¿Qué hace un barco naufragado en la Bahía de Santander? La visión parece sacada de una película, ya que no es un barco precisamente pequeño, pero el motivo de que se encuentre ahí varado desde hace décadas no es menos sorprendente. Por cierto: no lejos de aquí es posible alquilar barcas sin titulación obligatoria en Santander, por lo que podremos explorar éste y otros lugares con naufragios en la Bahía de Santander.
El Carolina G: historia de un carguero atrapado por el mar y el tiempo
En las tranquilas marismas del puerto de Raos, en Santander, yace desde hace casi cuatro décadas un viejo carguero oxidado: el Carolina G. En 1985 fue intervenido por las autoridades aduaneras españolas al ser sorprendido transportando tabaco de contrabando. Desde entonces, ha permanecido semihundido, entre el abandono y la historia, convertido involuntariamente en un singular refugio natural, especialmente valioso por ser el único criadero de charranes de toda la cornisa cantábrica. Ahora, la Autoridad Portuaria quiere acondicionar la zona, pero no sabe cómo deshacerse de esta embarcación convertida en símbolo.
Todo comenzó en marzo de 1985, en plena transformación de las estrategias de vigilancia costera del Estado. El Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA), fundado apenas tres años antes tras separarse de Tabacalera para integrarse en la Agencia Tributaria, ponía en marcha su primera gran operación. Lo hacía con un nuevo buque patrullero, el Alcaraván I, recién salido de unos astilleros barceloneses y preparado para competir con las lanchas rápidas y bien equipadas de los contrabandistas más notorios del momento, como los gallegos Charlín, Oubiña o Miñanco, quienes ya habían desplazado parte de sus operaciones hacia el norte del país.

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Explora la bahía más bonita del norte desde el agua
Alquilar un barquito con Monkey Boat es la forma perfecta de descubrir todos los rincones de la espectacular bahía de Santander. Desde el primer minuto, te das cuenta de que la ciudad muestra su mejor cara desde el mar: la silueta del Palacio de la Magdalena, el perfil del Centro Botín o los acantilados de Cabo Menor se convierten en una postal viva mientras navegas a tu ritmo.
Desde Madrid se ordenó su intercepción frente al cabo Machichaco
Dotado con motores de 4.000 caballos, armamento pesado y una tripulación decidida, el Alcaraván I tenía como objetivo demostrar su eficacia. Su primer reto no tardó en llegar. El 5 de marzo, bajo la vigilancia de un avión de la Aduana, comenzó a seguir a un buque sospechoso, el Carolina G, que navegaba desde la costa holandesa de Zelanda en dirección sur. Aparentemente liviano de carga, levantó sospechas. Desde Madrid se ordenó su intercepción frente al cabo Machichaco, a unas 30 millas de la costa.
Francisco Cazorla, uno de los marinos que participó en aquella misión y que hoy lidera la base del SVA en Almería, recuerda cómo abordaron el barco, con bandera griega y un aspecto algo desaliñado. Saltaron desde la patrullera hasta la borda del carguero, armados por precaución. Pero no hubo resistencia. Los tripulantes, también griegos, se mostraron incluso amables y ofrecieron comida a sus interceptores. Cuando se les preguntó por la carga, confesaron sin rodeos: llevaban más de un millón y medio de cajetillas de tabaco americano Winston, valoradas en unos 372 millones de pesetas de entonces. La documentación no coincidía y el manifiesto no hacía referencia al tabaco. Fueron detenidos y el barco conducido al puerto de Santander, donde se descargó la mercancía y se requisaron sus sistemas electrónicos de navegación.

El gobierno temía que las mafias pudieran corromper al personal de aduanas mediante sobornos
El carguero quedó bajo custodia judicial, primero del Juzgado Penal número 2 de Bilbao y luego del Juzgado de Primera Instancia de Guernica. Su aprehensión marcó un hito simbólico: coincidió con la eliminación de las primas que recibían los funcionarios por capturas como esta. El gobierno temía que las mafias pudieran corromper al personal de aduanas mediante sobornos aunque estas recompensas habían sido, para muchos, una motivación económica relevante. Un antiguo agente del SVA recordaba que, con la paga de una operación previa, pudo costear la mitad de su vivienda actual.
El Carolina G inició entonces su lenta caída hacia el olvido. Tras pasar un tiempo atracado cerca del barrio pesquero santanderino, acabó hundido en las marismas de Raos, donde fue a parar junto a otras embarcaciones también involucradas en el contrabando, como el Stefanos y los pesqueros Virgen Mari y Flor de Mayo, usados como nodrizas para estas operaciones ilícitas.
