En este episodio vamos a narrar unos sucesos que están envueltos en la leyenda, pero que se atribuyen al periodo pleno del reino godo en España, cuando el gran rey Leovigildo sometió a tantísimos enemigos en el campo de batalla. Ocurrió entonces que un eremita del Bierzo llamado Emiliano (Millán) tuvo una visión que profetizaba la destrucción del senado cántabro, rebelde al reino godo de Toledo, y la anexión por la fuerza de todo ese territorio a la nación española.
San Millán llegó a las cercanías de Amaya, la capital de los cántabros, en el día de Pascua. Y se dirigió a la asamblea donde le aguardaban los senadores montañeses, convocados por él antes de partir, aunque ellos mismos ya habían congregado por allí a sus fuerzas desde hacía días. Y el motivo no era otro que concentrarse en la fortaleza montañosa para iniciar juntos, como era su costumbre, una nueva campaña de saqueos por las Tierras de Campos: otro ataque masivo contra sus más ricos vecinos del Sur con el que llegar, a poder ser, hasta el mismísimo Valle del Ebro, y en el que robarían como cada año todo el cereal y las riquezas que se pusieran en su derrotero. Y estaban crecidos en sus ansias de botín y sangre, de tal manera que muchos cántabros humildes se encontraban atemorizados y no veían el momento de ver a esa multitud de guerreros partir de sus tierras, aunque supieran que marchaban para ir a agredir a otros.
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En la foto, la inmensa mole rocosa de Peña Amaya, donde se encontraba la milenaria capital de los cántabros, en lo que hoy es la Montaña Burgalesa.
– ¡Padre Millán, detente! ¡No vayas a Amaya!
– ¿Por qué no?
– Se han reunido allí todos los caciques de todos los valles de Cantabria y están haciendo bromas sobre cómo te van a convertir en mártir para contentar al rey godo. El cruel Abundancio llegó a decir que te iban a colgar de un palo, a modo de estandarte, para ir a atacar sus fronteras. Pues dicen que si vienes con ellos no tendrán valor los godos, cristianos como son, de tirar siquiera una flecha contra un santo.
San Millán no era ningún tonto. Sabía muy bien que muchas de estas advertencias de supuestos cristianos, que se preocupaban tanto por su seguridad, no eran sino las verdaderas amenazas de esos caciques sanguinarios. Paganos redomados que no disfrutaban con la llegada de misioneros como él y que ya habían martirizado a varios antes, por atreverse a ir por allí convertir a sus vasallos, pero a Millán lo odiaban y lo temían a un tiempo. Y el propio Millán los temía a ellos, claro, pero no podía dejar de cumplir con la misión que sentía que Dios mismo le había encomendado.
– Entiendo que a tu cacique, Abundancio, no le ha gustado lo que dije de que el rey godo cortaría su cabeza si no se convertía a tiempo, pero en verdad no es una ocurrencia mía nada de esto, sino una visión que he tenido y que viene del Señor, así que no me da miedo lo que me pueda hacer. Si yo también he de morir, como testimonio de verdad y para que otros se salven, que así sea. Al final, si hago esto es ante todo por ellos, para que se puedan salvar, pero también lo hago por los que podéis veros destruidos junto a vuestros senadores, ya que la justicia de Dios se va a cumplir y utilizará la espada del rey como si fuera la suya propia. Porque los justos también sufrirán las consecuencias junto a los impíos cuando pase lo que tenga que pasar.
Ese emisario de los caciques bajó la cabeza, avergonzado, pues el santo había adivinado sus pensamientos y la verdadera misión que le traía hasta él. También era obvio que ese pobre hombre admiraba muchísimo a un anciano que se atrevía a ir hacia la muerte con esa despreocupación aparente, si bien era obvio que Millán tenía que tener el miedo pintado en la cara.
