue más preocupante de lo normal cuando yo mismo, de hecho, ya no contaba más ni conmigo ni con la nutrida tripulación y pasaje que llevábamos a bordo. Incluso se dio la extraordinaria orden de tirar por la borda todo tipo de mercancía y hasta se sacrificó de igual manera a una docena de cabezas de ganado selectas, procedentes del Norte de España, que iban con rumbo a Cuba y Veracruz.

Todavía sueño con el truculento fin de esas moles hermosas, que eran sombras enormes en medio de esas tinieblas, patas arriba sobre la cubierta mientras la tormenta movía a placer el bloque mismo que era el barco y todo lo que contenía. ¡Pobres animales! Y los mugidos de la mar embravecida eran tan potentes que no se escuchaban los mismos lamentos de esas vacas y bueyes, liberados sin piedad por los compañeros para que el mismo oleaje arrastrase a esos pobres animales a una muerte en la oscuridad. Pero mi miedo real era siempre que no se me fuera algún compañero o pasajero por esa misma borda, eso desde luego, aunque Dios quiso que jamás sucediera tal cosa cuando yo he ido a los mandos.

Lo peor de estos ciclones es que si no ocurren de noche es igual, puesto que vuelven en noche el día, por lo que la oscuridad es absoluta como el mismo terror que se apodera de cada alma que puebla ese conjunto de maderos y hierros arrojados a la tormenta. Tampoco es fácil impartir las órdenes ni cumplirlas en medio de esa locura, pues las olas son tan fuertes que zarandean el barco a su voluntad y no se escucha nada más que ese bramido, que viene de lo más hondo de la furia de Poseidón. Incluso la maniobra de liberarse de la carga tiene que ser coordinada de la forma más correcta si no se quiere incurrir en todavía más zozobra y en el vuelco mismo de la nave, ya que toda la mercancía va estibada de la forma más apropiada para que podamos bailar con las olas sin hundirnos por el camino. Porque os aseguro que muchos barcos ya salen del puerto con la condena a muerte puesta, por no haber hecho bien muchísimas cosas tan importantísimas para la supervivencia misma del barco y cuantos viajan en él.

Intentad que nada de lo que tiréis por la borda pueda volver sobre el casco y causarnos más problemas, decía yo, cada vez que aparecía algún subalterno por el puente para informar y recibir instrucciones. Y en esa ocasión en concreto, la verdad, sí que pude escuchar un crujido impresionante que salía de lo más profundo de ese viejo cascarón. Ruido tremendo que no eran imaginaciones mías, puesto que mi ayudante me miró con el mismo fatal pensamiento que yo mismo tendría pintado en la cara.

¿A que se nos ha partido el casco y nos vamos a la verga ahora mismo?

Cualquiera se hubiera cagado allí mismo, porque era casi seguro que ni más ni menos que eso era lo que había sucedido y no otra cosa, lo que significaría sin ningún género de dudas la muerte instantánea de todos los tripulantes y pasajeros.

Me parece que nos vamos a ir a hacer compañía a esas pobres vacas, dije, todavía, resignado a que no íbamos a poder salir de ésa. Y al ver el espanto en el rostro de ese compañero de mi edad, al que estaba enseñando el oficio de piloto, no pude evitar una vez más la risa y me empecé a descojonar de él mientras el pobre chaval regaba todo el puente con abundante vómito verde. Porque para entonces ya había vomitado todo lo que podía haber antes de empezar a echar pura bílis.

¡No te preocupes, gallego, que yo te llevo a casa como me llamo Teodosio! ¡Aunque sea encima de cuatro tablas, como Ben Hur con el romano ése, pero te juro por la gloria de mi madre que te llevo a Vigo de vuelta con tu novieta! ¡Esa buena moza que, por cierto, ahora que no nos oye nadie, te digo que está para darla! ¡Pero como a un cajón que no cierra!

Cabronazo, mascullaba él, demasiado aterrorizado para seguirme las bromas, aunque aún hizo un último esfuerzo que me sorprendió: ¡si me llevas a tierra de vuelta, te lo juro, te dejo que te tires a mi novia, a mi hermana y hasta a mi puta madre!

Gracias a Dios, amigos, a su infinita misericordia, lo cierto es que sí pudimos llegar a tierra, eso sí, con el barco hecho unos zorros y perdida casi toda la carga. Con un olor indescriptible a orines y vómitos que no era sino el mismísimo olor a terror y con el aparejo desguazado, después de aguantar durante horas ese suplicio incomparable en alta mar. Y eso que lo peor no era nada de eso, sino el secreto que se escondía en el casco mismo y que ya toda la tripulación sospechaba: estábamos vivos de milagro.