Es una historia que empieza con otro nombre. El Carolina G no siempre fue un buque al margen de la ley. Construido en 1961 en los astilleros Balenciaga de Zumaia, fue bautizado inicialmente como Polensa V, un barco mercante típico, con 40 metros de eslora, 8 de manga y una potencia modesta de 600 caballos. Su primer propietario, Antonio Leniz Bengoechea, lo destinó al transporte interinsular y a rutas hacia el Sáhara.
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Un baño frente a la playa de Los Peligros
Una parada imprescindible es fondear frente a las playas del Sardinero o, si prefieres algo más tranquilo, en la zona de Los Peligros. Puedes soltar el ancla y darte un baño con total tranquilidad en aguas limpias y protegidas, lejos del bullicio y con la ciudad de fondo. Es como tener una cala privada en plena bahía.
Ruta marina a la Isla de Mouro
Si el mar está en calma, una excursión hasta la Isla de Mouro es una experiencia inolvidable. Desde tu barquito Monkey Boat, puedes acercarte hasta donde rompen las olas y contemplar de cerca el faro que desafía los temporales. Los más aventureros pueden llevar equipo de snorkel y descubrir la vida marina que rodea esta pequeña joya de roca.

El contrabandista gallego Marcial Dorado, de la famosa foto junto a Feijóo
En 1963 fue adquirido por el empresario Antonio Armas Curbelo, pionero de la navegación en Canarias. Lo apodaban “el Polensa de humo” porque era su primer barco a vapor. Años más tarde pasó a manos de la Naviera Menorquina, que lo rebautizó como Playa Roqueta, y se mantuvo realizando rutas locales hasta 1980, cuando fue abandonado en Mahón.
Dormido durante tres años, el barco resurgió en 1983 con un destino muy distinto. Fue dado de baja en el registro español y trasladado a Panamá, un país que ofrecía una bandera de conveniencia ideal para actividades opacas. Su nuevo propietario fue Dorado Trading, empresa vinculada al contrabandista gallego Marcial Dorado, quien años después ocuparía titulares tras aparecer en una foto junto al político gallego Alberto Núñez Feijóo.
Bajo su nueva identidad, y con bandera panameña, el antiguo Playa Roqueta comenzó su última etapa como Carolina G, embarcación dedicada al tráfico de tabaco por encargo de redes organizadas. Su fin llegó pronto, interceptado por las autoridades cuando aún no había cumplido ni dos años en su nueva vida de clandestinidad.

Un pecio incómodo, pero ecológicamente valioso
Lo que fue un barco mercante y luego una herramienta para el contrabando, se ha transformado con el tiempo en un elemento inesperadamente beneficioso para el ecosistema. El casco sumergido del Carolina G, oxidado, pero aún reconocible, ha sido colonizado por diversas especies marinas y aves, en particular los charranes. Este hecho ha generado un dilema para la Autoridad Portuaria: ¿cómo recuperar la zona sin destruir este inusual refugio de fauna protegida?
La historia del Carolina G es un relato complejo: de trabajo honesto a instrumento ilegal, de captura judicial a fósil del contrabando, de residuo industrial a santuario natural. Su destino final sigue en el aire, atrapado entre la burocracia, la ecología y una historia que no deja de sorprender.
El centinela oxidado de la marisma de Santander
Tras su incautación en 1985 por parte del Servicio de Vigilancia Aduanera, el Carolina G quedó bajo la tutela de Alonso Fernández González, un veterano de los trabajos submarinos que inició su trayectoria profesional a los quince años, en 1935. Pionero en reparaciones navales en flotación, en instalaciones hidráulicas y en la colocación de tuberías bajo el mar, Fernández era considerado un referente entre los buzos civiles del litoral cántabro. Había amasado una pequeña fortuna dedicándose al desguace de buques abandonados, muchos de ellos olvidados por los tribunales o por armadores poco interesados. Él mismo se sumergía con escafandra para colocar explosivos en los cascos hundidos, hacía detonar los barcos y posteriormente vendía la chatarra. Para entonces ya dirigía su propia empresa: Salyomar, especializada en la conservación de embarcaciones retenidas por orden judicial, a las que protegía contra el expolio mediante el sellado de accesos, cierre de portillos y bombeo regular de agua para evitar el hundimiento.