– Yo también siento temor de esa gente, igual que todos vosotros. Por eso no hace falta que me amenacen más y además vengo pisando las huellas de esos hermanos monjes a los que envié por delante y que han sido asesinados o maltratados. Muchos de ellos ni siquiera pudieron atravesar el Monte Igedo, bien por miedo o bien por las fieras y los bandidos, pero gracias a Dios yo sí pude y ahora aquí me tenéis. Porque no podía permanecer en mi cueva de brazos cruzados cuando sentía tan dentro la voz del Señor, que me impulsaba a venir yo mismo a avisaros del castigo que os ronda a todos.
Al decir esto, Millán sintió que la humilde concurrencia lo miraba con especial preocupación. ¿De verdad tendrían ellos que sufrir, junto a sus abusivos tiranos, las consecuencias terrenales y hasta divinas de las faenas que éstos hicieran?
– ¡Pero también nosotros llevamos en el pecado la penitencia, padre! A diario soportamos los tributos y las patadas de esos señores y ahora, según nos aseguras, ¿también tendremos que padecer el castigo del Cielo y del rey godo por unos pecados que no son nuestros?
– Por supuesto. No os olvidéis de que en Sodoma y Gomorra no todos eran igual de culpables, pero todos murieron bajo el mismo fuego abrasador. Y también recordad que cuando Sansón mató a los jefes filisteos y a toda su corte también cayó él mismo, bajo las pesadas piedras de esos palacios que derribó, porque la voluntad de Dios se va a cumplir caiga quien caiga.
En su camino hacia Amaya, el eremita se cruzó con una muchedumbre de cristianos, que lo siguieron por las calles de la ciudad, alabándolo y tocando su túnica con fervor. Otros lugareños, en cambio, le insultaban y se mofaban de él, diciéndole que había venido en vano. En un recodo del camino, cuando ya estaban a la vista de la fortificada acrópolis de los cántabros, un hombre salió a su encuentro y se postró a sus pies para besar su túnica. Y San Millán lo tomó por el brazo y lo alzó del suelo, pero el otro se volvía a hincar de hinojos. En torno a ellos, la gente se admiraba del aspecto jovial y alegre del eremita, que conservaba aun a pesar de los muchos achaques que arrastraba y la dureza de su vida. Una alegría de vivir, a pesar de todo, que contrastaba con el rostro crispado y los ojos llorosos de ese hombre, mucho más joven que él, pero al que la vida había golpeado en lo más hondo.
– ¡Padre Millán, por favor, ten piedad de mí! Soy cristiano y tú sabes que no es fácil serlo en esta tierra de paganos, pues nuestros caciques nos prohíben juntarnos y celebrar las misas, aunque a mí no me importan sus amenazas. Lo que sí me duele es la enfermedad de mi hija y todos días ruego a Dios por ella. La desgraciada tiene parálisis y está postrada en cama desde hace dos años. Nadie es capaz de curarla en la región, pero he oído que tú tienes el don de hacer milagros… Que como hizo Nuestro Señor Jesucristo sacas los demonios y haces andar a los cojos. ¡Haz lo mismo con mi hija, padre, te lo ruego!
– ¿Cómo se llama tu hija, hermano?
– Se llama Bárbara. Tiene sólo quince años…
– Bueno. Llévame con ella, anda, que quiero conocerla.
Y diciendo esto, ambos se desviaron del camino, una vez más, seguidos por la muchedumbre de fieles del piadoso eremita. Una creciente tropa de creyentes a la que se habían unido también muchos paganos que, llevados por la curiosidad, querían también presenciar lo que podía ocurrir. Y llegados a una humilde cabaña de pastores, en las afueras de Amaya, ese hombre afligido le indicó a San Millán que pasara, mientras que el resto del gentío permaneció afuera, agolpados a docenas en la puerta de la casa. Y hasta los paganos más convencidos y los más sumisos a los caciques se olvidaron de ocultar al resto su esperanza en un milagro.
– Paz a esta casa.