La gravedad de lo que habíamos vivido fue ocultada al pasaje, que fue derivada a otro barco para continuar el viaje, los que aún se atrevían a embarcarse, pero ese viejo cascarón acababa de afrontar su última prueba: el casco estaba roto más allá de cualquier posible reparación y sólo de milagro habíamos conseguido llegar a puerto, pero se impuso una censura náutica total sobre lo sucedido para que no cundiera el terror y esto pudiera afectar a las ganancias de las navieras y, por tanto, al negocio en global en el que tantos currantes del mar estábamos implicados. Incluso fui felicitado por la aseguradora y el mismísimo Gobernador de Puerto Rico, quien sí fue informado de todo lo sucedido cuando fue en San Juan que recalamos, tras el ciclón, acompañados de un par de barcos pesqueros por si las moscas y a la velocidad más baja posible.

Pero ahí no terminaba todo. Porque cuando regresaba a Santander de ese periplo digno de Ulises, en la cumbre de mi fama como marino y como macho, todavía me esperaba una sorpresa más surrealista. Y es que el Cuerpo de Policía Municipal en pleno había decidido ir a por todas conmigo y pedir, de manera formal, al juzgado y hasta al Gobernador, que se me desterrase de la ciudad por un tiempo como castigo por los continuados escándalos y el mal ejemplo que decían ellos que yo provocaba, en Santander, al enfrentarme cada dos por tres con esos corruptos sin autoridad moral ninguna[2]. ¡Verdes las habían segado! Apenas había asomado mi barco en el abra de la Bahía y todo ese atajo de sinvergüenzas ya corrían en bloque, para personarse en el mismísimo muelle y recibirme con esas monsergas, sin duda con el propósito de intimidarme y avergonzarme ante mis superiores y compañeros, por no hablar del resto de mis paisanos, que solían abarrotar el paseo marítimo cuando atracaba algún barco de cierta importancia.

Lo que pretendían estos desgraciados, ya que no conseguían doblegarme por las malas con sus constantes arrestos y multas, que me negaba siempre a pagar, era dificultar mi tránsito por tan importante puerto, que ellos controlaban. Y así evitarían la influencia que yo causaba en mis paisanos mientras me complicaban la existencia en algo tan delicado como mi vida laboral.

Le amenazaremos con arrestarle cada vez que llegue al puerto y se baje del barco, propuso el Comisario, que ya por entonces me consideraba la amenaza número uno para su maldita dictadura callejera en Santander. Y luego podemos soltarle, previo pago de una fianza, pero siempre a última hora, incluso después de la hora en que su barco ya tenga que estar saliendo de la Bahía, con la marea correspondiente. De este modo lograremos desquiciarle a él y a los de su naviera y que sean ellos mismos quienes le metan en vereda de una puñetera vez, ya que nadie más puede.

Hasta ese extremo llegaba a su desesperación con mis constantes desafíos a su falso régimen de orden y paz, que apenas podía ocultar que se basaba en reprimir a los mejores ciudadanos para que delincuentes como ellos pudieran hacer lo que les diera la gana al margen de toda ley. Pero el problema que tuvieron ese día es que también el armador de ese barco siniestrado al que salvé in extremis, en aguas caribeñas, se enteró a tiempo de la jugada. Y no perdió tiempo en movilizar él mismo a un tropel heterogéneo de defensores míos, que no eran sino currantes del puerto y paisanos santanderinos, en general, con muy escaso cariño por esos desgraciados corruptos. Y se presentaron en el último momento en el muelle, con tanto salero y escándalo, a la hora de corear mi nombre mientras se acordaban de las madres de esa gentuza, que toda esa banda de cabrones tuvo que plegar velas y volver a sus respectivos escondrijos con el rabo entre las piernas. Todo ello acompañados de las burlas de todo el gentío y mientras yo descendía del barco como un auténtico héroe que, como ya se sabía en la ciudad, había salvado la vida de centenares de compañeros y pasajeros en una de las tormentas tropicales más feroces que se recordaban en el Caribe.

Sin embargo, hasta los mayores momentos de triunfo se ven amargados por esos otros episodios que a ninguno nos gusta rememorar. Y fue entonces que intenté de nuevo recuperar a mi Penélope santanderina, aun a sabiendas de que era una empresa muy difícil, cuando la realidad era que no la había olvidado y así era, a pesar de las burradas que la pude decir el último día que nos vimos.

¿Qué quieres, Teodosio? Creí haberte dejado claro que no quería saber nada más de ti.

Rectificar es de sabios, respondí yo. Y esto lo digo tanto por ti como por mí.

¿Rectificar? Dudo mucho que seas capaz de hacer nada de eso si no estamos hablando de cualquier maniobra con tu barco. Y, de todos modos, si tanto has cambiado, ¿cómo es que la Policía en pleno y hasta el propio Gobernador te tienen siempre en su punto de mira? Oí decir que fueron todos a esperarte en el muelle para detenerte.

¡Por el amor de Dios! ¡No me irás a decir ahora que te importa mucho la opinión de esos cerdos, anda, que todo Santander los conoce!