Salyomar llegó a custodiar hasta una decena de naves. Su almacén y su pontona, que facilitaban el acceso a los barcos fondeados, se ubicaban justo enfrente del Carolina G, lo que facilitaba en un principio una vigilancia constante. Javier Gómez Pando, quien colaboró una década con Alonso, recuerda que “por entonces el pillaje era constante. Durante el día lo controlábamos, pero por la noche entraban a por todo: motores, cuadros eléctricos, compresores, cualquier componente que tuviera valor. Aunque soldábamos puertas y reforzábamos accesos, llegaron incluso a intentar sacar un generador eléctrico tan grande que quedó atascado en la entrada de las bodegas. Huyeron antes de conseguirlo”. Con el tiempo, también desaparecieron los fluidos del sistema: el combustible, aceites y líquidos hidráulicos fueron drenados por ladrones que operaban sin control.
El Carolina quedó desmantelado, luego sólo su esqueleto seguía a flote
Los retrasos administrativos y la escasa compensación económica acabaron minando la rentabilidad de la empresa. Aunque Alonso había mantenido buenas relaciones con la Guardia Civil, la Comandancia de Marina y el propio SVA, eso no fue suficiente para asegurar los pagos. En 1992, siete años y nueve meses después de recibir el Carolina G en custodia, Fernández escribió al Juzgado de Gernika solicitando al abogado Eleuterio Cudeiro —representante legal del propietario, el contrabandista Marcial Dorado— que asumiera la responsabilidad del barco y abonase los costes acumulados. La respuesta fue vaga y evasiva: “En cuanto tenga un respiro me acercaré a Santander para resolver el asunto”. Esa visita jamás se produjo.
Con el tiempo, el abandono fue total. El gasóleo, muy apreciado entre pescadores y embarcaciones deportivas, fue saqueado pese a las penas asociadas por tratarse de un bien subvencionado. Más tarde vinieron por el cobre de las tuberías, los generadores y hasta los ojos de buey. “El Carolina quedó desmantelado, luego sólo su esqueleto seguía a flote”, comenta Gómez Pando. Los sellos colocados por Salyomar fueron arrancados, y el interior fue desvalijado sistemáticamente.
Enfermo y afectado por la ruina empresarial, Alonso Fernández falleció en julio de 1994. Dos años después, en 1996, el juzgado dio por concluido el caso al declarar prescritos los hechos. Ninguno de los tripulantes —un capitán y seis marineros— fue condenado, como consta en la resolución. El desenlace confirma una práctica habitual: a menudo los propietarios de este tipo de buques prefieren arrendar en vez de comprar, ya que, si el barco es incautado, el arrendador evita consecuencias legales. Además, muchas veces les interesaba más el dinero del seguro que la propia embarcación, especialmente cuando esta acumulaba años de servicio.
Salyomar cerró sus puertas en 1997. La pontona de servicio, llamada Alonso I, terminó también bajo las aguas, al igual que el Carolina G, que con el tiempo sólo emergía parcialmente durante la bajamar. Nunca se subastó, y tampoco surgió interés oficial por reflotarlo. Parecía que su historia concluía ahí. Pero aún le aguardaba una última y sorprendente utilidad.

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Picnic flotante con vistas al Palacio de la Magdalena
Otra opción muy popular es llevar una neverita con comida y disfrutar de un picnic a bordo con una de las mejores vistas de Cantabria: el Palacio de la Magdalena visto desde el mar. El barquito se convierte en tu terraza privada mientras saboreas un bocadillo o unas rabas caseras con vistas de lujo.
Atardecer en el agua
Al final del día, pocos planes pueden igualar la tranquilidad de ver el atardecer desde un Monkey Boat. El cielo se tiñe de naranja y dorado mientras la bahía se vuelve serena, ideal para relajarse con buena compañía, buena música y, si se quiere, una copa. Es un plan romántico, original y apto para todos los públicos.
Una experiencia sin complicaciones
Lo mejor de alquilar con Monkey Boat es que no necesitas titulación náutica. Son embarcaciones fáciles de manejar, totalmente equipadas y seguras. Te explican todo antes de salir y puedes navegar con total libertad durante unas horas o todo el día.
Refugio de charranes en Santander
Aunque el casco del Carolina G ya no servía para la navegación, aún conservaba valor ecológico. En los años 90, la organización conservacionista SEO/BirdLife lo convirtió en una plataforma de cría para una especie muy particular: los charranes. Estas aves marinas, difíciles de encontrar en el norte peninsular, encontraron en la estructura abandonada del barco un hábitat perfecto. Según Felipe González, delegado de la organización en Cantabria, “la primera pareja que trajimos desde Senegal anidó en la proa, y desde entonces la población ha crecido hasta alcanzar las 34 aves censadas”. El carácter territorial y agresivo del charrán, que no tolera otras especies cerca de su nido, actuó como defensa natural frente a otras intrusiones.