En el centro de la cabaña, tumbada en un lecho de paja y bajo el haz de luz que se filtraba por un ventanuco, se encontraba una muchacha joven. Y San Millán se acercó a ella y la acarició la frente con las yemas de los dedos. Un gesto de cariño que a la niña despertó, sorprendida por la llegada del extraño, pero no se sobresaltó para nada, ya que la sosegada imagen del eremita era la paz personificada. Un sentimiento de otro mundo que transmitía con su sola presencia.
– ¿Tenéis agua? –preguntó San Millán, volviéndose al padre de la muchacha. Y éste le trajo enseguida un cántaro de agua clara que San Millán bendijo con una sencilla fórmula en latín. Luego le dio de beber a la joven, que al momento pareció sentir un gran calor en su interior. Un calor que recorrió todo su cuerpo desde el pecho a los pies. Y entonces, ante el asombro de propios y extraños, Bárbara se levantó y comenzó a andar, aunque al poco trastabilló y se agarró al santo, que la sujetó con firmeza mientras ella rompía en llanto contra su hombro. Un llanto de felicidad, al recuperar la salud perdida, de liberación tras tantos días de sufrimiento y sin ninguna esperanza.
– Ya te acostumbrarás a caminar de nuevo –le dijo San Millán, que la sostuvo en pie con ternura-. Pero ahora, ¿por qué no sales afuera y admiras la luz del sol, que es el regalo que nos brinda Dios todos los días? Me parece que ya has visto demasiada oscuridad en esta lóbrega habitación…
– Ahora que me has curado, padre santo, ya no me parece tan oscura, sino que todo lo veo a la luz de un nuevo día. ¡Gracias, padre, gracias!
– No me las des a mí, Bárbara, sino al Altísimo que te ha bendecido con esta gracia –le contestó. Y dirigiéndose a los presentes levantó la mano hacia el Cielo, como si estuviera viendo a Dios mismo-. Confiad en Dios, hermanos, pues así lo dijo Nuestro Señor: “pedid y se os dará”.
No era poca promesa para unos desheredados que carecían de absolutamente todo. De hecho, su única esperanza de comer algo en condiciones, en el invierno próximo, consistía en unirse a las fuerzas de saqueo de los caciques y enfrentar junto a ellos la muerte por una pequeña parte del botín. O también podían trabajar para ellos sus tierras, de sol a sol, a cambio de unas míseras limosnas. Pero ese día había brillado una esperanza distinta en medio del multitudinario público allí reunido. Y la muchacha salió de la casa y recibió las muestras de afecto de sus vecinos y parientes mientras que el eremita abandonaba la casa, triunfante, pero siempre con su actitud humilde. Y los cristianos de antes y los recientes corrían a besarle la túnica mientras los paganos se miraban confundidos. ¿Qué felicidad era ésa y qué milagro acababan de ver? Muchos de ellos se convirtieron ese mismo día y pidieron recibir el bautismo de las mismas manos del santo. Y los que antes se burlaban de él ahora lo aclamaban y celebraban con los demás la feliz curación, pero, ¿qué pensarían de todo esto sus caciques, empeñados en mantenerse paganos para no tener que rendir cuentas ante ningún obispo ni ante Dios? Ocupado en todos estos menesteres pasó todo el día San Millán, de tal manera que cuando llegó ante el senado de Amaya el sol moría ya en el horizonte.
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En la foto, Peña Amaya hoy: un desértico paisaje cargado de Historia y naturaleza por donde no es difícil ver todo tipo de animales salvajes.
– Ya pensábamos que te ibas a parar en cada cabaña del camino a hacer algún milagrito de los tuyos -le espetó Abundancio, que era el más decidido y feroz de todos esos caciques guerreros-. ¿Has terminado de endiosarte entre la bola de estúpidos que te siguió hasta aquí o pretendes seguir con el circo hasta la cena?