Sí, bueno, es cierto, pero dime con quién andas y te diré quién eres. ¡Y no irás a decirme tú tampoco que todo lo que se dice de ti por todas partes son mentiras porque tú eres un santo! ¡Porque otra cosa no, pero imaginación y cara dura no es lo que te falta, Teodosio Ruiz!

Te he dicho que quiero cambiar. Y quiero cambiar por ti, aseguré, aunque todo eso debía sonar como un chiste cuando yo mismo no me podía creer que estuviera diciendo semejante cosa.

Tú no cambias por nadie. ¿Me tomas por tonta o qué? ¡La verdad es que compadezco a tu madre, porque ella sí que te tendrá que aguantar toda la vida y no tiene poco problemón contigo! Llorando la tienes todo el día porque no te ve ni el pelo cuando vuelves de tus travesías, pero a ti te da igual todo. Lo único que te importa es pasártelo bien, ¿a que sí?

Ahora va a resultar que todo el mundo está en contra mía, pero creo que algo bueno también haré de vez en cuando, ¿o no?

Si me vas a contar ahora tu aventura en el Caribe y cómo salvaste a toda esa gente, sí, te felicito por ello y hasta te admiro. Siempre te dije que Dios te ha dotado con muchas cualidades, pero no precisamente las necesarias para hacer feliz a una mujer. Bueno… A lo mejor sí para hacer felices a esas pobres mujeres de las que tanto te rodeas todo el día, añadió, con una sonrisa sardónica. Por un rato sí, digo yo, o más o menos…

No seas tan dura conmigo. Apenas acabo de regresar y en todas partes me tratan como si fuera Cristóbal Colón, pero la verdad es que me conformaría con mucho menos. Me conformaría con volver a estar contigo como antes.

Eso nunca sucederá. Antes te he reconocido que tienes muchas cualidades, porque es cierto, pero nada de eso quita el hecho de que seas un maldito infiel y una bestia parda y un sinvergüenza que no tienes vergüenza. Y dudo mucho que nada de eso haya cambiado porque has sabido sacar el barco de una tormenta, la verdad. Porque una cosa es que sepas gobernar un barco y otra cosa es que a ti te gobierna tu pito y ese ego que tienes y esa mala leche que no sabes ocultar. Y antes que tener un novio o un marido como tú te aseguro que me meto a monja. Eso te lo aseguro.

¡Cómo te vas a meter a monja, anda, con lo que te gusta a ti que te la metan bien metida!

¿Ya empiezas otra vez? ¿Ves cómo eres de animal y sinvergüenza? ¡Y lo peor es que te puedas creer que me interesan lo más mínimo las idioteces que eres capaz de decir, pero yo ya estoy en otras cosas! Porque pensar que me importas algo es confundirse tan torpemente como pretender de verdad que yo puedo creerme cualquiera de tus falsas promesas. A ver si aprendes a tratar a una mujer como es debido y, por cierto, no sé si lo sabes, pero me voy a casar el mes que viene. Así que espero que no vuelvas a molestarme nunca más, terminó de decir. Y se dio la vuelta con la misma contundencia con que ese ciclón tropical había volteado mil veces mi barco, hacía no tanto, durante esa larguísima tarde y noche.

¡Pues cásate con ese mamón y os vais a tomar por culo los dos! ¿A mí que me importa? Y claro que no voy a cambiar por ti, le dije todavía, mientras ella se alejaba a toda prisa hacia su portal de la calle Rua Menor. ¡Yo no cambio ni por ti ni por mi puta madre! ¡El que me quiera que me quiera como soy y el que no que se vaya al carajo!

Una voz inesperada sobre mi cabeza, en la fachada de enfrente, me sacó de mi momento de ofuscación por un momento.

¿De verdad crees que la vas a convencer así? Porque yo lo dudo bastante, dijo esa vecina, asomada al balcón ante el escándalo de mis bestiales voces.

¡Ni falta que hace, señora! ¡Que se vaya con su maridito a seguir con sus aburridas vidas, me da igual, que yo soy marino y no me quedo sin joder ni una sola noche!

Y regresé como si nada a mis juergas, con mi pandilla de habituales, como si no tuviera el corazón roto, aunque nadie conocido podría nunca creerse semejante impostura.


[1] Homenaje al Valbanera, el Titanic canario, que en realidad se hundió bastantes años después de la muerte de Teodosio.

[2] Esta anécdota inventada refleja una realidad como un templo que se repetía en el puerto de Santander, cada dos por tres, cuando los gobernadores que acudían con grandes promesas y esperanzas eran luego despreciados por el pueblo local y, al parecer, forzados a desaparecer de la ciudad a toda prisa y con gran deshonor, tal y como se expresa en una divertida portada del periódico de Teodosio: El Descuaje. Y también consta que Teodosio fue desterrado por la Justicia de la villa de Santoña, siempre en medio de estas intrigas corruptas.

Redacción

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