Gracias al Carolina G, los charranes encontraron una zona de cría única en el litoral cantábrico. Durante una década, el barco oxidado funcionó como guardería aérea. Hoy en día, se han instalado plataformas artificiales adicionales para facilitar la expansión de esta colonia, dado que las aves, poco sociables y muy celosas de su espacio, no comparten fácilmente su territorio.

Cargas olvidadas y beneficios invisibles: ¿qué ocurrió con el cargamento de tabaco?
Treinta y seis años después de su apresamiento, la historia del Carolina G ha podido reconstruirse gracias a documentos, archivos y testimonios orales. Pero hay una gran incógnita que persiste: ¿qué ocurrió con el cargamento de tabaco que transportaba? No existen registros fiables sobre su destino final. Se especula que fue destruido por orden gubernamental tras haber servido como prueba judicial, aunque otros apuntan a una práctica muy extendida en los años 80: el entrepó.
El término, posiblemente derivado del francés entrepôt (almacén), hacía referencia a las pequeñas cantidades de tabaco o alcohol que las embarcaciones podían llevar supuestamente para consumo propio. Según Curro Zorrilla, exvicepresidente de la Cofradía de Pescadores de Santander, “cuando se incautaba un cargamento, el tabaco entraba en el Depósito Franco, pero nunca se contabilizaba la totalidad. Se dijo que el tabaco del Carolina se echó a perder con el tiempo, pero es muy probable que desapareciera y beneficiara a muchos, tanto en tierra como en el mar”.
Zorrilla también recuerda que, en los puertos del norte, especialmente en los del País Vasco, era habitual que cartones de tabaco estadounidense como Winston, Camel o Marlboro terminaran en barcos pesqueros con el pretexto de ser para uso personal. Sin embargo, durante los meses invernales, cuando la pesca escaseaba, estos cartones se vendían en tierra, generando importantes beneficios. “Un cartón de tabaco nacional costaba 200 pesetas, pero el ‘americano’ se vendía por 1.200”, explica.
Este término, de raíz francesa (entrepôt, almacén), describía las cantidades de alcohol o tabaco que los barcos llevaban supuestamente para uso propio, libres de impuestos. Curro Zorrilla, exvicepresidente de la Cofradía de Pescadores de Santander, lo recuerda bien: “Cuando se decomisaba un cargamento, llegaba al Depósito Franco, pero no se registraba todo. Decían que el tabaco del Carolina se estropeó, pero muchos sabían que desapareció poco a poco. Mucha gente, tanto en tierra como en el mar, se benefició”.
La vigilancia era laxa, en parte por miedo a ETA
Zorrilla añade que en puertos vascos como Pasajes de San Pedro, el tabaco ilegal entraba habitualmente en pesqueros. Allí, la vigilancia era laxa, en parte por miedo a ETA: “Los carabineros sabían que, si eran demasiado rigurosos, se convertían en blanco. Además, el contrabando de tabaco no estaba tan penalizado como lo está hoy el narcotráfico. Se movía mucho tabaco, que desaparecía en pequeñas dosis mientras los juicios se archivaban o se prolongaban indefinidamente”.
Recuerda también las actitudes permisivas de algunos agentes portuarios: “Había quien, vestido de azul, abría los maleteros de los coches, y si dejabas un par de merluzas o un rape, se hacían los longuis. Todos sabíamos quiénes eran. El tabaco y el alcohol entraban en los mercantes… por las cocinas”.
El barco que no quiere morir
Casi cuatro décadas después, el óxido ha revelado de nuevo la silueta original del Carolina G., antes llamado Playa Roqueta, cuando surcaba el Mediterráneo como carguero balear. Ahora cubierto de limo y excrementos de aves, su esqueleto es hogar de charranes, criadero de lapas y mejillones y sustento para los peces cuando sube la marea.
El nombre atribuido a una supuesta amante de Marcial Dorado parece resistirse a desaparecer de las aguas de Raos. La Autoridad Portuaria había contemplado extender las infraestructuras hasta la zona norte de la marisma para ampliar el espacio de carga ro-ro, lo que habría implicado la compactación del terreno donde aún emerge, cada doce horas, parte del casco del Carolina G.. Sin embargo, el proyecto se paralizó con el cambio en la presidencia del puerto.
Gómez Pando lo tiene claro: “Si quisieran reflotarlo ahora, sería prácticamente imposible. Está tan deteriorado que se desharía al moverlo. Sólo quedaría desguazarlo por piezas y retirarlas como se pueda. En algunos puntos no queda ni chapa. La única alternativa real sería construir el nuevo muelle por detrás del barco, por el costado oeste, y usar los restos como relleno”.