– Yo también me alegro mucho de verte, senador. Me alegro de verdad de poder veros a todos -afirmó el santo, al buscar la mirada de toda esa gente que lo rodeaba. En primera fila estaban los capitanes y terratenientes del pueblo de los cántabros, que se hacían llamar senadores y que se congregaban allí con sus séquitos de guerreros a su vera, dispuestos siempre a iniciar cuanto antes su campaña anual de depredación contra sus ricos vecinos de la Tierra de Campos. ¿O tal vez se preparaban ya para defenderse del castigo que el rey de los godos les tenía sin duda reservado? Millán se fijó en la gran cantidad de hombres armados y caballos que habían reunido allí los cántabros, siempre listos para la guerra, y los senadores como Abundancio constituían los caudillos de toda esa tropa. Un magnate que sobresalía entre los demás por su liderazgo y esa no disimulada ambición de erigirse en una especie de rey en la república anárquica de los cántabros.
– Nuestra alegría será mayor cuando cojas tu burrito y te vuelvas a tu monasterio. ¿A qué has venido? No necesitamos que aparezcas si es para revolvernos el corral cuando estamos a punto de ensillar los caballos para ir a buscar nuestra cosecha -bromeó, pues se refería a unas cosechas que no eran sino el botín que estaban dispuestos a arrancar una vez más a sus víctimas habituales del Sur.
– Esa cosecha tiene que ser de hombres -respondió el santo, sin ocultar que hablaba del creciente número de cántabros que se habían convertido al cristianismo-. Y os aseguro que me alegra poder anunciar ante esta asamblea y ante todo el pueblo cántabro que la voluntad de Dios se cumplirá y será bueno para todos que así sea. Para todos. Incluso para los que se niegan en reconocerlo y viven a gusto en esta oscuridad -afirmó, mientras señalaba los densos nubarrones que se concentraban sobre ese cielo montañoso-. Pero lo que me alegra más que nada es poder adelantarme a lo que va a suceder si no cambiáis de vida y os convertís a Cristo antes de que sea tarde: ¡estáis a tiempo de evitar algo terrible y, a la vez, de adueñaros de un verdadero tesoro! La paz del Señor estará con vosotros si la aceptáis.
– Yo no quiero ninguna paz mientras una buena parte de mi gente no puede comer siquiera una vez al día -respondió Abundancio-. Y el único tesoro que queremos es pan, ¡pan! El único oro que deseamos de verdad son las espigas que plantáis de sobrado en la Tierra de Campos y que también pertenecen a mi gente. ¡Y estoy dispuesto a bajar otra vez a buscarlas, diga lo que diga tu rey!
Sus falseados argumentos fueron coreados, esta vez, por una mayoría de cántabros pobres que asistían desde atrás a este debate. ¡Ese botín que comentaba el senador lo repartían ellos, los caciques, como les parecía a ellos! Y San Millán podía ser tan compasivo y amable con sus fieles como severo hacia los paganos que renegaban de la Fe y se mostraban irreductibles, a menudo por pura soberbia. Pero a pesar de encontrarse rodeado de bestias, siempre con las armas al cinto y dotados de muy poca paciencia, esa noche se dirigió a los senadores con dureza. Y les reprochó los muchos y graves pecados que habían cometido contra su propio pueblo y contra la gente de Tierra de Campos. Y les rogó con lágrimas en los ojos que se bautizasen y cambiasen de vida para evitar el castigo terrible que se cernía sobre ellos. Y muchos cántabros que lo escuchaban no pudieron sino conmoverse al escuchar las palabras del piadoso eremita, pues parecía que Dios mismo hablaba por su boca. De hecho, algunos de ellos habían mandado a enviados suyos que asistieron a la curación de Bárbara, esa misma tarde, y se encontraban impresionados y tocados en el alma, pero la dureza de su corazón no se había disipado del todo.
– Mi verdadero rey es Cristo, Abundancio. Y ese otro rey del que tú hablas, ya que lo mencionas, ya ha dicho muchas veces que está dispuesto a comerciar con vosotros si guardáis las espadas. Además, no sólo de pan vive el hombre y esta gente necesita esperanza. Vuestro pueblo. ¿De qué os servirá el grano robado en una nueva campaña de saqueo si el rey acude con todas sus fuerzas? ¡No podéis fiarlo todo al azar de una guerra que podéis perder y perderéis!
Llegados a ese punto, cuando parecía que hasta algunos senadores empezaban a convencerse de su perdición, se elevó la voz áspera y sonora de Abundancio, siempre a la cabeza del hueso duro de esos notables. A la trémula luz de las antorchas, la fuerza interior del cacique parecía provenir del propio Satanás.
– Amigos míos: no prestéis oídos a la adormidera de este anciano. Estaréis conmigo en que chochea y no podemos hacer caso de su palabra. Yo sé muy bien lo que digo y os aseguro que estos milagreros del Sur, cuando no pueden engañar a las gentes por medio de falsas curaciones, lo hacen con amenazas directas, pero no tenemos miedo de tus godos. ¡Lo que tememos es al hambre y al largo invierno! Y los estómagos de nuestros compatriotas no se llenarán con tu palabrería de santurrón, sino con trigo. El trigo que tu rey no quiere compartir con nosotros, ¿no es cierto? ¡Pues lo tomaremos de nuevo por la fuerza!
Una gran algarabía se elevó entonces en la sala y se oyeron voces que apoyaban a Abundancio en su rechazo a la conversión. Que cuestionaban la anunciada destrucción de Cantabria, esa visión terrible que San Millán había profetizado hacía ya tiempo y en la cual el santo les insistía de nuevo. Y hasta pasaron a la ofensiva, pues esos apartados caciques parecían muy bien informados de todo lo que pasaba en esas mismas tierras que deseaban saquear cada año y más que todo con los que se podían interponer en sus planes de latrocinios y de abusos, llevados a cabo hasta contra sus propios vasallos.
– Tampoco veo lógico que te presentes por aquí para darnos lecciones de moralidad, en nombre de ese Dios tuyo, cuando tu propio obispo te quitó la parroquia que te había encomendado porque metías la mano en el cajón de los pobres. ¿O no es cierto?
Esa vieja calumnia había sido un duro golpe para un eremita que nunca había pedido cargo alguno ni mucho menos en una parroquia y que simplemente no se pudo negar, ante la petición de su obispo, a ser párroco de una comunidad. Una confianza en él que se terminó de golpe cuando Millán terminó con los fondos de la parroquia, al repartirlos en poco tiempo entre los pobres, lo que tuvo como consecuencia el retorno al monasterio que el ermita en realidad deseaba. Y el misionero eterno pudo volver a su paz en su lejano retiro, donde le importaba mucho más la conversión de los paganos y pecadores que esas acusaciones de malversador de los dineros parroquiales.
– Eso me dijeron en su día, sí, que a lo mejor no había repartido todo ese dinero entre los pobres. Pero si algún senador tiene antojo de mi túnica y de mi capa que me lo diga, por favor, que yo se las doy ahora mismo. Y no tengo mucho más en la cueva en la que he vivido todos estos años y que todos los presentes pueden venir a visitar cuando gusten. ¿Alguien quiere mi túnica?
Entre lo serio que estaba cuando dijo esto y su aspecto verdaderamente humilde de aldeano, imposible de diferenciar del atuendo corriente de cualquier pastor de los contornos, no fueron pocos los que dejaron escapar una carcajada. La verdad era que no se podía creer nadie que ese anciano harapiento fuera el corrupto avaricioso que Abundancio quería presentar en la asamblea.
– Senadores, por Dios, escuchadme –clamó San Millán, que alzó el brazo hacia el cielo-. Tan cierto como que hay un cielo sobre nuestras cabezas que Dios os está mirando en este momento. Y no es Júpiter ni el falso Erudino quien os juzgará, sino Yavhé-Dios, que es el verdadero Señor de todos los hombres. Y ahora os aseguro que vuestra decisión de hoy, en este día sagrado de la Pascua, pesará como una losa en vuestra salvación o vuestra condena. ¡Convertíos y confesad vuestros pecados mientras estáis a tiempo! Dejad el camino de la guerra y el rey de los godos os perdonará. Pedid perdón a Dios por los asesinatos, los robos y las abominaciones que habéis cometido contra vuestros propios hermanos españoles. Dios es misericordioso con los que se arrepienten, pero no tendrá piedad de vosotros si no cambiáis de vida desde ahora. ¡Insensatos! Recordad la destrucción de Sodoma y Gomorra, pues así será también vuestra caída si no os bautizáis en Cristo, el único y verdadero Dios.
Un gran murmullo se levantó de nuevo en la sombría reunión, apenas iluminada por las candelas que sostenían varios criados. Algunos se preguntaban qué sería eso de Sodoma y Gomorra, otros reían y muchos pensaban cómo era posible que ese hombre indefenso tuviera los cojones de hablarles en ese tono a unos caudillos con tan mala leche. Pero la voz de Abundancio volvió a tronar en la asamblea, como un eco salido de los abismos.
– No me creo una sola palabra de lo que dices –rió el senador-. Más bien pienso que has pasado muchos años encerrado en una cueva y ahora la vista del sol te ha causado ceguera. ¡Vienes a hablarnos del pecado, del asesinato y otras monsergas que no vienen a cuento! Tú que nada sabes de nuestro pueblo pretendes decirnos a nosotros cómo debemos gobernarlo y nos pides que nos sometamos a ese rey tuyo, que ningún poder tiene sobre esta tierra. ¿Acaso no tiene ese rey las manos manchadas de sangre de tantos enemigos y hasta de súbditos suyos? ¿Por qué no vas a predicar a su palacio y le hablas de tu compasivo Dios a él, que tanta falta le hace? Pero nosotros, los cántabros, no tenemos un rey ni obispos que nos pidan cuentas ni tributos. ¡Y no los tendremos ahora porque lo diga un viejo chocho como tú! Lo que tenemos son armas y huevos para defendernos de cualquier imperio que intente nada contra nosotros y, si quieren guerra, que vengan, que antes salgamos nosotros a buscarlos.
La voz insolente y poderosa de Abundancio se impuso sobre los ruegos y advertencias del santo, que vio entristecido cómo el pagano le había ganado la partida. El miedo al hambre y a la sumisión a los godos pesaban más que las promesas de paz, comercio y bendiciones de un Dios del que apenas habían escuchado nada aún. Y los indecisos y aun los que se habían arrepentido se vieron convencidos, una vez más, por sus paisanos más combativos. Era obvio que no había nada que hacer ya y Millán recogió sus sencillos pertrechos de viaje.
– Si eso es lo que queréis, que así sea. Pero tú, Abundancio, y cuantos te sostienen, sentiréis en vuestras propias carnes el fuego purificador y el acero vengativo del rey. No dudéis de ello, pues tan cierto como que el sol sale por el Este que habréis de pagar con vuestra sangre lo que no habéis querido hacer de buen grado. Y cuando muráis entre estos mismos muros, que será pronto, os lo aseguro: ¡sabed que os esperan las llamas del infierno! Vuestros asesinatos y abusos contra los débiles pesarán demasiado en el día del Juicio, que ya está muy cerca.
Y diciendo esto abandonó el país, seguido siempre por un cortejo que no se desanimaba por el acompañamiento de espías que los caciques enviaban tras el santo y que no lo dejarían, al menos, hasta que cruzase las fronteras del reino godo. Y el buen eremita murió poco tiempo después, entristecido por esta mala cabeza de los caudillos cántabros y sin ver si su terrible visión se hacía realidad.